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Los tramperos que encontrábamos eran casi todos franco-canadienses, y muchos eran poco sociables o casi no hablaban, ya que el oficio atraía a los que tenían alma de ermitaño o eran muy independientes. Algunos me parecieron medio locos, farfullando para sí mismos de una manera inquietante mientras limpiaban y engrasaban sus utensilios antes de ponerse a trabajar en las piezas que habían cazado. Dejaban los animales congelados cerca del fuego de campamento hasta que se descongelaban lo suficiente para ser manejables, y entonces los tramperos sacaban sus cuchillos de hoja estrecha y se ponían a despellejarlos. Ver a aquellos hombres desprender la piel y dejar al descubierto los cuerpos húmedos y rojos me incomodaba y me provocaba náuseas. No queriendo sentarme con ellos, me escabullía a las carretas con Titus y dejaba que los carreteros se pasaran la botella con los tramperos al calor del fuego de campamento.

Aunque mi exilio me hacía sentirme desgraciada, siempre había querido ver algo del mundo fuera de mi pueblo. Puede que Saint Andrew no fuera sofisticado, pero yo había supuesto que era civilizado en comparación con muchas otras partes del territorio, que estaban casi sin colonizar. Aparte de los tramperos, vimos a muy pocas personas en nuestro viaje a Camden. Los indios nativos de la zona se habían marchado años antes, aunque todavía quedaban unos pocos viviendo en los asentamientos blancos o trabajando con los tramperos. Se contaban historias de colonos que se habían vuelto como los nativos y habían abandonado sus poblados para vivir en campamentos a imitación de los indios, pero eran pocos y casi todos desistían durante el primer invierno.

El viaje a través de los grandes bosques del norte prometía ser oscuro y misterioso. El reverendo Gilbert nos solía advertir contra los malos espíritus que acechaban a los viajeros. Los leñadores aseguraban que habían visto trolls y trasgos… como era de esperar, ya que casi todos procedían de las tierras escandinavas, donde aquellas leyendas eran comunes. Los grandes bosques representaban lo salvaje, la parte de la tierra que se había resistido a la influencia humana. Entrar en ellos era arriesgarse a ser tragado, a retroceder hasta el estado salvaje que todavía existía dentro de todos nosotros. La mayoría de los habitantes de Saint Andrew aseguraban en público que no hacían mucho caso de esas habladurías, pero era muy raro que alguien se adentrara solo y de noche en el bosque.

A algunos de los carreteros les gustaba intentar asustarse unos a otros por la noche, contando historias alrededor del fuego, historias de fantasmas vistos en cementerios, y de demonios que habían encontrado en los bosques mientras recorrían una ruta. Yo procuraba evitarlos en esas ocasiones, pero muchas veces no había manera, ya que solo teníamos un fuego encendido y todos los hombres estaban faltos de entretenimiento. A juzgar por las aterradoras historias de los carreteros, supongo que eran o muy valientes o muy mentirosos, porque a pesar de sus historias de fantasmas errantes y hadas malignas, todavía estaban dispuestos a conducir una carreta por las solitarias extensiones salvajes.

La mayoría de las historias trataban de fantasmas, y al oírlas me llamó la atención que todos ellos parecían tener una cosa en común: acosaban a los vivos porque tenían asuntos inconclusos en este mundo. Tanto si los habían asesinado como si habían muerto por su propia mano, los fantasmas se negaban a pasar al otro mundo porque sentían que pertenecían más a este. Ya fuera para vengarse de la persona responsable de su muerte, o porque no podía soportar dejar atrás a un ser amado, el fantasma permanecía cerca de las personas de sus últimos días. Naturalmente, yo pensaba en Sophia. Si alguien tenía derecho a regresar como fantasma, era ella. ¿Se pondría furiosa Sophia cuando volviera y descubriera que la persona directamente responsable de su suicidio se había marchado del pueblo? ¿O me seguiría? A lo mejor me había maldecido desde la tumba y era culpable de mi desdichada situación actual. Escuchar las historias de los carreteros reforzaba mi convicción de que estaba condenada por mi maldad.

Por eso me animé y sentí alivio cuando empezamos a encontrarnos con más frecuencia con pequeños asentamientos: significaba que nos estábamos acercando a la parte sur del territorio, la más poblada, y que ya no estaría mucho tiempo más a merced de los carreteros. Y efectivamente, a los pocos días de encontrar el río Kennebec, llegamos a Camden, una gran población a la orilla del mar. Era la primera vez que yo veía el océano.

La carreta nos dejó a Titus y a mí en el puerto, como habían acordado con mi padre, y yo corrí por el muelle más largo y me quedé mucho tiempo mirando el agua verdosa.

Qué olor tan peculiar, el olor del océano, e intenso. El viento era muy frío y muy fuerte, tanto que era casi imposible coger aliento. Me abofeteaba la cara y me revolvía el pelo, como si estuviera desafiándome. Al mismo tiempo, el mar era completamente diferente de todo lo que yo había experimentado. Conocía el agua, sí, pero solo el río Allagash. A pesar de su anchura, podías ver la orilla opuesta y los árboles que había más allá. En cambio, la plana extensión del océano parecía el mismísimo fin del mundo con su horizonte infinito.

– ¿Sabe? Los primeros exploradores que llegaron a América creían que iban a caer por el borde del mundo -dijo Titus, recordándome que estaba a mi lado.

La ondulante marea verde me pareció intimidante y fascinante a la vez, y no pude apartarme de ella hasta que estuve casi helada hasta los huesos.

El maestro me acompañó a la oficina del capitán de puerto, donde encontramos a un anciano con una piel coriácea que asustaba. Señaló el camino al pequeño barco que iba a llevarme a Boston, pero me advirtió de que no zarparía hasta cerca de la medianoche, cuando la marea empezara a bajar. No se me recibiría bien a bordo hasta poco antes de zarpar. Sugirió que pasara el tiempo en una posada, donde podría comer algo y tal vez convencer al posadero de que me dejara pasar las horas durmiendo en una cama libre. Hasta me indicó la dirección de una taberna próxima al puerto, sospecho que sintiendo lástima de mí, porque yo apenas podía hacerme entender, de tan falta de palabras como estaba por los nervios y por mi sencilla educación. Si Camden era así de grande e intimidante, ¿cómo conseguiría desenvolverme en Boston?

– Señorita McIlvrae, debo protestar. No puede quedarse sin compañía en un establecimiento público ni andar sola a medianoche por las calles de Camden para llegar a tu barco -dijo Titus-. Pero a mí me esperan en casa de mi primo y me resulta imposible quedarme con usted el resto del día.

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? -pregunté-. Si eso tranquiliza su conciencia, acompáñeme a la posada y vea usted mismo si es respetable, y después haga lo que le dicte su parecer. No consideraré que haya faltado a la palabra que dio a mi padre.

La única posada que yo conocía era el sencillo establecimiento de Daughtery en Saint Andrew, y aquella posada de Camden dejaba en ridículo la de Daughtery, con dos camareras y largas mesas con bancos, y comida caliente para consumir allí. También la cerveza era de muy buena calidad, y comprendí con una punzada de dolor que la gente de mi pueblo estaba privada de muchas cosas. Aquella injusticia me dolió, aunque en aquel momento no me sentí privilegiada por tener acceso a ellas. Sobre todo sentía nostalgia y pena por mí misma, pero se lo oculté a Titus, quien, ansioso de seguir su camino, convino en que no parecía ser un sitio de mala reputación y me dejó bajo la tutela del posadero.

Después de haber comido y haberme hartado de mirar como una pueblerina a los desconocidos que entraban en la taberna, acepté la invitación del posadero a echar una siesta en un camastro que tenía en el almacén, hasta que llegara la hora de subir a bordo del barco. Al parecer, era corriente que los pasajeros hicieran tiempo en aquella posada en particular, y el posadero estaba acostumbrado a ofrecer aquel servicio. Prometió despertarme después de la puesta de sol, con tiempo de sobra para llegar al puerto.