– Me duele decirlo, pero habría objeciones a nuestro matrimonio -dijo Jonathan con la mayor amabilidad posible.
Negué con la cabeza, cansada. No tenía que decírmelo. Puede que mi padre fuera respetado por sus vecinos por su sereno buen juicio, pero los McIlvrae no temamos mucho que nos hiciera deseables como posibles cónyuges, ya que éramos pobres y la mitad de la familia era católica practicante.
Después de una pausa, pregunté bruscamente:
– Y Evangeline… ¿es la que va detrás de Maureen?
– Es la más pequeña -respondió Jonathan. Y después, tras una vacilación, añadió-: Tiene catorce años.
La más pequeña… Solo pude visualizar a la mocosa que traían sus hermanas cuando venían de visita a nuestra casa, a trabajar con Maeve y Glynnis en patrones de punto de cruz. Era una niña blanca y rosada, una muñequita con ricitos dorados como de seda y una lamentable tendencia a llorar.
– O sea, que el compromiso ya está acordado, pero la fecha de la boda, si tiene catorce años, debe de estar muy lejana…
Jonathan negó con la cabeza.
– El viejo Charles quiere que nos casemos el próximo otoño, si es posible. A finales de año, como máximo.
Di voz a la evidencia:
– Está desesperado por que des continuidad al apellido.
Jonathan me pasó el brazo por los hombros, apretándome, y yo deseé fundirme para siempre en aquella repentina fuerza y calor.
– Dime, Lanny. ¿Qué querrías tú que hiciéramos? Dímelo y haré lo posible por cumplirlo. ¿Quieres que se lo cuente a mis padres y les pida que me libren del contrato matrimonial?
Una tristeza fría me recorrió. Me decía lo que yo quería oír, pero se notaba que temía mi respuesta. Aunque no tenía ningún deseo de casarse con Evangeline, ahora que lo inevitable estaba acordado, él se había hecho a la idea de seguir adelante con el asunto. No quería que yo aceptara su oferta. Y de todos modos, lo más probable era que no sirviera para nada. Yo era inaceptable. Puede que su padre quisiera un heredero, pero Ruth insistiría en un heredero concebido dentro del matrimonio, un niño nacido sin escándalo. Los padres de Jonathan se empeñarían en seguir adelante con la boda con Evangeline McDougal, y en cuanto se corriera la noticia de mi embarazo, yo estaría perdida.
Había otra solución. ¿No se lo había dicho yo misma a Sophia, hacía pocos meses?
Apreté la mano de Jonathan.
– Podría ir a la comadrona.
Una expresión de gratitud iluminó momentáneamente su cara.
– Si es eso lo que quieres…
– Lo haré. Me las arreglaré para visitarla lo antes posible.
– Puedo ayudar con los gastos -dijo él.
Hurgó en su bolsillo y me puso una moneda grande en la mano. Por un momento me sentí desfallecer y tuve que resistir el impulso de abofetearlo, pero sabía que era solo por rabia. Después de mirar un instante la moneda, la deslicé dentro de mi guante.
– Lo siento -susurró él, besándome en la frente.
Estaban llamando a Jonathan, su nombre resonaba desde la cavernosa sala de cultos. Se escabulló para responder a la llamada antes de que nos descubrieran juntos, y yo fui discretamente escalera arriba, hasta el piso más alto, para ver lo que estaba ocurriendo.
La familia de Jonathan se encontraba en el pasillo de su reservado, el más próximo al púlpito, un lugar de honor. Charles Saint Andrew estaba subido a los escalones, haciendo el anuncio con los brazos alzados, pero tenía peor aspecto que de costumbre. Se le veía así desde el otoño. Se decía que era agotamiento o demasiado vino (en todo caso, sería una combinación de demasiado vino y demasiado tontear con las sirvientas). Pero había sido como si un día se hubiera hecho viejo de repente, más canoso y con la piel más floja. Se cansaba con facilidad y se quedaba dormido en la congregación en cuanto el pastor Gilbert abría la Biblia. Pronto dejaría de molestarse en acudir a las reuniones municipales y enviaría a Jonathan en su lugar. Ninguno de nosotros sospechaba entonces que pudiera estar muriéndose. Al fin y al cabo, había forjado el pueblo con sus propias manos, era indestructible, el valeroso hombre de la frontera, el negociante perspicaz. Pensándolo bien, probablemente por eso estaba presionando a Jonathan para que se casara y empezara a darle herederos: Charles Saint Andrew sentía que se le estaba acabando el tiempo.
Los McDougal corrieron por el pasillo para unirse a Charles en el anuncio oficial. El señor y la señora McDougal, como una pareja de patos nerviosos seguidos por sus patitos en fila, más o menos en orden descendente de edad. Siete chicas, unas bien arregladas y compuestas, otras agarrándose la ropa desabrochada, con un dobladillo o un encaje asomando entre sus prendas.
Y la última de todas, la pequeña de la familia, Evangeline. Se me formó un nudo en la garganta al verla, de tan guapa como era. No era una robusta granjera; Evangeline estaba empezando a cruzar el umbral de niña a mujer y era elegante, esbelta, con poco abultamiento en pechos y caderas, y labios de querubín. Todavía tenía el pelo dorado, y le caía por la espalda en largos rizos. Era evidente por qué Ruth había elegido a Evangeline: era un ángel enviado a la tierra, una figura celestial digna de las atenciones de su hijo mayor.
Podría haberme echado a llorar, allí en la iglesia. Pero me mordí el labio y miré cómo pasaba junto a Jonathan, haciéndole un ligerísimo gesto con la cabeza, dirigiéndole una mirada furtiva bajo su bonete de ala ancha. Y él, pálido, respondió al gesto. Toda la congregación siguió este insignificante intercambio y comprendió lo que había ocurrido entre los dos jóvenes en un abrir y cerrar de ojos.
– Ya era hora de que encontraran una esposa para él -dijo alguien detrás de mí-. A ver si ahora deja de perseguir a todas las chicas como un perro en celo.
– A mí me parece un escándalo. Es solo una niña.
– Cállate, solo se llevan seis años, y muchos buenos maridos llevan más años a sus mujeres.
– Sí, dentro de unos años no tendrá importancia, cuando la chica tenga dieciocho o veinte. Pero ¡catorce…! Piensa en nuestra hija, Sarabeth. ¿Querrías verla casada con el chico Saint Andrew?
– ¡Cielo santo, no!
Abajo, las demás chicas McDougal formaron una cadena suelta alrededor de Jonathan y de sus padres, mientras Evangeline se quedaba tímidamente un paso detrás de su padre. «Ahora no es momento de ser tímida -pensé entonces, esforzándome como si pudiera oír lo que se decía-. Tú eres la que se va a casar con él. Este hombre tan atractivo va a ser tu marido, el que te llevará a su cama todas las noches. Es un hombre difícil para entregarle el corazón, y debes demostrar que estás a la altura de las circunstancias, ve a ponerte a su lado.» Al final, tras mucha insistencia de sus padres, salió desmañadamente de detrás de su padre, como un potrillo recién nacido probando sus patas. Hasta que estuvieron uno junto a otro, no me di cuenta: todavía era una niña. Él parecía un gigante a su lado. Me los imaginé tumbados juntos en la cama, y parecía que él podía aplastarla. Era pequeña y temblaba como una hoja a la menor atención de él.
Jonathan le cogió la mano y se acercó más a ella. Había algo galante en su gesto, casi protector. Pero a continuación, Jonathan se inclinó y la besó. No fue su beso habitual, el que yo me sabía de memoria, el beso tan poderoso que lo sentías hasta en los dedos de los pies. Pero al besarla delante de sus familias y de la congregación, había indicado que aceptaba el contrato de matrimonio. Y delante de mí.
Entonces comprendí el mensaje que me enviaba Sophia en el sueño. No me estaba exhortando a que me matara en compensación por lo que le había hecho a ella. Me estaba diciendo que tenía por delante una vida de desengaños si continuaba amando a Jonathan como lo hacía, como lo había hecho ella. Un amor tan intenso se puede volver dañino y acarrear mucha infelicidad. Pero entonces ¿cuál es el remedio? ¿Puedes liberar de deseo tu corazón? ¿Puedes dejar de amar a alguien? Es más fácil tirarse al río, parecía estar diciéndome Sophia; es más fácil dar el salto de la enamorada.