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Pero Adair percibía el olor de la muerte oculto en las profundidades del humo, y se acercó al negro montón de ceniza, se agachó y escarbó entre los restos. Encontró trozos de huesos, astillas y fragmentos redondos, todavía calientes al tacto. Y por fin, la mayor parte del cráneo, con un trozo de carne achicharrada y pelos largos como alambres aún pegados en una zona.

Adair se puso en pie y se limpió el hollín de las manos lo mejor que pudo. Tardó un buen rato en abandonar la torre, mirando por última vez el lugar donde había vivido sus cinco años de sufrimiento. Era una lástima que no se hubieran podido quemar también las paredes de piedra. No se llevó nada más que la ropa que tenía puesta y, por supuesto, el sello y una bolsa de monedas en un bolsillo. Al final, salió por la puerta abierta de par en par, agarró las riendas del caballo de guerra y se dirigió hacia el este, a Rumania.

Adair pudo vivir en la heredad del físico durante muchos años, aunque el feudo no pasó directamente a él como había esperado. Cuando llegó al castillo solo, sin el físico, Adair se presentó al mayordomo, Lactu, y le dijo que el anciano había muerto. La esposa y el hijo habían sido invenciones, explicó Adair, un cuento que proporcionaba al físico una tapadera para la auténtica razón de su soltería: sus peculiares inclinaciones. Al no tener herederos, el físico le había legado el castillo y las tierras a su fiel sirviente y compañero, dijo Adair, y presentó el sello para que Lactu fuera testigo.

El rostro del mayordomo reflejaba sus dudas, y dijo que la reclamación tendría que presentarse ante el rey de Rumanía. No siendo Adair descendiente consanguíneo del físico, el monarca tenía derecho a decidir la asignación del feudo. La decisión del rey tardó años, pero al final no se resolvió a favor de Adair. Se le permitió permanecer en el castillo y ostentar el título familiar, pero el rey se quedó con la propiedad de las tierras.

Llegó un día en el que Adair ya no pudo seguir allí. Lactu y todos los demás habían envejecido y se habían ajado con el tiempo, mientras que Adair seguía igual que el día en que habría regresado al castillo sin el anciano. Así pues, para no despertar sospechas, había llegado el momento de que Adair desapareciera durante algún tiempo y no se dejara ver, tal vez para regresar algunas décadas después pretendiendo ser su propio hijo, con el sello de oro en la mano.

Decidió ir a Hungría, como le dictaba su corazón, para seguir el rastro de su familia. Adair estaba deseando verlos, aunque no a su padre, por supuesto, al que odiaba solo un poco menos que al físico. Para entonces, su madre debía de ser vieja y viviría con el hijo mayor, Petu. Los demás habrían crecido y tendrían hijos propios. Estaba ansioso por verlos y saber qué había sido de ellos.

Tardó dos años en localizar a su familia. Empezó en las tierras donde le habían separado de ellos y reconstruyó laboriosamente su ruta basándose en fragmentos de información de antiguos vecinos y propietarios. Por fin, cuando estaba comenzando el segundo invierno, llegó al lago Balaton y recorrió a caballo la aldea, buscando rostros que se parecieran al suyo.

Estaba junto a unas cabañas a las afueras de la aldea cuando tuvo la extraña sensación de que alguien que él conocía estaba muy cerca. Adair desmontó, se acercó en la oscuridad a las cabañas y miró por la ventana. Pegando un ojo a una ranura en las contraventanas, donde apenas se veía la luz de las velas, vio unas cuantas caras conocidas.

Aunque habían cambiado con el tiempo y estaban más gordos, arrugados y ajados, reconoció aquellas caras. Sus hermanos estaban reunidos en torno al fuego del hogar, bebiendo vino y tocando el violín y la balalaika. Con ellos había mujeres a las que Adair no reconoció, sus esposas, supuso, pero ni rastro de su madre. Por fin, distinguió a Radu, crecido, corpulento, alto… Cómo deseó Adair entrar corriendo en la cabaña, rodear con sus brazos a Radu y dar gracias a Dios por que aún estuviera vivo, por que se hubiera librado de todo el infierno y el tormento por el que Adair había pasado. Entonces se dio cuenta de que Radu parecía mayor que el mismo Adair, de que todos sus hermanos le habían sobrepasado en edad. Y entonces vio que una mujer se acercaba a Radu y sonreía, y Radu le pasaba un brazo por los hombros y la apretaba con fuerza. Era Katarina, ya una mujer hermosa y enamorada de Radu, el hermano que se parecía a Adair. Solo que más viejo.

Allí plantado en la oscuridad y el frío, Adair seguía ardiendo en deseos de ver a su familia, de abrazarlos y hablarles, de hacerles saber que no había perecido a manos del físico… cuando la terrible verdad cayó sobre él con todo su peso. Aquella iba a ser la última vez que los vería. ¿Cómo podía explicarles todo lo que le había ocurrido y lo que aún tenía por delante? Por qué nunca envejecería. Que ya no era mortal como ellos. Que se había convertido en algo que no podía explicar.

Adair fue a la parte delantera de la cabaña, sacó una bolsa de monedas del bolsillo y la dejó en la puerta. Era dinero suficiente para poner fin a su vida errante. Tardarían algún tiempo, pero empezarían a aceptar su buena suerte y agradecer a Dios su generosidad y misericordia. Y para entonces, Adair estaría a varios días de viaje hacia el norte, confundiéndose entre las multitudes de Buda y Szentendre, aprendiendo a adaptarse a su destino.

Al terminar la historia, me había apartado de los brazos de Adair y el narcótico efecto del humo se había disipado. No sabía si sentir reverencia o miedo.

– ¿Por qué me has contado esta historia? -pregunté, rehuyendo su contacto.

– Considéralo una moraleja -replicó él, enigmáticamente.

25

Frontera de Maine, en la actualidad

Luke sale de la autopista por un accidentado camino de tierra, y con la marcha reductora el todoterreno avanza dificultosamente siguiendo las rodadas. Cuando llegan a una curva, aparca justo al lado del camino de acceso, pero deja el motor en marcha. La vista es buena, debido a la desnudez de los árboles en invierno, y tanto él como su pasajera pueden ver a lo lejos el paso fronterizo entre Estados Unidos y Canadá. Parece una maqueta de juguete de una obra de construcción: un enorme despliegue de cabinas y dársenas llenas de camiones y coches, con el aire cargado de humo de los tubos de escape.

– Allí es adonde vamos -dice Luke, señalando hacia el parabrisas.

– Es enorme -replica la chica-. Pensé que iríamos a algún puesto fronterizo secundario. Dos guardias y un perro inspeccionando los coches con una linterna.

– ¿Seguro que quieres seguir con esto? Hay otras maneras de llegar a Canadá -apunta Luke, aunque no está seguro de que deba incitarla a quebrantar la ley más de lo que ya lo ha hecho.

La mirada que ella le lanza va directa al corazón, como la de una niña que busca seguridad en su padre.

– No, tú me has traído hasta aquí. Confío en que me ayudes a pasar la frontera.

Mientras se aproximan al puesto de control, a Luke empiezan a fallarle los nervios. El tráfico es poco denso, pero aun así, la perspectiva de hacer cola durante una hora resulta desalentadora. A esas horas ya debe de haber un aviso policial acerca de ellos, una sospechosa de asesinato fugada y un médico que la ayudó… Está a punto de salirse de la cola, pero se contiene, con las manos temblando sobre el volante.

La muchacha le mira, nerviosa.

– ¿Estás bien?

– Está tardando mucho… -murmura él, sudando a pesar del gélido aire de invierno que hay fuera del coche.

– Todo va bien -le conforta ella.

De pronto, una luz verde se enciende sobre una cabina en el carril de al lado y, con sorprendente rapidez, Luke gira el volante y acelera, lanzando el vehículo hacia el policía de fronteras que dirige tranquilamente el tráfico. Le corta el paso a un coche que estaba esperando dos puestos por delante en la cola, y la mujer que va al volante le hace un gesto obsceno con el dedo medio, pero a él no le importa. Frena de golpe delante del agente de fronteras.