Luke entorna los ojos y mira angustiado hacia su camioneta, pero la chica no está; ni rastro del revelador verde claro de los pijamas de hospital. Al principio, le entra el pánico: ¿cómo puede haber sido tan estúpido para dejarla fuera sin vigilancia? Pero una pequeña semilla de esperanza se abre en su pecho al darse cuenta de que si la detenida ha desaparecido, también desaparecen sus problemas.
Y al instante siguiente, la ve ahí, delicada, etérea, un ángel vestido con ropas de hospital… Y el corazón le da un vuelco al verla.
Luke apenas acierta a introducir la llave en el contacto, mientras Lanore se agacha en el asiento, procurando no mirar para no aumentar el nerviosismo del doctor. Por fin, el motor se pone en marcha y la camioneta sale de un brinco del aparcamiento, lanzándose temerariamente a la carretera.
La pasajera mira hacia delante, como si solo su concentración estuviera impidiendo que los descubran.
– Estoy en el albergue para cazadores de Dunratty. ¿Sabes dónde se encuentra?
Luke se asombra.
– ¿Crees que es prudente ir allí? Yo creo que la policía ya habrá seguido tu pista hasta el albergue. No llegan muchos forasteros en esta época del año.
– Por favor, acércate. Si nos parece sospechoso, seguimos adelante, pero tengo allí todas mis cosas. Mi pasaporte, dinero, ropa. Apuesto a que tú no tienes nada que me sirva.
Es más menuda que Tricia, pero más alta que las niñas.
– Ganarías la apuesta -confirma él-. ¿Pasaporte?
– He venido de Francia, que es donde vivo. -Se enrosca en su extremo del asiento como un gato que intentara conservar el calor. De pronto, Luke siente que las manos que sujetan el volante son grandes, descomunales, y torpes. Está teniendo una experiencia extracorporal a causa del estrés, y tiene que concentrarse para no dar volantazos y salirse de la carretera.
– Deberías ver mi casa de París. Es como un museo, llena de cosas que he ido acumulando durante muchos, muchos años. ¿Te gustaría ir?
Su tono de voz es dulce y cálido como un licor, y la invitación es tentadora. Luke se pregunta si está diciendo la verdad. ¿A quién no le gustaría ir a París y alojarse en una casa de ensueño? Luke siente que su tensión empieza a desaparecer, el cuello y la espalda se le empiezan a relajar.
Hay albergues para cazadores como el de Dunratty por toda esa parte de los bosques. Luke nunca ha estado en uno, pero recuerda haber visto un par por dentro cuando era niño, por alguna razón que en ese momento no recuerda. Cabañas baratas construidas en los años cincuenta, hechas con madera contrachapada, y llenas de muebles de ocasión y de moho, con linóleo de oferta y cagadas de ratón. La chica dirige a Luke hacia la última cabaña del sendero de grava del Dunratty; las ventanas se ven oscuras, parece desocupada. Extiende una mano hacia Luke.
– Dame una de tus tarjetas de crédito, voy a ver si puedo abrir la puerta.
Una vez dentro, descorren los estores y Lanny enciende una luz. Todo lo que tocan está frío. Las pertenencias personales de la chica están esparcidas, en desorden, como si los ocupantes de la cabaña se hubieran visto obligados a huir en plena noche. Hay dos camas, pero solo una está deshecha; las sábanas arrugadas y las almohadas deformadas parecen perversas e incriminatorias. Hay un ordenador portátil con una cámara conectada por un cable sobre una mesa destartalada que en otro tiempo formó parte de una pequeña cocina. Botellas de vino abiertas reposan en la mesa auxiliar, dos vasos manchados de huellas dactilares y marcas de labios.
En el suelo, hay dos bolsas de viaje abiertas. Lanny se agacha junto a una y empieza a meter cosas sueltas, incluyendo el ordenador y la cámara.
Luke hace sonar sus llaves, nervioso e impaciente.
La chica cierra la cremallera de la bolsa, se pone en pie y se dirige a la segunda bolsa de viaje. Saca una prenda masculina y se la acerca a la nariz, aspirando con fuerza.
– Vale, ya me puedo ir.
Mientras regresan por el sendero de grava, pasando por la oficina (que seguramente está cerrada a esas horas de la mañana; Dunratty hijo todavía duerme arriba), Luke cree ver que los estores rojos de algodón se mueven, como si alguien estuviera observándolos. Se imagina a Dunratty en albornoz, con una taza de café en la mano, oyendo el sonido de los neumáticos sobre la grava y asomándose a ver quién pasa. ¿Reconocerá la camioneta?, se pregunta Luke. «Olvídalo, no es nada, solo un gato pasando por la ventana», se dice. No tiene sentido buscarse problemas.
Luke se pone un poco nervioso cuando la chica se cambia de ropa mientras él conduce, hasta que recuerda que ya la ha visto desnuda. Ella se pone unos vaqueros y un jersey de cachemir más caro que cualquier cosa que su mujer haya llevado en toda su vida. Tira el pijama al suelo de la camioneta.
– ¿Tienes pasaporte? -le pregunta ella a Luke.
– Sí, en casa.
– Vamos a cogerlo.
– ¿Qué? ¿Es que nos vamos a París, así como así?
– ¿Por qué no? Yo compro los billetes, lo pago todo. El dinero no es problema.
– Creo que debería llevarte a Canadá ahora mismo, antes de que la policía informe de tu desaparición y te busque. Estamos a quince minutos de la frontera.
– ¿Vas a necesitar tu pasaporte para cruzar la frontera? Han cambiado las normas, ¿no? -pregunta la chica, con un tono de pánico en la voz.
Luke agarra con más fuerza el volante.
– No lo sé. Hace mucho que no cruzo la frontera… Bueno, vale, vamos a mi casa. Pero solo un minuto.
La granja se alza en medio de un campo yermo, como un niño demasiado tonto para resguardarse del frío. La camioneta avanza como puede sorteando el barro removido, que se ha congelado y forma picos como el escarchado de un pastel.
Entran por la puerta trasera en una cocina triste y desordenada que no ha cambiado lo más mínimo en cincuenta años. Luke enciende la luz del techo, pero comprueba que la iluminación de la estancia no ha mejorado. En la mesa hay tazas de café usadas y bajo los pies crujen las migas. El desorden hace que se sienta avergonzado de una manera exagerada.
– Esta era la casa de mis padres. Estoy viviendo en ella desde que murieron -explica-. No me gustaba la idea de que la granja cayera en manos de un extraño, pero no puedo ocuparme de ella como lo hacían ellos. Vendí los animales hace unos meses. Hay una persona interesada en arrendar los campos y sembrarlos en primavera. Es una pena que no se aprovechen para cultivar.
Lanny deambula por la estancia, pasado un dedo por la rayada encimera de formica, por el respaldo de una silla de cocina con asiento de vinilo. Se detiene ante un dibujo fijado con un imán al frigorífico, hecho por una de las hijas de Luke cuando estaba en preescolar. Una princesa sobre un poni. El poni es apenas el esbozo de un animal parecido a un caballo, pero la princesa está muy trabajada, con una gran mata de pelo rubio y ojos azules, y lleva un vestido rosa para montar. Excepto por el vestido largo, podría ser Lanny.
– ¿Quién dibujó esto? ¿Tienes niños en casa?
– Ya no.
– ¿Están con tu mujer? -trata de adivinar ella-. ¿Nadie cuida de la casa por ti?
Él se encoge de hombros.
– No tienes ninguna razón para quedarte -dice Lanny, exponiendo las cosas como son.
– Todavía tengo obligaciones -replica él, porque está acostumbrado a pensar así en su vida. No podrá vender la granja con la crisis económica. Tiene sus pacientes, casi todos ancianos porque sus hijos y nietos se van marchando del pueblo. Su apretada agenda lo es menos cada mes.
Luke sube la escalera, se dirige a su alcoba y encuentra el pasaporte en el cajón de una mesita de noche. Se trasladó a la vieja habitación de sus padres cuando su mujer le dejó. La habitación de su infancia había sido también su alcoba conyugal y ya no quiere saber nada de eso.
Abre el pasaporte. Nunca lo ha utilizado. Jamás ha tenido tiempo para viajar desde que era médico residente, y aun entonces solo se movió por Estados Unidos. No ha visitado ninguno de los lugares lejanos con los que soñaba cuando era adolescente y pasaba largas horas en el tractor, sus horas de soñar despierto. Su pasaporte sin un solo sello le hace sentirse un poco avergonzado en presencia de alguien que ha estado en tantos sitios exóticos. Se suponía que su vida tomaría un rumbo diferente.