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– El no tiene que demostrar nada -protesté-. Solo somos amigos, te lo aseguro.

– Sus galanteos son la comidilla del pueblo…

Me pasé una mano por la sudorosa frente.

– Ya estoy enterada. Me lo cuenta todo.

– Escúchame, Lanore -imploró, mirándome aunque yo desviara la mirada-. Es fácil enamorarse de un hombre tan guapo como Jonathan, o tan rico, pero tienes que ser juiciosa. Jonathan no es para ti.

– ¿Cómo puedes decir eso? -La protesta brotó de mis labios aunque no había tenido intención de decir nada semejante-. No puedes saber lo que nos espera, ni a mí ni a Jonathan.

– Ay, niña tonta, no me digas que le has entregado tu corazón… -Me agarró por los hombros y me zarandeó-. No puedes esperar casarte con el hijo del capitán. La familia de Jonathan nunca lo permitiría, jamás, ni tampoco tu padre consentiría. Lamento ser la que te diga esta verdad tan dura…

No hacía falta que lo dijera. Como es lógico, yo sabía que nuestras familias no eran iguales y sabía que la madre de Jonathan tenía grandes aspiraciones en lo referente a los matrimonios de sus hijos. Pero es casi imposible acabar con los sueños de una chica, y yo había forjado aquel desde que podía recordar. Era como si hubiera nacido con el deseo de estar con Jonathan. Siempre había creído en secreto que un amor tan intenso y verdadero como el mío tendría al final su recompensa, y de repente me veía obligada a aceptar la amarga verdad.

Mi madre volvió a su trabajo, cogiendo el largo palo para remover la ropa en el agua hirviendo.

– Tu padre está dispuesto a empezar a buscarte un novio, así que ya ves por qué tienes que poner fin a esa amistad. Tenemos que encontrarte marido antes de buscar novios para tus hermanas -continuó-, conque ya comprenderás lo importante que es esto, ¿verdad, Lanore? No querrás que tus hermanas acaben solteronas.

– No, madre -dije sin ánimo.

Seguía dándole la espalda, mirando a la distancia, esforzándome por no llorar, cuando percibí que algo se movía en el bosque, al otro lado de nuestra casa. Podía ser cualquier cosa, benigna o peligrosa: mi padre y mis hermanas que volvían del henar, alguien que iba de una granja a otra, un ciervo pastando en la hierba. Mis ojos siguieron a la figura hasta poder distinguirla, grande y oscura, de una negrura reluciente y elegante. No era un oso. Era un caballo con su jinete. Solo había un caballo totalmente negro en el pueblo, y pertenecía a Jonathan. ¿Por qué iba a estar Jonathan cabalgando por allí, si no era para verme? Pero había pasado de largo por nuestra casa y parecía ir en dirección a la de nuestros vecinos, los recién casados Jeremiah y Sophia Jacobs. No se me ocurrió ningún motivo para que Jonathan visitara a Jeremiah, ninguno en absoluto.

Levanté una mano para meterme unos rizos sueltos bajo la cofia.

– Madre, ¿no dijiste que Jeremiah Jacobs no iba a estar en casa esta semana? ¿Se ha marchado?

– Sí -dijo ella con aire ausente, removiendo el caldero-. Ha ido a Fort Kent a ver un par de caballos de tiro, y le dijo a tu padre que volvería la semana que viene.

– Y ha dejado a Sophia sola, ¿no? -La reluciente figura había salido de mi campo de visión, entrando en la oscuridad del bosque.

Mi madre murmuró un asentimiento.

– Sí, pero él sabe que no hay motivo para preocuparse. Sophia está segura aunque se queda sola una semana. -Levantó la ropa mojada del caldero con el palo, era un gran bulto humeante y chorreante. Yo la cogí y la llevé bajo el árbol, donde escurrimos la lana entre las dos.

– Prométeme que dejarás a Jonathan y no volverás a buscar su compañía -fue lo último que dijo sobre el asunto.

Pero mis pensamientos estaban en la diminuta casita de nuestros vecinos, y en el caballo de Jonathan esperando inquieto a la puerta.

– Te lo prometo -le dije a mi madre, mintiendo sin reparos, como si no tuviera ninguna importancia.

8

Mientras el otoño avanzaba y las hojas se ponían rojizas y doradas, la aventura amorosa entre Jonathan y Sophia Jacobs no decayó. Durante aquellos meses, mis encuentros con Jonathan fueron más escasos que nunca y dolorosamente breves. Aunque la culpa no era toda de Sophia -tanto Jonathan como yo teníamos obligaciones que nos quitaban tiempo-, yo la culpé a ella de todo. ¿Qué derecho tenía a acaparar tanto su atención? A mi modo de ver, ella no merecía su compañía. Su peor pecado era estar casada, y al continuar aquella relación estaba forzando a Jonathan a faltar a la moral cristiana. Lo estaba condenando al infierno junto con ella.

Pero las razones para no merecerlo no acababan ahí. Sophia distaba mucho de ser la chica más guapa del pueblo; según mis cuentas, había por lo menos veinte chicas de edad aproximada que eran más guapas que ella, aun excluyéndome yo de ese grupo por razones de modestia. Además, ella no tenía ni la posición social ni la riqueza necesarias para ser una compañía adecuada para un hombre de la categoría de Jonathan. Sus habilidades domésticas eran deficientes: su costura era pasable, pero los pasteles que llevaba a las reuniones de la iglesia eran pesados y estaban mal cocidos. Sophia era lista, no cabía duda, pero si alguien debía elegir a la mujer más inteligente del pueblo, su nombre no sería de los primeros que le vendrían a la mente. Así que ¿en qué se basaba exactamente para reclamar a Jonathan, quien solo debía tener lo mejor?

Hilé el lino de finales del verano pensando en aquella extraña situación, maldiciéndole por ser inconstante. Al fin y al cabo, aquel día en el campo de McDougal, ¿no había dicho que se pondría celoso si yo me enredara con otro chico del pueblo? Y sin embargo, estaba cortejando en secreto a Sophia Jacobs. Una muchacha menos enamorada habría sacado conclusiones de su conducta, pero yo no lo hice, prefiriendo creer que Jonathan aún me elegiría a mí si conociera mis sentimientos. Los domingos, después del oficio religioso, vagabundeaba sola lanzando miradas no correspondidas en dirección a Jonathan, con la esperanza de decirle lo mucho que le deseaba. Recorrí los caminos que llevaban a la casa de los Saint Andrew preguntándome qué estaría haciendo Jonathan en aquel momento, y soñaba despierta intentando imaginar la sensación de las manos de Jonathan en mi cuerpo, cómo sería estar apretada bajo él, comida a besos. Me sonroja pensar en lo inocente que era entonces mi concepto del amor. Tenía una idea virginal del amor, como si fuera algo casto y cortés.

Sin Jonathan, estaba sola. Era una anticipación de lo que iba a ser mi vida cuando Jonathan se casara y se ocupara del negocio de su familia… y yo estuviera casada con otro. Los dos quedaríamos cada vez más encerrados en nuestros pequeños mundos y nuestros caminos estaban destinados a no cruzarse más. Pero aquel día aún no había llegado… y Sophia Jacobs no era la esposa legítima de Jonathan. Era una entrometida que pretendía adueñarse de su corazón.

Un día, justo después de las primeras heladas, Jonathan fue a verme. Qué diferente se le veía, como si hubiera envejecido años. Tal vez fuera solo que la alegría de su porte había desaparecido; parecía serio, muy adulto. Me encontró en el henar con mis hermanas, recogiendo los últimos restos del heno dejado a secar durante el verano y metiéndolos en el granero, donde guardábamos la alfalfa que alimentaría a las vacas durante el largo invierno.

– Deja que te ayude -dijo, bajando de un salto de su caballo.

Mis hermanas, vestidas como yo con ropas viejas y pañuelos atados a la cabeza para sujetar el pelo, le miraron de reojo y soltaron unas risitas.

– ¡No seas ridículo! -Miré su fina casaca de lana y sus pantalones de piel de cierva. Apalear heno es un trabajo desagradable y sudoroso. Además, yo todavía estaba dolida por su deserción y me dije que no quería saber nada de él-. Solo dime qué te ha traído aquí.

– Me temo que mis palabras son solo para ti. ¿Podemos al menos apartarnos un poco? -preguntó, y saludó con la cabeza a mis hermanas para mostrar que no pretendía faltarles al respeto.