– Oiga, ¿no habla inglés?
Un hombre apareció en la ventanilla del coche, un hombre que llevaba un sombrero de tres picos extraordinariamente vistoso, rematado con plumas moradas. Tenía la tez pálida y el pelo rubio, y un rostro alargado y aristocrático, pero una mueca despectiva y torcida en la boca lo afeaba, como si estuviera eternamente disgustado. Lo miré, sorprendida de que un desconocido tan elegante se estuviera dirigiendo a mí.
– Deja que lo intente yo -dijo una mujer en el interior del coche.
El hombre del sombrero se retiró de la ventanilla y la mujer ocupó su lugar. Si el hombre era pálido, ella lo era todavía más, con la piel del color de la nieve. Llevaba un vestido muy oscuro de tafetán marrón muaré, que tal vez era lo que le daba a su piel aquella apariencia como si no tuviera sangre. Era atractiva pero daba un poco de miedo, con los dientes puntiagudos ocultos tras unos labios estirados en una sonrisa tensa y falsa. Los ojos eran de un azul tan claro que parecían lavanda. Y lo que pude ver de su pelo -también ella llevaba un sombrero ornamentado, plantado en lo alto de su cabeza en un ángulo atrevido- era del color de los ranúnculos, pero muy peinado y pegado al cráneo.
– No tengas miedo -dijo antes de que yo me diera cuenta de que lo tenía, un poquito.
Me eché atrás mientras ella abría la puerta del carruaje y descendía a la calle, crujiendo al moverse, debido a la rigidez de la tela y a su voluminosa falda. Su vestido era la ropa más elegante que yo había visto nunca, adornado con volantes y lazos en miniatura y muy ajustado a su delgada cintura de avispa. Llevaba guantes negros y extendió una mano hacia mí despacio, como si temiera asustar a un perro tímido. Al hombre del sombrero se le unió un segundo que ocupó el puesto de la mujer en la ventanilla del coche.
– ¿Estás bien? Mis amigos y yo no hemos podido evitar fijarnos al pasar en que parecías perdida. -Su sonrisa era un poco más cálida.
– Yo… Bueno… es que… -musité, avergonzada de que alguien me hubiera descubierto, pero ansiando al mismo tiempo un poco de ayuda y de bondad humana.
– ¿Acabas de llegar a Boston? -preguntó el segundo hombre del coche desde su posición elevada. Parecía infinitamente más agradable que el primero, con el rostro moreno y ojos exquisitamente amables, y una delicadeza que inspiraba confianza.
Asentí.
– ¿Y tienes dónde alojarte? Perdona que haga suposiciones, pero pareces desvalida. ¿No tienes casa, ni amigos? -La mujer me acarició el brazo.
– Gracias por su interés. Tal vez puedan indicarme en qué dirección está la posada más próxima -empecé, cambiando de mano mi pesada bolsa.
Para entonces, el hombre alto y arrogante se había apeado también del carruaje y me arrebató la bolsa.
– Haremos algo mejor que eso. Te daremos alojamiento, lista noche.
La mujer me cogió del brazo y me guió hacia el coche.
– Vamos a una fiesta. Te gustan las fiestas, ¿verdad?
– Yo… no sé -balbuceé, con los sentidos alerta en señal de alarma. ¿Cómo podían tres personas acomodadas salir de la nada para rescatarme? Parecía natural (prudente, incluso) sentir desconfianza.
– No digas tonterías. ¿Cómo no vas a saber si te gusta ir a fiestas? A todo el mundo le gustan las fiestas. Habrá comida y bebida en abundancia, y diversión. Y al final, habrá una cama caliente para ti. -El hombre altivo subió mi bolsa al coche-. Además, ¿tienes una oferta mejor? ¿Prefieres dormir en la calle? No lo creo.
Tenía razón y, dejando aparte la intuición, no me quedaba más remedio que aceptar. Incluso me convencí de que aquel encuentro casual era cuestión de buena suerte. Habían respondido a mis necesidades, al menos por el momento. Vestían ropas caras y estaba claro que eran gente rica; era difícil que pensaran robarme. Tampoco parecían asesinos. Por qué estaban tan deseosos de llevar a una desconocida a una fiesta era, sin embargo, un completo misterio, pero parecía una locura poner en entredicho mi buena suerte hasta ese extremo.
Rodamos en tenso silencio durante unos minutos. Yo iba sentada entre la mujer y el jovial hombre moreno, y procuraba no darme por enterada de que el hombre rubio me taladraba con sus ojos. Cuando ya no pude contener más mi curiosidad, pregunté:
– Disculpen, pero ¿por qué, exactamente, desean que yo asista a esa fiesta? ¿No se molestará el anfitrión al recibir a un invitado inesperado?
La mujer y el hombre altivo dieron un soplido como si yo hubiera dicho una tontería.
– Ah, no te preocupes por eso. El anfitrión es amigo nuestro, y nos consta que le gusta recibir a jóvenes atractivas -dijo el hombre rubio con otro bufido.
La mujer le golpeó el dorso de la mano con su abanico.
– No hagas caso a estos dos -dijo el hombre moreno-. Se están divirtiendo a tu costa. Te doy mi palabra de que serás completamente bienvenida. Como has dicho, necesitas un sitio para pasar la noche y, sospecho, que también para dejar a un lado tus problemas durante unas horas. Y puede que encuentres algo más que necesitas -dijo, y tenía unos modales tan delicados que me dejé convencer.
Había muchas cosas que necesitaba, pero por encima de todo quería confiar en él. Confiar en que él sabía lo que más me convenía cuando yo misma no tenía ni idea.
Traqueteamos por una calle tras otra en el coche oscuro. Yo no dejaba de mirar por la ventanilla, procurando aprenderme la ruta como un niño en un cuento de hadas que necesitara recordar el camino de vuelta a casa. Era una pérdida de tiempo; no tenía ninguna esperanza de poder rehacer el trayecto, en el estado en que me encontraba. Por fin, el carruaje se detuvo delante de una mansión de ladrillo y piedra, iluminada para una fiesta, tan suntuosa que me quedé sin aliento. Pero al parecer, la fiesta aún no había empezado; no se veía ninguna actividad, ni hombres y mujeres en traje de noche, ni otros carruajes deteniéndose en la acera.
Unos lacayos abrieron las puertas de la mansión y la mujer encabezó la marcha como si fuera la dueña de la casa, quitándose los guantes dedo a dedo.
– ¿Dónde está? -le preguntó bruscamente a un mayordomo con librea.
El hombre volvió un instante los ojos hacia el cielo.
– Arriba, señora.
Mientras subíamos la escalera, me iba sintiendo cada vez más cohibida. Allí estaba yo, con un humilde vestido de confección casera. Olía a barco y salitre, y llevaba el pelo enredado y salpicado de agua salada. Me miré los pies y vi mis sencillos y rústicos zapatos manchados de barro de la calle, arqueados en las punteras debido al uso.
Le toqué el brazo a la mujer.
– No debería estar aquí. No estoy en condiciones para un acto elegante. Ni siquiera voy vestida para trabajar en la cocina de una casa tan lujosa. Voy a tener que irme…
– Te quedarás hasta que te demos permiso para marcharte. -Se volvió y me clavó las uñas en el antebrazo, arrancándome un gemido de dolor-. Ahora deja de hacer el tonto y ven con nosotros. Te garantizo que te lo vas a pasar bien esta noche. -Su tono me decía que mi disfrute era lo último que tenía en la mente.
Los cuatro pasamos por una serie de puertas hasta una alcoba, una habitación enorme, tan grande como toda la casa de mi familia en Saint Andrew. La mujer nos condujo directamente al vestidor, donde había un hombre de pie, de espaldas a nosotros. No cabía duda de que era el dueño de la casa, y a su lado había un sirviente. El señor vestía pantalones de terciopelo azul brillante y medias de seda blanca, y calzaba zapatos de fantasía. Llevaba una camisa con bordes de encaje y un chaleco a juego con los pantalones. No se había puesto su levita, de modo que tuve una clara visión de su auténtica figura sin que hubiera trucos de sastre que la embellecieran. No era tan alto y atlético como Jonathan -mi ideal de belleza masculina-, pero no obstante poseía un físico atractivo. Desde unas caderas estrechas se alzaban una espalda y unos hombros anchos. Debía de ser tremendamente fuerte, a juzgar por aquellos hombros, como algunos de los leñadores de Saint Andrew, anchos y poderosos. Y entonces se volvió y yo intenté que no se notara mi sorpresa.