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Adair disfrutó de aquella temporada en el castillo, viviendo con más lujos de lo que jamás imaginó que pudiera vivir nadie, y mucho menos un muchacho campesino. Liberado de sus antiguas obligaciones, se pasaba la mayor parte de los días vagando por el castillo, ya que el físico estaba inmerso en la gestión de sus tierras y había perdido el interés por Adair.

El mayordomo, Lactu, le cogió aprecio a Adair. Era un hombre amable y parecía apiadarse de la pesada carga que soportaba el sirviente del físico. Como Lactu también hablaba húngaro, Adair pudo mantener una verdadera conversación por primera vez en todos los años que llevaba trabajando para el anciano. Lactu procedía de una familia de criados que habían estado al servicio del físico durante generaciones. Explicó que no le parecía extraño que este estuviera lejos de sus tierras la mayor parte del tiempo: los señores de aquel castillo habían sido terratenientes absentistas durante mucho tiempo, tradicionalmente al servicio del rey de Rumania. Según la experiencia de Lactu, el físico solo volvía cada siete años, más o menos, para atender cuestiones importantes.

Gracias al mayordomo, Adair pudo entrar en todas las estancias especiales del castillo. Vio la habitación donde se guardaban las vestimentas ceremoniales del anciano, dobladas en arcones, y la despensa, llena de jarros y más jarros de vino producido en las tierras. Pero lo más deslumbrante era la sala del tesoro, llena de botines de conquista de la familia Cel Rau: coronas y cetros, adornos con gemas incrustadas, monedas de extraño cuño. La visión de tantas riquezas y posesiones recordó a Adair las recetas alquímicas escritas: aquel castillo inmenso en una tierra lejana estaba desaprovechado. Era indecente tener tantos tesoros y no hacer buen uso de ellos.

Pasaron semanas en las que Adair rara vez veía al físico, aunque una noche este le hizo llegar la orden de que asistiera a una ceremonia en el gran salón. El joven observó cómo el anciano firmaba decretos que serían de cumplimiento obligado para todos los que vivían en sus tierras. Un pesado sello colgaba de un cordón alrededor del cuello del anciano. Lactu llevaba cada proclama, la leía en voz alta y después colocaba la hoja delante del físico para que la firmara. A continuación el mayordomo echaba unas gotas de lacre bajo la rúbrica del físico, y él estampaba el sello con el escudo de la familia: un dragón que empuñaba una espada. Más tarde, Lactu le explicó a Adair que el sello era el medio de transmisión del dominio de los Cel Rau: como muchos señores morían lejos de sus tierras sin que sus herederos se presentaran debidamente a las autoridades rumanas, y a veces ni al administrador, las firmas no servían para nada. El que tuviera el sello era reconocido como señor del feudo.

Las semanas se convirtieron en meses. Adair habría estado encantado de no volver jamás a Hungría. Disfrutaba del doble beneficio de ser tratado como un hijo privilegiado y, al mismo tiempo, de librarse de las atenciones del físico. En su tiempo de ocio, practicaba esgrima con los guardias, o recorría a caballo los caseríos para observar los hábitos de vida. Comentaba todo lo que veía con el mayordomo, y así aumentaba su conocimiento de la propiedad y sus muchos aspectos, como el cultivo de los campos, la producción de vino, la cría de ganado… Adair creía que Lactu le tenía aprecio, pero no se atrevía a contarle ningún detalle de la vida en la torre. Correspondía con creces al afecto de Lactu, pero no estaba seguro de qué pensaría de él si supiera qué le había hecho el físico o que le había ayudado en su práctica de las artes negras. Estaba deseando hablarle a Lactu de la naturaleza maligna de su amo, pero no se le ocurría ninguna manera de hacerlo sin implicarse él también, y no quería perder el afecto del mayordomo.

Una de las últimas noches en el castillo a Adair le despertó una presencia en su alcoba. Sabía, mientras encendía una vela, que no estaba solo, pero aun así le sorprendió ver al físico de pie a los pies de la cama.

El corazón le dio un vuelco al recordar los horrores de los que era capaz aquel hombre.

– Amo, me habéis sorprendido. ¿Necesitáis mis servicios?

– Hace mucho que no te veo, Adair, quería echarte un vistazo, pero te juro que casi no te reconozco -dijo con su voz ronca y áspera-. La vida te ha tratado bien. Has crecido. Eres más alto… y más fuerte.

Había una expresión en los ojos del anciano -un destello de la vieja tentación- que Adair no quería ver.

– He aprendido mucho desde que estoy aquí -dijo, pues quería hacer saber al físico que no había estado ocioso mientras andaba lejos de su mirada-. Vuestro castillo y sus tierras son magníficos. No entiendo cómo podéis soportar estar lejos de ellos.

– Aquí la vida es demasiado tranquila para mi gusto. Creo que también te lo parecerá a ti, con el tiempo. Pero por eso he venido esta noche, para decirte que no nos quedaremos mucho más. El verano está próximo, y me necesitan en Hungría.

Las palabras del anciano alarmaron a Adair. Sabía que aquel tiempo terminaría, pero de algún modo se había engañado soñando que duraría para siempre. Adair intentó evitar que el pánico se le reflejara en la cara. Mientras tanto, el anciano se deslizó junto a la cama de su sirviente, examinando sus rasgos. Alargó una mano y retiró la manta, dejando al descubierto el pecho y el abdomen de Adair. Este se tensó al pensar que lo tocaría, pero el anciano se limitó a mirar al joven, con evidente lujuria, y pareció darse por satisfecho con la visión del cuerpo de Adair. O tal vez la madurez de este hizo que se lo pensara mejor, porque después de un largo momento, dio media vuelta y salió de la habitación.

23

Al regresar a la torre del físico, Adair esperaba que la vida continuara como había sido antes, pero ya no era posible. Le habían ocurrido demasiadas cosas. Estaba dominado por una idea que no podía desterrar de su mente, sobre todo durante las horas del día, cuando el físico no estaba presente para acaparar sus pensamientos. Adair no podía olvidar lo que había visto en el castillo del anciano: la enorme fortaleza, los fértiles campos, el tesoro, los sirvientes, los siervos… Solo le faltaba un señor feudal, y lo único que se interponía en su camino eran dos cosas muy básicas: el sello, que estaba escondido en alguna parte de la torre, y la muerte del viejo.

El sello se podía encontrar con un poco de perseverancia. Matar al viejo era harina de otro costal. Adair había pensado en ello muchas veces durante sus años de cautiverio, le había dado vueltas a la idea y había considerado todos los detalles, pero al final lo había descartado como un sueño de locos. Cada vez que el anciano le había puesto las manos encima a Adair, ya fuera con ira o con lujuria, el sirviente había mitigado su humillación jurando que algún día haría pagar al físico por ello. Pero el recuerdo de aquella brutal agresión con el atizador y los meses de agónica recuperación le habían impedido actuar.

Sin embargo, habían pasado años desde aquella paliza, y Adair se había hecho un hombre. El físico ya no le levantaba la mano tan a la ligera y, aunque seguía mirando a Adair con deseo, sus acercamientos eran pocos y calculados. Y el odio de Adair por el viejo lo había acompañado tanto tiempo que ya era para él tan natural como respirar. Sus pensamientos se habían vuelto más precisos; la sed de venganza, más intensa e irrenunciable. No se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado hasta una noche en que enterró a otra muchacha muerta. Miró su precioso cuerpo y comprendió que aquel último impedimento había caído. Podría abusar fácilmente de aquel cuerpo sin vida, pero lo que de verdad quería era violar el cadáver del físico antes de enterrarlo en la tierra húmeda. Y lo que es más, se alegraría de haberlo hecho. No sentía miedo ni repulsión. Había perdido el último jirón de su humanidad. Todos sus reparos habían sido extirpados capa a capa, como cuando un cazador metódico despelleja a un animal. Se había convertido en un digno rival del anciano, y esa certeza hizo feliz a Adair por primera vez en años.