– ¿Saint Andrew, como el pueblo? -pregunta Luke.
– Exacto, como el pueblo -responde ella, un tanto arrogante.
Luke siente unas curiosas burbujas que se filtran en su mente. No es exactamente reconocimiento. ¿Dónde ha visto ese apellido, McIlvrae? Sabe que lo ha visto u oído en alguna parte, pero esa información está fuera de su alcance.
– No ha habido un Saint Andrew en este pueblo desde hace… por lo menos cien años -dice Luke categóricamente, molesto porque le lleve la contraria una chica que pretende haber nacido allí, que está diciendo una mentira absurda que no le hará ningún bien-. Desde la guerra civil. O eso me han dicho.
Ella hace un amago con el bisturí para llamar su atención.
– Mire… no soy una persona peligrosa. Si me ayuda a escapar, no voy a hacer daño a nadie más. -Le habla como si fuera él quien no está siendo razonable-. Deje que le enseñe una cosa.
Y entonces, sin previo aviso, se apunta a sí misma con el bisturí y se corta el pecho. Una línea larga y ancha que empieza en el seno izquierdo y llega hasta la zona de las costillas bajo el seno derecho. Luke se queda paralizado un momento, mientras la línea se perfila en rojo sobre la piel blanca. La sangre brota de la herida, y por la abertura empieza a asomar el tejido orgánico carmesí.
– ¡Dios mío! -exclama él. ¿Qué demonios le pasa a esa chica? ¿Está loca? ¿Tiene ganas de morir? Sale de su desconcertada inercia y se dirige a la cama.
– ¡Atrás! -dice ella mientras lo amenaza de nuevo con el bisturí-. Espere y mire.
Alza el pecho, con los brazos en cruz, como para ofrecerle una visión mejor, pero Luke ve bien, solo que no puede creer lo que está viendo. Los dos bordes de la herida se están acercando uno a otro como los zarcillos de una planta, volviéndose a unir, entrelazándose. La herida ha dejado de sangrar y está empezando a cicatrizar. Durante el proceso, la chica respira agitadamente, pero no da señales de dolor.
Luke no está seguro de si eso es real. Está viendo algo imposible. ¡Imposible! ¿Qué se espera que piense? ¿Se ha vuelto loco, o está soñando, dormido en el sofá de la sala de los médicos? Sea lo que sea lo que ha visto, su mente se niega a aceptarlo y empieza a cerrarse.
– ¿Qué demonios…? -dice, apenas en un susurro. Vuelve a respirar, el pecho le sube y le baja, su rostro se ruboriza. Siente que va a vomitar.
– No llame al policía. Se lo explicaré, lo juro, pero no grite pidiendo ayuda, ¿vale?
Mientras Luke se balancea sobre los pies, le llama la atención que la zona de urgencias haya quedado en silencio. ¿Hay por ahí alguien que pueda oírle si grita? ¿Dónde está Judy, dónde está el policía? Es como si el hada madrina de la Bella Durmiente hubiera llegado flotando y lanzado un hechizo que dejara dormido a todo el mundo. Los ruidos habituales -las lejanas risas grabadas de un programa de televisión, el tic-tac metálico del interior de la máquina expendedora de refrescos- han desaparecido. No se oye el zumbido del limpiasuelos que recorre laboriosamente los pasillos vacíos. Solo existen Luke y su paciente y el sonido apagado del viento que azota la fachada del hospital e intenta entrar.
– ¿Qué ha sido eso? ¿Cómo lo has hecho? -pregunta Luke, incapaz de ocultar el miedo de su voz. Vuelve a deslizarse sobre la banqueta para no caerse al suelo-. ¿Qué eres?
La última pregunta parece golpearla como un puñetazo en el abdomen. Agacha la cabeza y los vaporosos rizos rubios le tapan la cara.
– Eso… eso es lo único que no puedo decirle. Ya no sé lo que soy. No tengo ni idea.
Es imposible. Esas cosas no ocurren. No tiene explicación. ¿Qué pasa, es una mutante? ¿Hecha con materiales sintéticos que cicatrizan solos? ¿Es alguna especie de monstruo?
Y sin embargo, la chica parece normal, piensa el doctor mientras su corazón vuelve a acelerarse y la sangre le empieza a palpitar en las sienes. Las baldosas de linóleo parecen moverse bajo sus pies.
– Volvimos, él y yo, porque echábamos de menos este sitio. Sabíamos que todo iba a ser diferente, que ya no quedaba nadie, pero añorábamos lo que habíamos tenido -dice la joven con tristeza, mirando más allá del doctor, hablando sin dirigirse a nadie en particular.
La sensación que Luke ha tenido cuando la ha visto por primera vez esa noche -el hormigueo, el zumbido- forma entre ellos un arco fino y eléctrico. Quiere saber.
– Vale -dice temblando, con las manos en las rodillas-. Esto es de locos, pero adelante. Te escucho.
Ella respira hondo y cierra los ojos un momento, como si fuera a sumergirse bajo el agua. Y después, empieza.
2
Territorio de Maine, 1809
Empezaré por el principio, porque esa es la parte que tiene sentido para mí, la que he grabado en mi memoria, temiendo que si no lo hago se pierda a lo largo de mi recorrido, en el infinito paso del tiempo.
Mi primer recuerdo claro y vivido de Jonathan Saint Andrew es de una luminosa mañana de domingo en la iglesia. Estaba sentado en el extremo del banco de su familia, en la parte delantera de la sala de cultos. Tenía entonces doce años y ya era tan alto como cualquier hombre del pueblo. Casi tan alto como su padre, Charles, el hombre que había fundado nuestro pequeño asentamiento. Me habían contado que en otro tiempo Charles Saint Andrew había sido un gallardo capitán de la milicia, pero para entonces era un hombre maduro con una barriga blanda de patricio.
Jonathan no estaba prestando atención al oficio religioso, pero lo más probable era que pocos de los asistentes lo hiciéramos. El oficio de los domingos podía durar cuatro horas, hasta ocho si el pastor se sentía elocuente. ¿Quién podía decir sinceramente que se mantenía atento a cada palabra del predicador? Tal vez la madre de Jonathan, Ruth, que se sentaba junto a él en el sencillo banco vertical. Procedía de una estirpe de teólogos de Boston y podía darle al pastor Gilbert un buen rapapolvo si le parecía que su sermón no era lo bastante riguroso. Había almas en juego, y estaba claro que ella consideraba que las almas de aquel pueblo aislado en la naturaleza, lejos de las influencias civilizadoras, corrían un peligro especial. Pero Gilbert no era un fanático, y cuatro horas solían ser su límite, así que todos sabíamos que pronto saldríamos libres a la gloria de una hermosa tarde.
Mirar a Jonathan era uno de los pasatiempos favoritos de las chicas de la aldea, pero aquel domingo en particular era él quien miraba. No trataba de ocultar que estaba observando a Tenebraes Poirier. Su mirada no se había apartado de ella durante diez buenos minutos, sus astutos ojos castaños estaban fijos en el atractivo rostro de Tenebraes y en su cuello de cisne, pero sobre todo en su pecho, que se apretaba contra el ceñido percal de su corpiño cada vez que respiraba. Al parecer, no le importaba que Tenebraes fuera varios años mayor que él y estuviera prometida a Matthew Comstock desde que tenía seis.
¿Era amor?, me preguntaba yo mientras le miraba desde lo alto de la galería, donde mi padre y yo nos sentábamos con las otras familias pobres. Aquel domingo solo estábamos mi padre y yo, y el resto de mi familia se encontraba en la iglesia católica, al otro lado del pueblo, practicando la religión de mi madre, que procedía de una colonia acadiana del nordeste. Con la mejilla apoyada en el antebrazo, yo observaba a Jonathan con desdén, como solo puede hacerlo una niña enamorada En cierto momento, me pareció que Jonathan se mareaba, como si tragara con dificultad, y apartó por fin la mirada de Tenebraes, que se mantenía ajena al efecto que estaba causando en el hijo predilecto del pueblo.
Si Jonathan estaba enamorado de Tenebraes, yo ya podía tirarme desde la galería de la iglesia, a la vista de todos los del pueblo. Porque a los doce años, yo sabía con absoluta claridad que amaba a Jonathan con todo mi corazón, y si no podía pasar mi vida con él, lo mismo me daba morir. Estuve sentada al lado de mi padre hasta el final del oficio, con el corazón martilleando en la garganta, las lágrimas acumulándose detrás de mis ojos, aunque me decía que era una boba por dejar que se apoderara de mí algo que probablemente no tenía sentido.