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A mi lado, Jonathan guardaba silencio. Por fin empezó a caer la nieve, como si se liberara una tensión contenida durante mucho tiempo, copos minúsculos que se mecían en el aire frío antes de caer en la lana oscura del abrigo de Jonathan y en su pelo, negro y lustroso como el ala de un cuervo.

– No puedo creer que haya muerto -dijo por vigésima vez en aquella mañana-. No puedo creer que se quitara la vida.

No supe qué decir. Cualquier cosa que hubiera dicho habría resultado vana, manida y completamente falsa.

– Es culpa mía -dijo con voz ronca, y se llevó una mano a la cara.

– No debes culparte por esto -me apresuré a confortarle con las mismas palabras que me había dicho a mí misma una y otra vez durante los últimos días, mientras ocultaba mi culpa febril en la cama-. Sabes que su vida fue miserable, desde que era niña. ¿Quién sabe qué tristes pensamientos llevaba dentro, y desde hacía cuánto tiempo? Al final, cedió a ellos. No es culpa tuya.

Jonathan dio dos pasos adelante, como si deseara estar abajo, en el cementerio.

– No puedo creer que pensara en hacerse daño a sí misma, Lanny. Había sido feliz… conmigo. Me parece inconcebible que la Sophia que yo conocía estuviera luchando con el deseo de matarse.

– Nunca se sabe. A lo mejor tuvo una pelea con Jeremiah… puede que después de la última vez que la viste.

Él cerró los ojos con fuerza.

– Si algo la atormentaba, era mi reacción cuando me dijo lo del niño. No cabe duda. Por eso me echo la culpa, Lanny, por la manera insensata en que reaccioné a la noticia. Tú dijiste… -De pronto, Jonathan levantó la cabeza, mirando en mi dirección-. Dijiste que a lo mejor se te ocurría una manera de disuadirla de tener el niño. Espero, Lanny, que no le fueras a Sophia con un plan semejante…

Me eché atrás, sobresaltada. En aquellos últimos días había pensado en contárselo todo, mientras luchaba con un sentimiento de culpabilidad tan ponzoñosa como una enfermedad. Tenía que contárselo a alguien -no era la clase de secreto que uno pudiera guardarse sin hacer un daño irreparable al alma- y si había alguien capaz de comprenderlo, ese era Jonathan. Al fin y al cabo, lo había hecho por él. Él había acudido a mí en busca de ayuda y yo hice lo que era preciso. Necesitaba que me absolvieran de lo que había hecho; él me debía aquella absolución, ¿no?

Pero cuando me escrutó con aquellos ojos oscuros y tercos, me di cuenta de que no podía contárselo. Y menos en aquel momento, cuando era tan vulnerable a causa del dolor y quizá se dejara llevar por la emoción. No lo entendería.

– ¿Qué? No, no se me ocurrió ningún plan. Y además, ¿por qué iba yo a hablar con Sophia por mi cuenta? -mentí. No había tenido intención de mentirle a Jonathan, pero él me había sorprendido, su conjetura había sido como una flecha disparada con insospechada precisión. Ya se lo contaría algún día, decidí.

Jonathan le dio vueltas a su sombrero de tres picos.

– ¿Tú crees… que debería contarle la verdad a Jeremiah?

Me lancé hacia él y lo sacudí por los hombros.

– Eso sería terrible, para ti y también para la pobre Sophia. ¿De qué va a servir contárselo a Jeremiah ahora, excepto para apaciguar tu conciencia? Lo único que conseguirías sería destruir la imagen que Jeremiah tiene de ella. Déjale que encierre a Sophia pensando que fue una buena esposa y que le fue fiel.

Él miró cómo mis manitas lo agarraban de los hombros -era raro que nos tocáramos el uno al otro desde que ya no éramos niños- y después me miró a los ojos con tanta pena que no pude contenerme. Me derrumbé contra su pecho y tiré de él hacia mí, pensando solo que él necesitaba consuelo en aquel momento, un cuerpo de mujer en sus brazos, aunque no fuera Sophia. No mentiré diciendo que no me resultó consolador sentir su cuerpo fuerte y cálido contra el mío, aunque yo no tenía derecho al consuelo. Casi lloré de felicidad al entrar en contacto con él. Apretando su cuerpo contra el mío, podía imaginar que me había perdonado mi terrible pecado contra Sophia… aunque, por supuesto, él no sabía nada.

Mantuve la mejilla contra su pecho, escuchando el latido de su corazón bajo las capas de lana y lino y aspirando su olor. No quería soltar a Jonathan, pero sentí que él me estaba mirando desde arriba, así que yo también levanté la mirada hacia él, preparada para que me hablara otra vez de su amor a Sophia. Y si lo hacía, si decía su nombre, decidí, le contaría lo que había hecho. Pero no lo hizo. En cambio, su boca se mantuvo sobre la mía un instante antes de que me besara.

El momento que yo tanto había esperado se esfumó como un borroso recuerdo. Nos deslizamos hacia la protección del bosque, a unos pasos de distancia. Recuerdo el maravilloso calor de su boca en la mía, su apremio y su intensidad. Recuerdo sus manos desatando la cinta que cerraba mi blusa sobre mis pechos. Me apretó la espalda contra un árbol y me mordió en el cuello mientras forcejeaba con el cierre de sus pantalones. Me levanté la falda para que él pudiera agarrarme, con las manos en mis caderas. Lamento no haber visto ni un atisbo de su virilidad a causa de toda la ropa que había entre nosotros, capas y capas, faldas y enaguas. Pero de pronto le sentí en mí, algo grande, firme y caliente empujando dentro de mí, y él embistiéndome, aplastándome contra la corteza del árbol. Y al final, su gemido en mi oído me provocó un escalofrío, porque significaba que había encontrado placer conmigo, y yo nunca había sido tan feliz y temía no volver a serlo jamás.

Cabalgamos juntos en su caballo a través del bosque, yo agarrada con fuerza a su cintura, como habíamos hecho de niños. Tomamos los caminos menos transitados para que no nos vieran juntos sin compañía. No nos dijimos ni una palabra y yo mantuve mi acalorado rostro enterrado en su abrigo, intentando todavía asimilar lo que habíamos hecho. Sabía de muchas otras chicas del pueblo que se habían entregado a un hombre antes de casarse -siendo Jonathan el afortunado en muchos casos- y las había mirado con desprecio. Ahora yo era una de ellas. Una parte de mí sentía que me había deshonrado. Pero otra parte de mí creía que no tenía otra opción; puede que fuera mi única oportunidad para conquistar el corazón de Jonathan y demostrar que estábamos hechos el uno para el otro. No podía dejarla pasar.

Me deslicé del lomo de su caballo y, tras un apretón de manos, hice a pie la corta distancia hasta la cabaña de mi familia. Pero mientras andaba, empezaron a surgirme dudas acerca de lo que había significado para él nuestro encuentro. Él fornicaba con muchachas sin pensar en las repercusiones. ¿Por qué me imaginaba que esa vez se atendría a las consecuencias? ¿Y qué pasaba con sus sentimientos hacia Sophia… o ya puestos, con mi obligación para con la mujer a la que yo había empujado a quitarse la vida? Era como si yo la hubiera asesinado, y ahí estaba poco después, fornicando con su amante. No podía existir un alma más malvada.

Necesité unos minutos, antes de seguir hacia mi casa, para recobrar la calma aspirando con fuerza el aire frío. No podía desmoronarme delante de mi familia. No tenía a nadie con quien hablar del asunto. Debería guardar aquel secreto oculto en mi interior hasta que estuviera lo bastante tranquila para pensar en ello racionalmente. Me vacié de todo: de la culpa, la vergüenza y el odio a mí misma. Y sin embargo, al mismo tiempo estaba llena de… temblorosa excitación porque, aunque no me lo merecía, había conseguido lo que quería. Solté el aire, me sacudí la nieve recién caída de la parte delantera de mi capa, enderecé los hombros y recorrí penosamente el resto del camino hasta la casa familiar.