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– Muy bien -dije, y la decepción debió de ser evidente en mi voz, porque Jonathan me dedicó su sonrisa más atractiva.

– No te preocupes, Lanny. El domingo que viene… nos veremos después del oficio, te lo prometo. Tal vez pueda convencerte de que me des otro beso.

¿Quieres que te hable de Jonathan, de mi Jonathan, para que entiendas cómo podía estar tan segura de mi devoción? Era el primogénito de Charles y de Ruth Saint Andrew, y estos estaban tan contentos de haber tenido un hijo que le pusieron nombre de inmediato y le hicieron bautizar antes de un mes, festejándolo imprudentemente en una época en la que la mayoría de los padres no ponían nombre a un niño hasta que este había vivido algún tiempo y demostrado que tenía posibilidades de criarse. Su padre organizó una gran fiesta mientras Ruth estaba todavía recuperándose en la cama; hizo que todo el pueblo acudiera a tomar ponche de ron y té con azúcar, pastel de pasas y pastas de melaza; contrató a un violinista acadiano; tuvo música y risas tan poco después del nacimiento del niño que parecía que el padre estaba desafiando al diablo: ¡Atrévete a venir a llevarte a mi hijo! ¡Inténtalo y verás lo que te pasa!

Desde los primeros días se vio claro que Jonathan no era un niño corriente: era excepcionalmente inteligente, excepcionalmente fuerte, excepcionalmente sano y, por encima de todo, excepcionalmente guapo. Las mujeres se sentaban cautivadas junto a la cuna, pedían turno para cogerlo en brazos y fingir que aquel bulto tan bien formado de carne y delicados rizos de color negro era suyo. Incluso los hombres, hasta el más duro de los leñadores que trabajaban para Saint Andrew en la empresa maderera, se ponían insólitamente sentimentales cuando estaban cerca del niño.

Cuando Jonathan llegó a su duodécimo cumpleaños, no se podía negar que había en él algo sobrenatural, y parecía obvio atribuírselo a su belleza. Era un prodigio. Era la perfección. Eso no se podía decir de muchos en aquellos tiempos; era una época en la que la gente estaba desfigurada por numerosas causas: unos por viruela o accidentes, quemaduras en el hogar, otros escuálidos por la malnutrición, desdentados a los treinta años, cojos por un hueso roto que no había soldado bien, con cicatrices, parálisis, tiña por falta de higiene y, en nuestra zona de bosques, con miembros amputados por congelación. Pero en Jonathan no había una sola marca que lo desfigurara. Creció alto, erguido y ancho de hombros, tan majestuoso como los árboles de su propiedad. Su piel era tan blanca y pura como la leche recién ordeñada. Tenía un pelo negro y liso tan reluciente como el ala de un cuervo, y sus ojos eran oscuros e insondables, como los recovecos más profundos del Allagash. Era, simplemente, de una belleza admirable.

¿Es una bendición o una maldición tener un niño como Jonathan viviendo entre nosotros? Yo digo que pobres de nosotras, las chicas, si se tiene en cuenta el efecto que un chico como Jonathan puede tener en las muchachas de una aldea, en un pueblo tan pequeño que apenas existen otras distracciones, y donde es imposible evitar todo contacto con él. Era una tentación constante e inevitable. Siempre existía la posibilidad de verlo, saliendo de la tienda de provisiones o cabalgando por un campo, en teoría para hacer un recado, pero en realidad enviado por el diablo para debilitar nuestras defensas. No necesitaba estar presente para tomar el control de nuestra conciencia: cuando te sentabas a hacer labores de costura con tus hermanas o amigas, una de ellas decía en susurros que había visto a Jonathan hacía poco, y a partir de ahí no hablábamos de otra cosa que no fuera él. Puede que tuviéramos parte de la culpa de nuestro tormento, porque las chicas éramos incapaces de dejar de estar obsesionadas con él, ya fuera con ocasión de un encuentro casual («¿Te habló?», querían saber las chicas. «¿Qué te dijo?»), o simplemente por haberlo visto en el pueblo, cuando se comentaban hasta detalles tan triviales como el color de su chaleco. Pero en lo que en realidad pensábamos todas nosotras era en cómo podía mirarte de arriba abajo de un modo tan impertinente, o en la manera en que las comisuras de su boca se torcían hacia arriba en un gesto de reflexión, y en que todas nosotras moriríamos por estar acurrucadas en sus brazos una sola vez. Y no eran solo las jovencitas las que sentían eso por él; sobre todo cuando llegó a la adolescencia, a los quince o dieciséis años, ya hacía que los demás hombres del pueblo parecieran consumidos, toscos, gordos o esqueléticos, y las buenas esposas empezaron a mirar a Jonathan de otra manera. Se notaba en su forma de observarlo.

También había en él una faceta de ligero peligro, de querer tocarlo como cuando una voz sin juicio en tu cabeza te dice que toques un hierro candente. Sabes que no podrás evitar quemarte, pero eres incapaz de resistirte. Tienes que experimentarlo por ti misma. Haces caso omiso de lo que sabes que vendrá a continuación, el insoportable dolor de la carne chamuscada, el lacerante escozor de la quemadura cada vez que se toca la herida. La cicatriz que llevarás el resto de tu vida: la cicatriz que dejará una marca en tu corazón. Vacunada contra el amor, nunca volverás a ser tan tonta de la misma manera.

En este aspecto, yo era envidiada y ridiculizada al mismo tiempo: envidiada por todos los ratos que pasaba en compañía de Jonathan; ridiculizada porque había dejado claro que no había entre nosotros ningún tipo de idilio. A los ojos de otras chicas, eso solo confirmaba que yo carecía de las argucias femeninas necesarias para excitar el interés de un hombre. Pero yo no era diferente de ellas. Sabía que Jonathan tenía el poder de quemarme con el resplandor de su atención, como una llama aplicada a un papel. Una chica podía quedar destruida en un instante de divino amor. La cuestión era: ¿valía la pena?

Podrías preguntar si yo amaba a Jonathan por su belleza, y yo respondería que esa es una pregunta absurda, ya que su extraordinaria belleza era una parte indisociable de todo su ser. Era lo que le daba su tranquila confianza en sí mismo -que algunos llamarían altiva arrogancia- y su soltura desarmante con el bello sexo. Y si fue su belleza lo que primero atrajo mi atención, no pediré disculpas por ello, ni pienso pedirlas por mi deseo de hacer mío a Jonathan. Contemplar una belleza así es desear poseerla; es el anhelo que impulsa a todo coleccionista. Y yo no era la única. Casi todas las personas que conocían a Jonathan intentaban poseerlo. Aquella era su maldición, y la maldición de todas las personas que lo amaban. Pero era como estar enamorado del soclass="underline" brillante y fascinador cuando estás cerca, pero es imposible quedártelo para ti solo. Era desesperante amarlo, e igualmente desesperante no hacerlo.

Y así caí víctima de la maldición de Jonathan, atrapada en su terrible atracción, pero los dos estábamos condenados a sufrir por ello.

3

De este modo se fue desarrollando una amistad entre nosotros -Jonathan y yo- durante la adolescencia. Nos encontrábamos después de los oficios religiosos del domingo y en acontecimientos sociales como bodas e incluso funerales, hablando en susurros en los márgenes del grupo de dolientes, o prescindiendo de todo decoro y escapándonos al bosque para poder concentrar toda nuestra atención en el otro. Había cabezas que se meneaban con desaprobación, y seguro que algunas lenguas se entregaron al cotilleo, pero nuestras familias no hicieron nada por impedir nuestra amistad. Al menos, si lo hicieron, yo no me enteré.

Durante aquella época me fui dando cuenta poco a poco de que Jonathan estaba más solo de lo que yo había imaginado. Los otros chicos buscaban su compañía mucho menos de lo que yo había supuesto; y por parte de Jonathan, cuando un grupo se nos acercaba en un acto social, él solía mantenerse al margen. Recuerdo una ocasión, en una reunión de primavera en la iglesia, en la que Jonathan me llevó por otro camino al ver que un grupo de chicos de su edad iba en nuestra dirección. Yo no sabía cómo interpretar aquello, y al cabo de unos minutos de angustiosa reflexión, decidí preguntarle: