El anciano estaba en su escritorio cuando Adair regresó de su cita secreta y levantó la mirada cuando su sirviente entró en la habitación.
– Mañana tendré que ir a la aldea, a por avena para los caballos -le dijo Adair al anciano, y una fracción de segundo después germinó en su mente una idea, una posibilidad.
El viejo tamborileó con los dedos sobre la mesa.
– Tu recado tendrá que esperar un día. Voy a hacer una cataplasma que podrás llevarte para cambiársela al intendente por la avena.
– Pido disculpas, pero debido a mi falta de atención, las reservas de grano están agotadas. No se los ha alimentado en varios días, y la hierba es demasiado escasa para satisfacer más tiempo a los caballos. No puede esperar. Con vuestro permiso, compraré solo una pequeña cantidad, la suficiente para que los caballos aguanten esta semana, e iré a ver al intendente la semana que viene cuando hayáis tenido tiempo para hacer la cataplasma.
Adair contuvo el aliento, esperando a ver qué hacía el anciano; porque si se negaba, sería difícil encontrar otra manera, en tan corto espacio de tiempo, de engañarle para que revelara dónde escondía el dinero y los objetos de valor. El viejo meneó la cabeza ante la incompetencia de su sirviente, y después se levantó y bajó por la escalera. Adair no era tan tonto para seguirle, pero escuchó con la atención de un perro de caza, captando cada sonido, cada pista. A pesar del grueso suelo de madera, oyó cómo cavaba, y después el sonido de algo pesado que se movía. El tintineo de monedas, y luego otra vez el sonido de movimiento. Por fin, el anciano volvió a subir los escalones y arrojó sobre la mesa una bolsita de piel de ciervo.
– Suficiente para una semana. Asegúrate de que te hagan un buen precio -gruñó como advertencia.
Cuando el anciano salió de noche poco después, Adair corrió al sótano. El sucio suelo parecía intacto, y solo tras una meticulosa búsqueda Adair encontró el lugar donde había estado trabajando el anciano, junto a la pared, en un punto húmedo y mohoso cubierto de excrementos de rata. Había caído tierra de una de las piedras. Adair se arrodilló y agarró los bordes de esta con las puntas de los dedos, tirando hasta sacarla de la pared. En una pequeña oquedad pudo distinguir un bulto envuelto con arpillera, que sacó y desplegó. Había una abultada bolsa de dinero y, envuelto en un retal de terciopelo, el sello del reino de sus sueños.
Adair lo cogió todo y volvió a colocar la piedra en su sitio. Arrodillado en la tierra, se sentía henchido de éxito, feliz de haber encontrado el sello, feliz de haber logrado una victoria sobre su opresor, después de todas las injusticias que se habían cometido con él.
Adair debería haber matado a su padre en lugar de permitirle que pegara a su madre y a sus hermanos.
Tampoco debería haber permitido que lo vendieran como esclavo.
Debería haber aprovechado todas las oportunidades de escapar y no haber dejado nunca de intentarlo.
Debería matar al malvado conde. Merecía la muerte por ser enemigo del pueblo magiar y un pagano aliado de un emisario de Satanás.
Debería ayudar a Marguerite a escapar, llevarla con una familia bondadosa o a un convento, encontrar a alguien que cuidara de ella.
Tal como Adair veía la situación, aquello no era robar. El físico le debía a Adair su reino. Y el físico se lo daría a Adair, o moriría.
El día señalado, Adair observó el sol en lo alto tan atenta y codiciosamente como un halcón mira a un ratón de campo. El clérigo y su turba llegarían a la torre al cabo de una o dos horas. Para Adair, el dilema era si debía quedarse en el lugar y ser testigo de la destrucción del físico o no estar presente.
Quedarse era demasiado tentador. Observar cómo los aldeanos sacaban a rastras al anciano de su sucia cama a la luz del sol, con el miedo y la sorpresa reflejados en el rostro. Escuchar sus gritos cuando lo derribaran a golpes, lo aporrearan con palos, lo despedazaran con guadañas. Animarlos mientras registraban la torre, saqueaban sus baúles, estrellaban contra el suelo los frascos y tarros de preciosos ingredientes y pisoteaban sus contenidos, y quemaban la siniestra fortaleza hasta los cimientos.
Aunque tenía el sello en su poder, Adair no podía partir a caballo hacia el lejano castillo sin saber con seguridad que el físico no iría tras él. Pero había una buena razón para desaparecer antes de que llegara la muchedumbre: ¿y si de algún modo el viejo escapaba de la muerte? Si a la turba le fallaba el valor, o si el viejo se había conferido también poderes de inmortalidad (era una posibilidad, ya que el físico no había dicho claramente que no lo hubiera hecho), Adair podía verse implicado en el ataque si se quedaba. No habría manera de negárselo después al físico si se descubría su conspiración. Sería mucho más prudente mantener esa última sombra de duda.
Fue a buscar a Marguerite, que estaba lavando zanahorias en un cubo de agua, le quitó las zanahorias de la mano y trató de conducirla hacia la puerta. Ella se resistió, porque era muy cumplidora, pero Adair se impuso y la hizo esperar a su lado mientras ensillaba el viejo caballo de guerra del anciano. Llevaría a Marguerite a un lugar seguro en el pueblo. De este modo, ella no estaría presente durante el alboroto. Sería lo mejor. Él volvería para ver personalmente el resultado.
El sol se estaba poniendo cuando Adair deshizo su camino para volver a la torre. Se tomó su tiempo, dejando que el caballo deambulara con la rienda suelta por caminos poco conocidos a través del bosque. No tenía ganas de encontrarse con la partida de aldeanos que regresaban, ebrios de excitación y sedientos de sangre.
Adair observó una columna de humo negro en el horizonte, pero para cuando llegó cerca de la torre se había reducido a una neblina. Espoleó al caballo a través de la nube de humo de madera hasta que llegó al familiar claro ante la torre de piedra.
La puerta tenía el cerrojo arrancado y el suelo de delante estaba pisoteado. Habían derribado el corral y el segundo caballo había desaparecido. Adair se dejó caer del lomo del viejo corcel y se acercó cautelosamente a la puerta, negra y siniestra como la cuenca vacía de un cráneo.
En el interior, vetas de hollín corrían paredes arriba como si pretendieran escapar trepando. La devastación era como él se la había imaginado: por todas partes encontraba trozos de cristales y de cacharros de barro, calderos, cubos y cazuelas volcados, y el escritorio estaba hecho astillas. Y todas las recetas habían desaparecido, junto con los restos del anciano. A menos que… La sangre se le heló al instante al pensar que tal vez a la turba sí le había fallado el valor. Empezó a buscar entre los restos y los escombros, volcando muebles, mirando entre las ropas tiradas por el suelo y las pocas cosas que quedaban en los baúles saqueados. Pero no encontró nada del anciano, ni siquiera una oreja. Tendría que haber algún resto -un revelador trozo de hueso, un cráneo chamuscado- si los aldeanos habían conseguido llevar a término su propósito de destruirlo.
Entonces se le ocurrieron otras alternativas más inquietantes: tal vez el físico se las hubiera arreglado para escapar al bosque o esconderse en alguna parte de la torre. Al fin y al cabo, si había un pequeño escondrijo detrás de una piedra de la pared, ¿quién podía decir que no hubiera una cámara secreta más grande? O tal vez, y eso era aún más peligroso, se había transportado lejos por medio de un hechizo, o había sido salvado por el mismísimo señor de las Tinieblas, dispuesto a intervenir en favor de un fiel servidor.
El miedo le oprimía la garganta, pero Adair corrió escalera abajo, a la habitación del anciano. La escena del sótano era aún más espantosa que la de arriba. El aire todavía estaba cargado de humo negro -al parecer, el fuego principal se había encendido allí- y la habitación estaba completamente vacía, a excepción de un montón de cenizas humeantes donde habían estado la cama y el colchón del físico.