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El monje lo vio y se acercó a toda prisa, lo cogió de un brazo y lo llevó de inmediato a un rincón oscuro.

– No te quedes en las puertas, donde pueden vernos juntos -dijo-. ¿Qué ocurre? Pareces alterado.

– Lo estoy. Me he enterado de algo aún más aterrador que lo que ya te he contado, algo sobre el físico que yo no sabía hasta anoche.

Adair se preguntó si estaría jugando con fuego. Aun así, estaba convencido de que era lo bastante listo para acabar con el físico sin incriminarse.

– ¿Peor que ser un adorador de Satanás?

– No es… no es humano. Ahora es una de las criaturas de Satanás. Se me ha revelado en toda su maldad. Tú has sido educado por la Iglesia, sabes de cosas que no son de este mundo… seres malignos azuzados contra los pobres mortales para diversión de Satanás y para nuestro tormento. ¿Qué es lo peor que puedes imaginar, fraile?

Adair vio con alivio que no había escepticismo en el rostro redondo del monje. El clérigo se había puesto pálido y contenía el aliento con miedo, tal vez recordando las terribles historias que había oído a lo largo de los años, las muertes sin explicación, los niños desaparecidos.

– Se ha convertido en un demonio, fraile. No puedes imaginar lo que es tener un mal así cerca de ti, pegado a tu cuello, con el hedor del infierno en su aliento y la fuerza de Lucifer en sus manos.

El monje alzó un dedo pidiendo silencio.

– ¡Un demonio! He oído hablar de demonios que se mueven entre los hombres, que adoptan muchas formas. Pero nunca jamás se ha enfrentado alguien a uno y ha vivido para hablar de ello. -Los ojos del monje se abrieron de par en par, destacando en su pálido rostro, y se apartó de Adair-. Y sin embargo, tú estás aquí, vivo. ¿Por qué milagro?

– Dijo que todavía no estaba listo para matarme. Dijo que aún me necesitaba como sirviente, igual que a Marguerite. Me advirtió que no huyera, que habría severos castigos si intentaba escapar, ahora que sé… -Adair no tuvo que fingir que se estremecía.

– ¡El diablo!

– Sí. Puede que sea el mismísimo diablo.

– ¡Tenemos que sacaros a Marguerite y a ti de esa torre al instante! ¡Vuestras almas están en peligro, por no hablar de vuestras vidas!

– No podemos correr ese riesgo mientras no tengamos un plan. Creo que Marguerite está a salvo. Nunca le he visto levantarle la mano. En cuanto a mí… Hay poco más que pueda hacerme que no me haya hecho ya.

El monje tomó aire.

– Hijo mío, puede quitarte la vida.

– Sería uno más entre muchos.

– ¿Arriesgarías tu vida para librar a la aldea de semejante demonio?

Adair enrojeció de odio.

– Lo haría encantado.

Brotaron lágrimas en los ojos del clérigo.

– Muy bien, hijo mío. Entonces, procedamos. Hablaré con los aldeanos… discretamente, te lo aseguro, y veré con quién podemos contar para actuar contra el físico. -Se levantó para acompañar a Adair a la puerta-. Pon atención a este edificio. Cuando estemos listos para actuar, ataré un trapo blanco al poste del farol. Ten paciencia hasta entonces, y sé fuerte.

Transcurrió una semana, y después dos. A veces, Adair se preguntaba si el monje habría perdido el valor y huido de la aldea, demasiado cobarde para enfrentarse al conde. Adair dedicaba todo el tiempo que podía a registrar la torre en busca del sello que había visto colgado del cuello del anciano. Después de la ceremonia parecía que se había desvanecido, pero Adair sabía que el físico no se arriesgaría a guardarlo lejos, donde no pudiera ponerle las manos encima cuando fuera necesario. Por las noches, cuando Marguerite se había acostado y el anciano había salido de la torre en sus excursiones nocturnas, Adair buscaba en todas las cajas, cestos y baúles, pero no encontró el pesado sello de oro con su fino cordón.

Justo cuando empezaba a temer que no podría contener más su impaciencia, llegó la noche en que el trapo blanco ondeó en el poste del farol de la iglesia.

El clérigo estaba en la entrada de la abadía, agarrado a una candelera como si fuera un arma. Había sufrido desde la última vez que Adair lo vio, y ya no era timorato. Sus mejillas, antes abultadas como las de una ardilla, ahora estaban secas. Sus ojos, sinceros y transparentes la primera vez que él y Adair se habían encontrado, estaban nublados y apesadumbrados por el conocimiento que poseía.

– He hablado con los hombres de la aldea y están con nosotros -dijo el clérigo, cogiendo a Adair por el brazo y conduciéndolo a las sombras del vestíbulo, con aire conspirador.

Adair procuró disimular su alegría.

– ¿Cuál es tu plan?

– Nos reuniremos mañana a medianoche y atacaremos la torre.

– No, no, a medianoche no -le interrumpió Adair, poniendo una mano en el brazo del clérigo-. Para sorprender al físico, lo mejor es llegar a mediodía. Como cualquier demonio, el físico está activo de noche y duerme de día. Atacando la torre a la luz del día tendréis más posibilidades.

El clérigo asintió, aunque la información pareció preocuparle.

– Sí, ya veo. Pero ¿y la ronda de guardia del conde? ¿No nos arriesgamos a ser descubiertos yendo a la luz del día?

– La ronda nunca se acerca a la torre. A menos que se haga sonar una alarma, no tenéis nada que temer de los guardias del conde.

Aquello no era del todo cierto. Los guardias habían visitado la torre varias veces durante el día, pero solo por una razón: para entregar una muchacha al anciano. Sin embargo, las entregas eran poco frecuentes. Era cierto que el conde no había enviado ninguna muchacha desde hacía tiempo, así que las probabilidades de éxito eran mayores, pero… Adair calculó que seguía siendo poco probable; no valía la pena mencionar ese riesgo, pues el monje podría utilizarlo como excusa para no actuar.

– Sí, sí -asintió el monje, con los ojos vidriosos.

«Se me está escapando», pensó Adair.

– ¿Y qué os proponéis hacer con el viejo cuando lo hayáis capturado?

El clérigo pareció afligido.

– No soy quién para determinar cuál debe ser el futuro de ese hombre…

– Sí, padre, es tu deber como representante de Dios. Recuerda lo que dice el Señor sobre las brujas: «No consentirás que vivan». -Mientras hablaba, le apretó el brazo con fuerza, como para infundir coraje en las venas del monje.

Tras un largo momento, el clérigo bajó los ojos.

– La multitud… No te garantizo que pueda controlar la ira de la multitud. Lo cierto es que son muchos los que odian al viejo físico… -dijo con la voz tensa por la resignación, -Es cierto -asintió Adair, siguiéndole la corriente-, No puedes ser responsable de lo que suceda. Es la voluntad de Dios.

Tuvo que contener la risa que amenazaba con estallar. ¡El odiado anciano se llevaría por fin su merecido! Puede que Adair solo no tuviera poder para vencer a un hombre con el diablo de su parte, pero seguro que el físico no sería capaz de defenderse de media aldea.

– Necesitaré otro día para informar a los hombres del cambio de planes, decirles que iremos a la torre a la luz del día -añadió el clérigo.

Adair asintió.

– Pasado mañana, pues, a mediodía. -El clérigo tragó saliva y se santiguó.

Un día. Adair tenía un día para encontrar el sello, o corría el riesgo de que los aldeanos lo encontraran y se lo apropiaran. Volvió a la torre, procurando ahuyentar el pánico. ¿Dónde estaría aquel chisme? Adair había registrado todos los estantes, todos los cajones, buscado en todas las prendas de ropa del físico, incuso había llegado a desdoblar todas las piezas de tela de los baúles para asegurarse de que no estaba escondido entre ellas. El fracaso acentuaba la desesperación de Adair, que vio cómo todos sus planes se venían abajo, uno tras otro. Jamás escaparía del físico, jamás viviría en el lejano castillo, jamás volvería a ver a su familia o a su amada Katarina. Mejor sería estar muerto, pensó. Tan completa era su frustración que le habría pedido al anciano que pusiera fin a su existencia por compasión si su odio al físico no hubiera sido tan intenso.