Encuentra a Lanny en el comedor, examinando las fotos familiares colocadas en una estantería baja. Su madre había tenido esas fotos desde que Luke podía recordar, y a él le ha faltado coraje para quitarlas, pero su madre era la única que sabía quiénes eran aquellas personas y qué parentesco tenían con él. Viejas fotografías en blanco y negro, con escandinavos muy serios y muertos hace mucho tiempo devolviéndote la mirada, desconocidos entre sí. Hay una foto en color en un grueso marco de madera, una foto de una mujer con sus dos hijas, intercalada entre los parientes, como si aquel fuera su sitio.
Luke apaga las luces y pone el termostato de la calefacción muy bajo, solo lo suficiente para evitar que las tuberías se congelen. Comprueba las cerraduras de las puertas, aunque no sabe por qué está siendo tan cuidadoso. Se propone volver en cuanto deje a la chica al otro lado de la frontera, pero al tocar con la mano el interruptor de la luz se le forma un nudo en la garganta. Se siente como si estuviera diciendo adiós -cosa que espera hacer algún día, que ha planeado e imaginado en sus momentos más sensatos, y que se propone emprender tal vez en primavera, cuando pueda pensar con más claridad-, pero en ese momento solo está ayudando a una chica en apuros, una joven que no tiene a quién recurrir. Lo que es ese día, piensa volver enseguida.
– ¿Lista? -pregunta Luke, haciendo sonar las llaves una vez más.
Lanny no responde y se acerca a la estantería; saca un libro pequeño, poco más grande que su mano. La sobrecubierta ha desaparecido hace tiempo, y las tapas duras están gastadas en las esquinas, de modo que el cartón despunta como un capullo entre la raída tela amarilla. Luke tarda un minuto en reconocer el libro: fue uno de sus favoritos cuando era niño; su madre debió de guardarlo todos esos años. La pagoda de jade, un clásico infantil, como Kipling pero sin ser Kipling, la historia de una expatriada británica ambientada en lugares lejanos, una historia con un príncipe chino y una princesa europea, o al menos una chica caucasiana, con ilustraciones a plumilla hechas por el propio autor. Lanny hojea las páginas.
– ¿Conoces el libro? -pregunta él-. A mí me encantaba. Bueno, ya ves lo usado que está. La encuadernación está en las últimas. No creo que lo sigan editando.
Ella lo extiende hacia él, abierto, señalando una de las ilustraciones. Y que le maten si no es ella. Lleva un vestido de la época eduardiana y el pelo recogido como una de las icónicas imágenes de mujeres del ilustrador Charles Dana Gibson, pero esa es su cara en forma de corazón y sus ojos atolondrados y un poco altivos.
– Conocí a Oliver, el autor, cuando los dos vivíamos en Hong Kong. Entonces era solo un funcionario británico con fama de bebedor, que pedía a las mujeres de los oficiales que posaran para su pequeño proyecto, como él lo llamaba. Yo fui la única que accedió. Todas pensaban que era escandaloso y que era una argucia suya, un pretexto para estar a solas en su casa con una de nosotras.
Luke siente que se le cierra el diafragma y que el corazón le late desbocado. La muchacha de la ilustración está delante de él en carne y hueso; le resulta extraño, casi mágico, que la chica del cuento de pronto se materialice ante sus ojos. Durante un momento, teme que vaya a desmayarse.
Al cabo de un instante, ella está a su lado, apresurándose hacia la puerta.
– Ya estoy lista. Vámonos.
11
Saint Andrew, 1816
Había conseguido lo único que deseaba mi corazón -que Jonathan me mirara como mujer y amante-, pero nada más. Vivía en un estado de incertidumbre porque no había podido comunicarme con él desde aquella emocionante y angustiosa tarde.
El invierno se había interpuesto entre nosotros.
El invierno no se podía ignorar en nuestra zona de Maine. Soportábamos una ventisca tras otra, y en uno o dos días la nieve se amontonaba hasta la altura de la cintura, impidiendo cualquier posibilidad de salir. Toda nuestra atención y nuestra energía se concentraban en mantenernos abrigados y alimentados, además de cuidar de los animales. Todas las tareas cotidianas al aire libre exigían chapotear por la nieve, lo cual resultaba agotador. En cuanto se despejaba un sendero hacia el establo y los pastos, se abría un agujero en la superficie helada del arroyo para que lo usaran los animales y la familia, el ganado se acostumbraba a rodear los montones de nieve en el campo y parecía que la vida podía volver a la normalidad (o al menos, a la rutina), acto seguido caía otra tormenta sobre el valle.
Yo me sentaba junto a la ventana y miraba el camino de carros, con más de medio metro de nieve impoluta. Rezaba fervientemente para que la nieve se asentara y quedara lo bastante compacta para que pudiéramos caminar por encima de ella, para así poder ir a los oficios religiosos de los domingos, que era mi única oportunidad de ver a Jonathan. Lo necesitaba para ahuyentar mis temores, para que me dijera que no había copulado conmigo solo porque no podía hacerlo con Sophia, sino porque me deseaba. Quizá porque me amaba.
Por fin, después de varias semanas de confinamiento en casa, la nieve se compactó a una altura pasable, y nuestro padre dijo que el domingo iríamos al pueblo. En cualquier otra época del año, esa noticia se habría acogido con mera resignación, si no con indiferencia, pero aquella vez se habría podido pensar que mi padre nos había dicho que íbamos a asistir a un baile. Maeve, Glynnis y yo pasamos unos días en ascuas, decidiendo qué nos íbamos a poner, cómo quitaríamos una mancha de nuestra mejor blusa y cuál de nosotras les arreglaría el pelo a las otras. Incluso Nevin parecía ansioso por que llegara el domingo para escapar de nuestra pequeña cabaña.
Mi padre y yo dejamos a mis hermanas, hermano y madre en la iglesia católica, y después seguimos hasta la iglesia congregacionista. Mi padre sabía por qué iba yo con él, así que debía de intuir por qué estaba más ansiosa que de costumbre al acercarnos allí. Y después del sermón, como la nieve estaba demasiado alta para hacer vida social en el prado comunal, la congregación siguió bajo techo, llenando los pasillos, las galerías y las escaleras. El ambiente estaba cargado de la animada charla de gente que llevaba demasiado tiempo confinada con sus familias y estaba ansiosa de hablar con alguien diferente.
Me escabullí entre la multitud buscando a Jonathan. Mis oídos captaban fragmentos de las conversaciones de mis vecinos -qué terrible había sido, qué aburrido, qué hartos estaban todos de guisantes secos con melaza y cerdo salado- que rebotaban en mí como copos de nevisca. A través de una estrecha ventana vi el cementerio y la tumba de Sophia. La tierra recién removida se había asentado y hundido, y la nieve de encima de la tumba estaba algunos centímetros más baja que el resto, rompiendo la monotonía del paisaje.
Por fin vi a Jonathan, que también se movía entre la multitud como si estuviera buscándome. Nos encontramos al pie de la escalera que llevaba a la galería, apretados hombro con hombro con nuestros vecinos, sabiendo que no podíamos hablar libremente. Alguien nos oiría.
– Qué encantadora estás hoy, Lanny -dijo Jonathan educadamente. Un comentario inofensivo, pensaría quien lo oyera por casualidad, pero el Jonathan de mi infancia nunca había hecho ningún comentario sobre mi aspecto, como tampoco hablaría del aspecto de otro chico.
No pude devolver el cumplido; solo conseguí ruborizarme.
Él se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
– Las tres últimas semanas han sido insoportables. Sal a tu granero esta tarde, una hora antes de ponerse el sol, y me las arreglaré para reunirme allí contigo.