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Sophia debía de tener una razón muy poderosa para aventurarse sola en el bosque. Únicamente los vecinos más audaces iban solos al bosque, porque era fácil perderse en su uniformidad. Hectárea tras hectárea, el bosque se desplegaba en un sinnúmero de abedules, abetos y pinos, además de la regularidad de las rocas que se abrían camino a través del suelo del bosque, todas cubiertas de caprichosos musgos o jaspeadas de líquenes.

Tal vez debería haberle dicho antes algo a mi padre, para que supiera que su sacrificio de buen vecino era innecesario y que lo más probable era que Sophia hubiera ido a ver a un hombre, un hombre con el que no debía seguir relacionándose. Que podía estar a salvo y caliente en una habitación con aquel hombre mientras nosotros luchábamos contra el frío y la humedad. Me imaginé a Sophia apresurándose por el sendero, escabullándose de su infeliz hogar para ir con Jonathan, su amante. Jonathan, compasivo y desconcertado, que sin duda la acogería. Se me retorció el estómago al pensar en ella metida en la cama de Jonathan, al pensar en que ella había ganado y yo había perdido… y Jonathan ahora era suyo.

Al cabo de un rato nos dirigimos al río y caminamos un trecho siguiendo la orilla. En cierto momento, mi padre se detuvo y abrió un agujero en una capa fina de hielo para meter la mano y beber. Entre sorbo y sorbo me miraba, no sin curiosidad.

– No sé cuánto tiempo más tendremos que buscar. Ya puedes irte a casa, Lanore. Este no es sitio para una joven. Debes de estar helada.

Negué con la cabeza.

– No, no, padre. Me gustaría seguir un poco más.

Me sería imposible esperar noticias en casa. Me volvería loca o sin el menor pudor correría a casa de Jonathan y me enfrentaría a Sophia. Podía verla, ufana, triunfante. En aquel momento, no creo que hubiera odiado a nadie tanto como la odiaba a ella.

Fue mi padre quien la vio primero. Había estado escudriñando a su alrededor, mientras yo lo único que podía hacer era mantener los ojos fijos en el irregular terreno que tenía bajo los pies. Encontró el cadáver congelado atrapado en un remolino formado por un árbol caído, casi oculto en una maraña de cañas y lianas silvestres. Flotaba boca abajo, enredada en un grupo de espadañas, con el delicado cuerpo estirado y los pliegues de la falda y el largo cabello moviéndose en la superficie del agua. Su capa estaba en la orilla, cuidadosamente doblada.

– No mires, niña -dijo mi padre, intentando darme la vuelta por los hombros. Yo no podía apartar la mirada de ella.

Mi padre dio voces de llamada mientras yo solo era capaz de mirar aturdida el cadáver. Otros buscadores llegaron corriendo a través del bosque, siguiendo las voces de mi padre. Dos de los hombres se metieron en el agua helada para arrancar su cuerpo de la maraña de hierbas congeladas y el fino manto de hielo que había empezado a cubrirla. Extendimos su capa en el suelo y tendimos su cuerpo en ella, con la empapada tela pegándose a sus piernas y su torso. Tenía toda la piel azulada y sus ojos, gracias a Dios, estaban cerrados.

Los hombres la envolvieron en su capa y se turnaron para agarrar los bordes, utilizándola como camilla para llevar el cadáver de Sophia a su casa, mientras yo caminaba detrás de ellos. Me castañeteaban los dientes y mi padre se acercó a frotarme los brazos en un intento de hacerme entrar en calor, pero no sirvió de nada porque yo temblaba y tiritaba de miedo, no de frío. Me apreté los brazos contra el pecho, temiendo vomitar delante de mi padre. Mi presencia sofocó la discusión entre los hombres, que se abstuvieron de especular acerca de la razón por la que Sophia se hubiera suicidado. Pero en general se pusieron de acuerdo en que no había que decirle al pastor Gilbert lo de la capa colocada deliberadamente en la orilla. Él no debía saber que Sophia se había quitado la vida.

Cuando mi padre y yo llegamos a casa, corrí derecha a la lumbre y me mantuve tan cerca que el fuego me lastimó la cara, pero ni aquel calor consiguió que dejara de temblar. «No te pongas tan cerca», me reprendió mi madre mientras me ayudaba a quitarme la capa, temiendo sin duda que cayera una pavesa sobre la capa. Yo me habría alegrado. Merecía arder como una bruja por lo que había hecho.

Pocas horas después, mi madre se acercó a mí, cuadró los hombros y dijo:

– Voy a ir a casa de los Gilbert para ayudar… con los preparativos para Sophia. Creo que deberías venir conmigo. Ya es hora de que empieces a ocupar tu puesto entre las mujeres de este pueblo y aprendas a cumplir con algunas de las tareas que se esperan de ti.

Para entonces, yo me había puesto una gruesa bata, seguía acurrucada junto al fuego y me había bebido una jarra de sidra caliente con ron. El alcohol había ayudado a tranquilizarme, a aplacar el impulso de ponerme a gritar y confesar, pero sabía que me vendría abajo si tenía que enfrentarme al cadáver de Sophia, incluso en presencia de las otras mujeres del pueblo.

Me alcé del suelo apoyándome en un codo.

– No puedo. No me siento bien. Todavía tengo frío…

Mi madre me tocó con el dorso de los dedos, primero la frente y después el cuello.

– Yo más bien diría que estás ardiendo de fiebre. -Me miró con recelo, como si dudara, y después se incorporó del suelo-. Está bien, por esta vez y teniendo en cuenta por lo que has pasado antes… -Dejó la frase sin terminar y me miró desde lo alto una vez más, de una manera que no supe descifrar bien, y salió por la puerta.

Más adelante me contó lo que había pasado en casa del pastor, cómo las mujeres prepararon el cuerpo de Sophia para el entierro. Primero, la pusieron junto al fuego para descongelarla, después le limpiaron la boca y la nariz de lodo, y le peinaron cuidadosamente el cabello. Mi madre describió lo blanca que se le había puesto la piel por el tiempo pasado en el río, y dijo que estaba llena de finos arañazos rojos, de cuando la corriente arrastró el cadáver por las rocas sumergidas. Le pusieron su mejor vestido, de un amarillo tan claro que casi parecía marfil, adornado con bordados hechos por ella misma, y lo ajustaron a su delgado cuerpo con frunces y alfileres. No se hizo ninguna mención del cuerpo de Sophia, de alguna anormalidad, ningún comentario sobre el menor abultamiento en el abdomen de la difunta. Si alguien se fijó en algo, debió de atribuirlo al hinchamiento producido por el agua que la pobre chica había ingerido al ahogarse. Y después se colocó una mortaja de lino en un sencillo ataúd de tablas de madera. Un par de hombres que habían esperado hasta que las mujeres terminaran su trabajo cargaron el ataúd en un carro y lo escoltaron hasta la casa de Jeremiah, donde se quedaría hasta el momento del entierro.

Mientras mi madre describía tranquilamente el estado del cuerpo de Sophia, yo sentía como si me estuvieran clavando clavos para exhortarme a confesar mi maldad. Pero no perdí la cabeza, aunque poco faltó, y lloré mientras mi madre hablaba, tapándome los ojos con una mano. Ella me acarició la espalda como si yo fuera otra vez una niña.

– ¿Qué te pasa, Lanore, querida? ¿Por qué estás tan alterada por Sophia? Ha sido algo terrible y era nuestra vecina, sí, pero no creo que la conocieras muy bien.

Me envió al desván con un odre de piel de cabra lleno de agua caliente y fue a reprender a mi padre por haberme llevado con él al bosque. Me tumbé con la piel de cabra apretada contra el vientre, aunque no me alivió nada. Me quedé despierta, escuchando todos los sonidos de la noche -el viento, las ramas de los árboles, las brasas mortecinas- que susurraban el nombre de Sophia.

Como había ocurrido con su boda, el entierro de Sophia Jacobs fue un acontecimiento miserable, al que asistieron su madre y algunas de sus hermanas, su marido y poca gente más. Era un día frío y nublado, y la nieve prometía bajar del cielo como había hecho todos los días desde el suicidio de Sophia.

Jonathan y yo estábamos mirando desde lo alto de una colina que dominaba el cementerio. Vimos a los dolientes agrupados en torno a la oscura y vacía sepultura. Se las habían arreglado de algún modo para cavar una fosa aunque la tierra estaba empezando a congelarse, y no pude evitar preguntarme si habría sido su padre, Tobey, el que la había cavado. Los dolientes, manchitas negras sobre un campo blanco allá en la distancia, se balanceaban adelante y atrás sin parar mientras Gilbert pronunciaba unas palabras sobre la difunta. Yo tenía el rostro tenso, hinchado de llorar durante días, pero en aquel momento, en presencia de Jonathan, no brotaron lágrimas. Parecía algo irreal estar espiando el entierro de Sophia, yo, que debería estar allí abajo de rodillas, pidiéndole perdón a Jeremiah, pues yo era la responsable de la muerte de su esposa, tanto como si la hubiera empujado yo misma al río.