Todo aquello reverberaba en mi mente mientras miraba desde la galería, bañada en lágrimas, con los dedos clavados en la blanda madera de pino del poste en el que me apoyaba. Estaba muy por encima del suelo de la congregación, a bastante altura para dar el salto de la enamorada. Pero no lo hice. Ya entonces pensaba en el niño que llevaba dentro. Di media vuelta y corrí escalera abajo, huyendo de la dolorosa escena que tenía delante.
12
Regresé de la iglesia a casa en silencio, en el carro con mi padre. Él no me quitó la vista de encima. Yo iba envuelta en mi capa y mi bufanda, pero tiritaba y me castañeteaban los dientes, aunque el sol de invierno había salido y nos bañaba a los dos con su luz. Tampoco él dijo nada, sin duda atribuyendo mi mal aspecto y mi silencio a la noticia del compromiso de Jonathan. Nos detuvimos en la destartalada iglesia católica y encontramos a mi madre, a mis hermanas y a Nevin esperándonos en la nieve, con los labios azules y protestando por nuestra tardanza mientras subían al carro.
– Callaos ya, que tenemos buenas razones para el retraso -les dijo mi padre en un tono que significaba que no iba a tolerar tonterías-. Después del oficio, han anunciado el compromiso de Jonathan.
Por respeto hacia mí, no hubo risas ni alboroto entre ellos, solo miradas por parte de mis hermanas y un despectivo «Pobre chica, sea quien sea» de mi hermano.
Cuando llegamos a nuestra granja, Nevin desenganchó el caballo mientras mi padre iba a mirar las vacas y mis hermanas aprovechaban el día soleado para hacer lo mismo con las gallinas y las ovejas. Yo seguí sin ganas a mi madre a la casa. Ella se puso a trajinar en la cocina, preparándose para ocuparse de la cena, mientras yo me sentaba en una silla delante de la ventana, todavía con la capa puesta.
Mi madre no era tonta.
– ¿Te apetece una taza de té, Lanore? -me dijo desde el fogón.
– No tengo ganas -respondí, procurando ocultar el tono de tristeza de mi voz. De espaldas a mi madre, escuché el sonido de una olla pesada al colgarla del gancho sobre el fuego y el salpicar del agua vertida de un cubo de la bomba.
– Sé que estás dolida, Lanore. Pero sabías que este día llegaría -dijo mi madre al fin, firme pero amable-. Sabías que algún día Jonathan se casaría, como lo harás tú. Ya te dijimos que no era aconsejable mantener una amistad tan estrecha con un chico. Ahora entenderás a qué nos referíamos.
Dado que ella no podía verme, dejé que una lágrima corriera por mi cara. Estaba débil, como si hubiera sido pisoteada y golpeada por uno de los toros del campo. Necesitaba confiar en alguien. En aquel momento, sentada allí, supe que moriría si tenía que guardar más tiempo el secreto para mí sola. La cuestión era ¿en quién de mi familia podía confiar?
Mi madre siempre había sido cariñosa con sus hijos, defendiéndonos cuando mi padre se dejaba llevar por su recta sensibilidad y nos reñía con demasiada dureza. Era una mujer y había estado embarazada seis veces, con dos bebés enterrados en el cementerio; seguro que entendería cómo me sentía y me protegería.
– Madre, tengo algo que decirte, pero me da terror cómo podéis reaccionar tú y padre. Por favor, prométeme que me seguirás queriendo después de que hayas oído lo que tengo que contar -dije con la voz quebrada.
Oí que a mi madre se le escapaba un grito sofocado, seguido por el ruido de un cucharón cayendo al suelo, y supe que no era preciso que dijera más. A pesar de todos sus consejos, a pesar de todos sus argumentos y regañinas, lo que ella más temía se había hecho realidad.
Nevin tuvo que enganchar otra vez el caballo al carro e ir con mis hermanas a casa de los Dale, al otro lado del valle, para esperar allí hasta que nuestro padre los recogiera. Yo permanecí sola con mis padres en la casa que se iba quedando a oscuras, sentada en un taburete en medio de la habitación, mientras mi madre lloraba en silencio junto al fuego y mi padre daba zancadas a mi alrededor.
Nunca había visto a mi padre tan furioso. Tenía el rostro encarnado e hinchado, y las manos blancas de tanto cerrar los puños. Lo único que le había impedido pegarme, creo yo, eran las lágrimas que rodaban por mi cara.
– ¡¿Cómo has podido hacerlo?! -me chilló mi padre-. ¿Cómo has podido entregarte al hijo de Saint Andrew? ¿No eres mejor que una vulgar prostituta? ¿Qué se apoderó de ti?
– Él me quiere, padre.
Mis palabras fueron demasiada provocación para mi padre, que alzó la mano y me golpeó con fuerza en la cara. Hasta mi madre se quedó sin aliento de la sorpresa. El dolor irradiaba con fuerza desde la mejilla, pero fue la crudeza de su furia lo que me dejó aturdida.
– ¿Eso es lo que te dijo? ¿Y eres tan tonta que te lo crees, Lanore?
– Te equivocas. Me quiere de verdad.
Echó hacia atrás la mano para golpearme por segunda vez, pero se detuvo.
– ¿Crees que no les ha dicho lo mismo a todas las chicas que le escuchan, para conseguir que cedan a su deseo? Si tiene esos sentimientos por ti, ¿por qué se ha prometido con la chica McDougal?
– No lo sé -gemí, limpiándome las lágrimas de las mejillas.
– Kieran -dijo mi madre en tono cortante-. No seas cruel.
– Es una lección dura -le respondió mi padre, mirando por encima del hombro-. Compadezco a los McDougal, y es una vergüenza lo de la pequeña Evangeline, pero yo no tendría a un Saint Andrew como yerno.
– Jonathan no es malo -protesté.
– ¡Escucha lo que dices! ¡Estás defendiendo al hombre que te dejó embarazada y que no tiene la decencia de estar aquí a tu lado, dándole la noticia a tu familia! -bramó mi padre-. Porque supongo que ese bastardo está enterado de tu estado.
– Lo sabe.
– Y el capitán, ¿qué? ¿Crees que ha tenido el valor de decírselo a su padre?
– No lo sé.
– Lo dudo -dijo mi padre. Reanudó sus zancadas, haciendo sonar con fuerza sus tacones contra las tablas de pino del suelo-. Y así es mejor. No quiero tener nada que ver con esa familia. ¿Me oyes? Nada que ver. He tomado mi decisión, Lanore: te vamos a enviar lejos para que tengas el niño. Muy lejos… -Miraba fijamente hacia delante, sin echar ni un vistazo en mi dirección-. Te enviaremos a Boston dentro de unas semanas, cuando los caminos estén transitables, a un lugar donde podrás tener tu hijo. A un convento. -Miró a mi madre, que se miró las manos y asintió-. Las hermanas le encontrarán un hogar, una buena casa católica, para que tu madre se sienta mejor.
– ¿Me vais a quitar a mi hijo? -Empecé a levantarme del taburete, pero mi padre me volvió a sentar de un empujón.
– Pues claro. No puedes volver a Saint Andrew trayendo contigo tu vergüenza. No permitiré que nuestros vecinos sepan que eres otra de las conquistas del joven Saint Andrew.
Empecé a llorar de nuevo, con fuerza. El niño era lo único que yo tenía de Jonathan. ¿Cómo iba a renunciar a él?
Mi madre se acercó a mí y me cogió las manos.
– Tienes que pensar en tu familia, Lanore. Piensa en tus hermanas. Piensa en nuestra vergüenza, si se corriera la voz por el pueblo. ¿Quién iba a querer que sus hijos se casaran con tus hermanas después de esta deshonra?
– No sé por qué mis deslices tendrían que repercutir en mis hermanas -dije con aspereza, pero sabía la verdad. Nuestros piadosos vecinos harían sufrir a mis hermanas y a mis padres por mis pecados-. Entonces… ¿no vais a decirle al capitán lo que me pasa?
Mi padre dejó de dar zancadas y se volvió para encararse conmigo.
– No le daré a ese viejo malnacido la satisfacción de saber que mi hija no pudo resistirse a su hijo -dijo, negando con la cabeza-. Puedes pensar lo peor de mí, Lanore. Rezo por estar haciendo lo correcto contigo. Solo sé que tengo que intentar salvarte de la catástrofe.