Por supuesto, dadas las circunstancias, no podía hacerle preguntas ni buscar confirmaciones para mi inseguro corazón. Y para ser sincera, no creo que nada que él pudiera decir me hubiera impedido acudir a su encuentro. Ardía en deseos de estar con él.
Aquella tarde, mis temores se desvanecieron. Durante una hora sentí que era el centro de su mundo, todo lo que yo podía desear. Puso todo su ser en cada caricia, desde la manera en que desató torpemente las cintas y los lazos que sujetaban mis ropas hasta el tacto de sus dedos en mi pelo y sus besos en mis hombros desnudos y sensibles. Después nos acurrucamos juntos mientras regresábamos a nuestros cuerpos, y fue una gloria estar rodeada por sus brazos, sentirle muy apretado contra mí, como si también él quisiera que nada se interpusiera entre nosotros. No hay felicidad que pueda compararse con la dicha de conseguir algo por lo que has suplicado y rezado. Yo estaba exactamente donde había querido estar, pero a pesar de ello era consciente de cada segundo que pasaba y de que mi familia podía estar preguntándose por mí.
De mala gana, le aparté los brazos de mi cintura.
– No puedo quedarme. Tengo que volver… aunque a veces desearía que hubiera otro sitio para mí… un sitio adonde pudiera ir y que no fuera mi casa.
Solo había querido decir que deseaba no tener que abandonar el dulce refugio de su compañía, pero se me escapó aquella verdad, una verdad que había mantenido cautiva en mi interior. La sentía como algo vergonzoso, un miedo secreto que no podía admitir, pero las palabras habían sido pronunciadas y ya no se podían negar. Jonathan me miró con curiosidad.
– ¿Y eso por qué, Lanny?
– Bueno, a veces me parece… que mi sitio no está con mi familia.
Me sentí como una tonta por tener que explicarle aquello a Jonathan, quien posiblemente era la única persona del pueblo que nunca había dejado de ser amada ni había sentido que no merecía la felicidad.
– Nevin es el único hijo varón, así que es valiosísimo para mis padres. Y algún día heredará la granja. Y mis hermanas… bueno, son tan guapas que todo el pueblo las admira por su belleza. Tienen buenas posibilidades. Pero yo…
No podía contarle a nadie, ni siquiera a Jonathan, la verdadera razón de mi miedo secreto: que mi felicidad no le importara a nadie, que yo no le importara a nadie, ni siquiera a mi padre y a mi madre.
Me atrajo junto a él en el heno y me rodeó con los brazos, sujetándome mientras yo intentaba zafarme, no de él sino de mi vergüenza.
– No soporto oírte decir esas cosas, Lanny… Mira, yo he elegido estar contigo, ¿no? Eres la única persona con la que me siento a gusto, la única a la que revelo lo que soy. Me pasaría toda la vida en tu compañía, si pudiera. Mi padre, mi madre, los leñadores, el capataz… los cambiaría a todos, a todos ellos, por estar contigo, solo nosotros dos, juntos para siempre.
Me creí sus bellas palabras, por supuesto; se abrieron paso a través de mi vergüenza y se me subieron a la cabeza, como un trago de whisky fuerte. No malinterpretes lo que digo: en aquel momento, él creía que me amaba con todo su corazón y yo estaba segura de su sinceridad. Pero ahora, con la sabiduría que tanto me costó adquirir, comprendo lo insensatos que éramos al decirnos cosas tan peligrosas el uno al otro. Éramos arrogantes e ingenuos al pensar que sabíamos que lo que sentíamos era amor. El amor puede ser una emoción de poco valor, que se da a la ligera, aunque a mí no me lo parecía entonces. Pero al evocarlo, sé que solo estábamos llenando los vacíos en nuestras almas, igual que la marea cubre con arena todas las oquedades en una playa de guijarros. Los dos -o tal vez solo yo- cubríamos nuestras necesidades con lo que decíamos que era amor. Pero con el tiempo la marea se lleva lo que ha traído.
Era imposible que Jonathan me diera lo que había asegurado que deseaba. No podía renunciar a su familia ni a sus responsabilidades. No hacía falta que me dijera que sus padres jamás le permitirían elegirme como esposa. Pero aquella tarde, en aquel frío granero, fui dueña del amor de Jonathan y, habiéndolo tenido, me aferré a él con más fuerza. Me había declarado su amor, y yo estaba segura del mío por él, lo que demostraba que estábamos hechos para permanecer juntos y que, entre todas las almas del universo de Dios, estábamos atados uno a otro. Unidos por el amor.
Durante los dos meses siguientes solo nos encontramos de aquel modo dos veces más, un número lamentable para unos amantes. En cada ocasión, hablamos muy poco (excepto para que él me dijera cuánto me echaba de menos) y nos apresurábamos a hacer el amor, con la premura que nos imprimía el miedo a ser descubiertos y también el frío. Nos desnudábamos tanto como nos atrevíamos, y utilizábamos las bocas y las manos para acariciarnos y besarnos. Copulábamos como si siempre fuera la última vez para los dos. Es posible que intuyéramos un futuro infeliz que acechaba a nuestro alrededor, contando los segundos que faltaban para que nos envolviera en un abrazo terrible. Las dos veces nos despedimos también con prisas, con su olor impregnando mi ropa, la humedad entre las piernas y un ardor en las mejillas que yo esperaba que mi familia atribuyera al frío cortante.
Pero cada vez que nos separábamos, las dudas empezaban a roerme por dentro. Tenía el amor de Jonathan -por el momento-, pero ¿qué significaba eso? Conocía a Jonathan mucho mejor que nadie. ¿Acaso no había amado también a Sophia, y sin embargo yo le había hecho olvidarla, o eso parecía? Podía engañarme a mí misma, diciéndome que él me sería fiel y leal, cerrar los ojos, como hacen muchas mujeres, y confiar en que aquello pasara con el tiempo. Mi ceguera se veía agravada por la terca convicción de que un lazo de amor era voluntad de Dios y que, por muy inconveniente, improbable o doloroso que fuera, los hombres no podían cambiarlo. Debía tener fe en que mi amor triunfaría sobre cualquier carencia del cariño de Jonathan por mí. El amor, al fin y al cabo, es fe, y toda fe se ve sometida a prueba.
Ahora sé que solo un loco busca seguridades en el amor. El amor nos exige tanto que, a cambio, intentamos obtener una garantía de que durará. Exigimos permanencia, pero ¿quién puede prometer esas cosas? Debería haberme dado por satisfecha con el amor -de compañeros, perdurable- que Jonathan había sentido por mí desde la infancia. Aquel cariño era eterno. Yo pretendía que sus sentimientos por mí fueran lo que no eran, y al intentarlo eché a perder aquello tan bello y permanente que ya tenía.
A veces las peores noticias llegan en forma de una ausencia. Un amigo que no te visita cuando solía hacerlo y que, a consecuencia de ello, rápidamente, deja de serlo. Una carta esperada que no llega, seguida por la noticia de una muerte prematura. Y en mi caso, aquel invierno, fue que dejé de recibir mis flores mensuales. Primero un mes. Después, el segundo.
Recé por que pudiera existir otra causa. Maldije al espíritu de Sophia, convencida de que se estaba vengando de mí. Pero una vez invocado, el espíritu de Sophia no iba a ser fácil de contener.
Sophia empezó a visitarme en sueños. En algunos, su cara aparecía simplemente entre una multitud, discordante y acusadora, y después desaparecía. En un sueño recurrente, yo estaba con Jonathan y él me dejaba bruscamente, alejándose de mí como si obedeciera una orden silenciosa, desoyendo mis ruegos de que se quedara. Después reaparecía con Sophia, los dos cogidos de la mano en la distancia, sin que Jonathan pensara para nada en mí. Siempre me despertaba de aquellos sueños sintiéndome herida y abandonada.
El peor sueño hacía que me despertara como un caballo encabritado y tenía que sofocar mis gritos para no despertar a mis hermanas. Los otros sueños podrían ser trucos que maquinaba mi mente culpable, pero aquel sueño no podía ser más que un mensaje de la misma muerta. En él, yo caminaba por un pueblo desierto, con el viento ululando a mi espalda mientras yo recorría el principal camino de carros. No se ve ni una sola persona, ni se oye una voz o señal de vida, ni ruido de cortar leña ni golpes en el yunque del herrero. Enseguida estoy en el bosque, blanco de nieve, siguiendo el medio congelado Allagash. Me detengo en una garganta en el río y veo a Sophia de pie en la orilla opuesta. Es la Sophia que se suicidó, azul, con el pelo congelado en mechones, la ropa empapada y colgándole pesadamente. Es la amante olvidada que se pudre en la tumba, a cuya costa he obtenido mi felicidad. Sus ojos muertos se posan en mí y después señala el agua. No se pronuncian palabras, pero yo sé lo que me está diciendo: «Salta al río y pon fin a tu vida y a la vida de tu hijo».