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No me atrevía a hablar con nadie de mi familia acerca de mi padecimiento, ni siquiera a mis hermanas, con las que tenía bastante confianza. Mi madre comentó una o dos veces que yo parecía mohína y preocupada, aunque añadió en broma que, a juzgar por mi conducta, debía de estar sufriendo mucho por la maldición mensual. Ojalá hubiera hablado con ella de mi situación, pero, ay, mi lealtad era para Jonathan; no podía revelarles nuestra relación a mis padres sin consultarle antes.

Esperaba encontrarme con Jonathan en el oficio del domingo, pero la naturaleza intervino de nuevo. Pasaron varias semanas hasta que los caminos al pueblo volvieron a ser transitables. Para entonces, yo sentía la presión del tiempo: si me veía obligada a esperar mucho más, no me sería posible guardar el secreto. Rezaba durante todos mis momentos de vigilia para que Dios me diera la oportunidad de hablar pronto con Jonathan.

El Señor debió de oír mis plegarias, porque al fin el sol de invierno salió en todo su esplendor durante varios días seguidos, fundiendo una buena parte de la última nevada. Aquel domingo pudimos por fin enganchar el caballo, envolvernos bien en capas, bufandas, guantes y mantas, y apretujarnos en la parte trasera del carro para bajar al pueblo.

En la sala de cultos me sentía observada. Dios sabía de mi situación, por supuesto, pero me parecía que todo el pueblo lo sabía también. Temía que mi abdomen hubiera comenzado a hincharse y que todos los ojos se fijaran en el repugnante bulto bajo mi falda, aunque seguramente era muy pronto para eso y, en todo caso, era dudoso que alguien pudiera ver algo extraño con tantas capas de ropa de invierno. Me coloqué pegada a mi padre y me oculté detrás de un poste durante todo el oficio, deseando ser invisible, esperando la oportunidad de hablar con Jonathan en privado más adelante.

En cuanto el pastor Gilbert nos despidió, corrí escalera abajo sin aguardar a mi padre. Me situé en el último escalón, esperando a Jonathan. Él apareció enseguida y se abrió camino hacia mí entre la multitud. Sin una palabra, le agarré con fuerza la mano y lo arrastré detrás de la escalera, donde tendríamos más intimidad.

Aquel acto atrevido le puso nervioso, y miró por encima del hombro para ver si alguien había notado que nos escabullíamos sin acompañante.

– Dios mío, Lanny, si piensas que voy a besarte ahora…

– Escúchame. Estoy embarazada -solté.

Dejó caer mi mano, y la expresión de su hermoso rostro fue mudando: del sobresalto a un sofoco de sorpresa, y luego a una lenta comprensión que lo hizo palidecer. Aunque no había esperado que Jonathan se alegrara de la noticia, su silencio me asustó.

– Jonathan, dime algo. No sé qué hacer. -Le tiré del brazo.

El me lanzó una mirada de soslayo y después carraspeó.

– Querida Lanny, no tengo ni idea de qué decir.

– No es eso lo que una chica quiere oír en una ocasión como esta. -Los ojos se me llenaron de lágrimas-. Dime que no estoy sola, dime que no me abandonarás. Dime que me ayudarás a decidir qué hacer.

Siguió mirándome de muy mala gana, pero dijo fríamente:

– No estás sola.

– No puedes imaginarte lo asustada que he estado, encerrada en casa con mi secreto, sin poder hablar de ello con nadie. Sabía que primero tenía que decírtelo a ti, Jonathan, te lo debía.

«Habla, habla -le incité mentalmente-. Dime que confesarás a mis padres tu parte en mi deshonra y que te portarás como es debido conmigo. Dime que todavía me amas. Que te casarás conmigo.» Contuve el aliento mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas, al borde del desmayo de tanto como deseaba oírle decir aquellas palabras.

Pero Jonathan ya no pudo seguir mirándome. Bajó la vista al suelo.

– Lanny, hay algo que debo confesarte, pero créeme cuando te digo que preferiría morir a tener que darte esta noticia precisamente ahora.

Me sentí mareada y un estremecimiento de miedo me recorrió de arriba abajo como si fuera sudor.

– ¿Qué puede ser más importante que lo que te acabo de decir?

– Me he prometido. Se ha decidido esta semana. Mi padre está en el salón ahora mismo, anunciando la noticia, pero yo tenía que encontrarte y decírtelo en persona. No quería que te enteraras por algún otro… -Sus palabras quedaron en suspenso al darse cuenta de lo poco que significaba para mí su consideración en aquel momento.

Cuando estábamos creciendo, a veces bromeábamos acerca del hecho de que Jonathan no estuviera comprometido. Aquel asunto de los compromisos era complicado en un pueblo tan pequeño como Saint Andrew. Los mejores candidatos a novias y maridos quedaban seleccionados pronto, se arreglaban matrimonios hasta para niños de seis años, de modo que si tu familia no había actuado con presteza, podía no quedar ningún buen candidato. Se podría pensar que un muchacho con los medios y la posición social de Jonathan sería un candidato atractivo para todas las familias con hijas del pueblo. Y así era, pero nunca se había establecido un compromiso, y tampoco para sus hermanas. Jonathan decía que era debido a las aspiraciones sociales de su madre, que no pensaba que ninguna familia del pueblo tuviera categoría suficiente para sus hijos. Tendrían mejores posibilidades entre los socios comerciales de su padre o a través de sus propios contactos familiares en Boston. A lo largo de los años habían circulado rumores, algunos con más apariencia de solidez que otros, pero todos parecieron quedar en nada, y Jonathan se iba acercando a su vigésimo cumpleaños sin novia a la vista.

Sentí como si me hubieran abierto el vientre con un cuchillo de carnicero.

– ¿Con quién?

Él negó con la cabeza.

– No es momento para hablar de esas cosas. Deberíamos ocuparnos de tu situación.

– ¿Quién es? ¡Exijo saberlo! -grité.

Había vacilación en sus ojos.

– Es una de las chicas McDougal, Evangeline.

Aunque mis hermanas eran amigas de las chicas McDougal, tuve que esforzarme para recordar cuál de ellas era Evangeline, porque no eran pocas. Los McDougal tenían en total siete hijas, todas muy guapas a la robusta manera escocesa, altas y recias, con pelo rojo en gruesos rizos, y la piel tan pecosa como una trucha cobriza en verano. Pude imaginarme también a la señora McDougal, práctica y simpática, con su mirada de astucia, tal vez más capaz que su marido, que se ganaba pasablemente la vida como granjero, pero todo el inundo sabía que era la señora McDougal la que había logrado que la granja diera buenos beneficios y ellos hubieran ascendido en la jerarquía social del pueblo. Intenté visualizar a Jonathan con una mujer como la señora McDougal a su lado, y aquello hizo que deseara caer desvanecida a sus pies.

– ¿Y tú te propones seguir adelante con el compromiso? -pregunté.

– Lanny, no sé qué decir… No sé qué puedo… -Me cogió la mano y trató de meterme más en el polvoriento rincón-. El contrato con los McDougal está firmado, se han hecho las proclamaciones. No sé qué dirán mis padres de nuestra… situación.

Podría haber discutido con él, pero sabía que sería inútil. El matrimonio era una cuestión de negocios, pensada para aumentar la prosperidad de las dos familias. Una oportunidad como la de emparentar con una familia como los Saint Andrew no se podía desperdiciar, y menos por algo tan vulgar como un embarazo extramatrimonial.