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Hospital del Condado de Aroostook, en la actualidad

Se oyen ruidos fuera, en el pasillo.

Luke mira su reloj de pulsera. Las cuatro de la madrugada. El hospital reanudará la actividad dentro de poco. Las mañanas son muy ajetreadas, con los accidentes habituales en una zona rural -una costilla rota por la coz de una vaca lechera, un resbalón en una placa de hielo al cargar una bala de heno-, y a las seis se hace el cambio de turno.

La muchacha le mira como podría mirar un perro a un amo poco digno de confianza.

– ¿Me vas a ayudar? ¿O dejarás que ese sheriff me lleve a la comisaría?

– ¿Qué otra cosa puedo hacer?

A ella se le enciende el rostro.

– Puedes dejarme marchar. Cierra los ojos mientras yo salgo. Nadie te echará la culpa. Puedes decirles que fuiste al laboratorio, me dejaste sola un momento, y cuando volviste yo ya no estaba.

«Joe dice que es una asesina», piensa Luke. ¿Puede dejar que una asesina se marche por la puerta?

Lanore busca su mano.

– ¿Alguna vez has estado tan enamorado de una persona que habrías hecho cualquier cosa por ella? -pregunta-. ¿Has sentido que por encima de lo que tú quieras, deseas más su felicidad?

Luke se alegra de que ella no pueda mirar en su corazón, porque él nunca ha sido tan altruista. Ha sido cumplidor, sí, pero nunca ha sido capaz de dar sin notar una punzada de resentimiento, y no le gusta cómo le hace sentirse eso.

– No soy un peligro para nadie. Ya te he dicho por qué… por qué he hecho lo que he hecho a Jonathan.

Luke mira aquellos ojos azules como el hielo que se llenan de lágrimas y un estremecimiento lo recorre de la cabeza al pecho. El dolor de la pérdida se apodera rápidamente de él, como acostumbra sucederle desde que murieron sus padres. Sabe que ella está sintiendo la misma tristeza que él, y por un momento están unidos en esa pena infinita. Y está tan harto de ser presa del dolor -la pérdida de sus padres, su matrimonio, toda su vida- que sabe que tiene que hacer algo para liberarse de él, que debe hacerlo ya o no lo hará nunca. No está seguro de por qué va a hacer lo que está a punto de hacer, pero sabe que no puede pensarlo porque entonces no sería capaz de llevarlo a cabo.

– Espera aquí. Enseguida vuelvo.

Luke avanza con paso ligero por el estrecho pasillo que lleva al vestuario de los médicos.

Dentro de su abollada taquilla gris encuentra un par de pijamas médicos de algodón, desgastados y olvidados. Rebusca en otro par de taquillas y acaba reuniendo una bata blanca de laboratorio, un gorro de cirugía y, sacadas de la taquilla de la pediatra, unas zapatillas deportivas de mujer, tan viejas que se curvan en las punteras. Luke lo lleva todo a la sala de reconocimiento.

– Ten, ponte esto.

Toman el camino más corto a la parte de atrás del hospital y pasan por la puerta de los conserjes hacia el patio de carga de la zona de servicios. Una ordenanza que llega para el turno de día los saluda con la mano cuando cruzan el aparcamiento, pero cuando Luke devuelve el saludo siente el brazo rígido por la angustia. Y hasta que llegan al aparcamiento y se encuentran al lado de su camioneta, Luke no recuerda que ha dejado las llaves en su parka, en la sala de los médicos.

– Maldita sea, he de volver. No tengo las llaves. Escóndete entre los árboles. Ahora mismo vuelvo.

Lanny no dice nada pero asiente, y se encoge en su fino pijama de algodón, aterida de frío.

La caminata desde el aparcamiento hasta la entrada de ambulancias es la más larga de su vida. Luke se apresura, por el frío y por los nervios. Judy o Clay pueden haber notado ya su ausencia. Y si Clay está dormido en el sofá, Luke podría despertarlo cuando entre en la sala para recoger sus llaves, y entonces estaría perdido. Cada paso se va haciendo más difícil, hasta que se siente como un esquiador acuático arrastrado bajo el agua porque ha pasado algo terrible en el otro extremo del cable.

Empuja la pesada puerta de cristal, abriéndola tan poco que tiene que alzar los hombros hasta las orejas. Judy, en el puesto de enfermeras, frunce el ceño ante su ordenador y ni siquiera levanta la mirada cuando pasa Luke.

– ¿Dónde has estado?

– Fumando un cigarrillo.

Ahora Judy está prestando atención, taladrando a Luke con sus brillantes ojos de cuervo.

– ¿Cuándo has empezado a fumar de nuevo?

Luke se siente como si se hubiera fumado dos paquetes esa noche, así que lo que le ha dicho a Judy no le parece inapropiado.

– ¿Se ha levantado Clay?

– No lo he visto. La puerta de la sala sigue cerrada. Tal vez deberías ir a despertarlo. No puede quedarse dormido allí todo el día. Su mujer se preguntará qué le ha pasado.

Luke se queda paralizado; quiere decir algo gracioso, actuar como si todo fuera normal delante de Judy, pero claro, Luke nunca ha bromeado con Judy en el pasado, y hacerlo ahora resultaría chocante. Su poca habilidad para mentir sin levantar sospechas hace que esté más cohibido. Se siente como si hubiera caído por una grieta de un estanque congelado y se estuviera ahogando, empapándose de agua helada los pulmones, pero Judy no se da cuenta de nada.

– Necesito un café -murmura Luke y sigue avanzando.

La puerta de la sala está a solo dos pasos de distancia. Ve de inmediato que está entreabierta y que dentro no hay luz. Empuja para abrirla algunos centímetros más y ve claramente el hueco en el sofá, donde debería estar el policía.

Se le sube la sangre a las orejas y las glándulas de su garganta se hinchan hasta cuatro veces su tamaño normal. No puede respirar. Es peor que ahogarse; se siente como si le estuvieran estrangulando.

La parka está colgada a la derecha, de un gancho en la pared, esperando a que él busque en el bolsillo. El tintineo le dice que las llaves están donde él esperaba que estuvieran.

En el camino de regreso, su andar es firme y decidido. La cabeza gacha, las manos bien metidas en los bolsillos de su bata de laboratorio. Decide no tomar el pasillo de servicio, que es el camino más largo, y se dirige hacia la entrada de ambulancias. La cabeza de Judy se levanta cuando Luke pasa por el puesto de enfermeras.

– Creí que ibas a por un café.

– Me he dejado la cartera en el coche -suelta él por encima del hombro. Ya casi está en la puerta.

– ¿Has despertado a Clay?

– Ya está levantado -dice Luke, poniéndose de espaldas a la puerta para empujarla.

En el otro extremo del pasillo ve al policía, que parece haberse materializado al pronunciarse su nombre. Él también ve a Luke y levanta el brazo como si quisiera parar un autobús. Clay quiere hablar con él y avanza con grandes zancadas por el pasillo en dirección a Luke, agitando la mano… «¡Espera, Luke!» Pero Luke no se detiene. Con un golpe de cadera, Luke vuelve a cerrar la puerta.

El frío le abofetea la cara cuando sale de repente al otro lado, obligándolo a volver a la realidad. ¿Qué está haciendo?, piensa. «Este es el hospital donde trabajo. Conozco cada baldosa y cada silla de plástico y cada camilla como si fuera mi casa. ¿Qué estoy haciendo, arruinando mi vida, ayudando a escapar a una sospechosa de asesinato? ¿He perdido el juicio?» Pero sigue avanzando, movido por un extraño impulso en la sangre, como si la bola de una máquina del millón rebotara en sus venas, empujándolo hacia delante. Atraviesa a toda velocidad el aparcamiento, a la desesperada, fuera de sí, como una persona que intenta mantenerse erguida mientras baja una cuesta muy empinada, sabiendo que lo verán como un loco.