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Adair hizo que un lacayo le ayudara a subir la escalera mientras todos nos congregábamos a la puerta del dormitorio de Adair como chacales acicalándose antes de repartir la caza de la noche. Al final, Adair decidió que él y yo gozaríamos de la compañía del joven y despidió a los otros. A pesar de lo borracho que estaba, se desnudó hábilmente cuando se le ordenó y me siguió con entusiasmo a la cama. Y aquí viene la parte curiosa: mientras el muchacho se desnudaba, Adair le observaba con mucha atención, no con gozo (como yo esperaba) sino con una mirada cínica. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el joven tenía un pie deforme; no era una deformidad muy notoria, y llevaba una bota hecha ex profeso que le ayudaba a andar sin apenas cojear. Pero era una deformidad, y al percatarse de ella, Adair pareció visiblemente desilusionado.

Adair se sentó en una silla y observó cómo el joven copulaba conmigo. Por encima del hombro del muchacho vi la decepción en el rostro de Adair, un desinterés por nuestro invitado que se esforzaba por vencer. Al final, Adair se quitó la ropa y se unió a nosotros, sorprendiendo al joven con sus atenciones, que no obstante fueron aceptadas (no se resistió en ningún momento, aunque gimió un poco cuando Adair se puso brusco con él). Y los tres dormimos juntos en la cama, nuestro invitado relegado a los pies del lecho, sucumbiendo a los efectos del alcohol y al resultado habitual de las efusiones amatorias de un hombre.

A la mañana siguiente, después de enviar de regreso al joven en un carruaje, Adair y Tilde tuvieron unas palabras acaloradas detrás de las puertas cerradas. Alejandro y yo estábamos sentados en la sala de desayunar y escuchábamos -o procurábamos no escuchar- mientras tomábamos té.

– ¿Qué es lo que ocurre? -pregunté, indicando con la cabeza en dirección a la amortiguada discusión.

– Adair nos ha dado órdenes tajantes de estar atentos a la aparición de hombres atractivos, pero solo los más atractivos. Tenemos que llevárselos. ¿Qué puedo decir? A Adair le gustan las caras bonitas. Pero solo le interesa la perfección, ¿sabes? Y por lo visto, el hombre que Tilde le trajo a Adair no era del todo perfecto.

– Tenía un pie deforme. -Yo no entendía qué podía importar aquello; su rostro era exquisito.

Alejandro se encogió de hombros.

– Ah, ahí lo tienes.

Se dedicó a untar de mantequilla una rebanada de pan y no dijo más, dejándome que removiera mi té y me preguntara por las extrañas obsesiones de Adair. El caso era que había penetrado a aquel muchacho como para castigarlo por haberle decepcionado de algún modo. Me resultaba incómodo pensar en ello.

Me incliné sobre la mesa y le cogí una mano a Alejandro.

– ¿Recuerdas la conversación que tuvimos hace unas semanas, acerca de mi amigo? ¿Mi amigo el que es tan guapo? Prométeme, Alejandro, que nunca le hablarás de él a Adair.

– ¿Crees que te haría eso? -dijo, dolido.

Ahora sé que su aire ofendido era fingido. Era un buen actor, aquel Alejandro. Todos teníamos que estar alrededor de Adair, pero aquella era la función de Alejandro en el grupo, la de tranquilizar a los afligidos o inseguros, aliviar y calmar a la víctima para que esta no viera venir el golpe. En aquella época, yo pensaba que él era el bueno, mientras que Tilde y Dona eran malos y crueles, falsos; ahora sé que cada uno tenía que desempeñar un papel.

Pero en aquel momento, le creí.

28

Empecé a sentir más curiosidad por mis compañeros de casa. Había empezado a verlos como una jauría que caza unida, cada uno con una función, cada uno interpretando su papel con una facilidad que se adquiere solo haciendo un trabajo muchas veces. Conseguir que salte la presa, distraerla, derribar a la infortunada víctima, ya se tratara del joven del pie deforme o de un incauto en una partida de cartas. Los tres eran como perros de caza, contenidos por sus correas y collares; Adair solo tenía que soltarlos y allá iban ellos, todos bien seguros de lo que tenían que hacer. Yo era el cuarto perro, nueva en la jauría e insegura de mi función. Y como ellos eran un conjunto de instrumentos bien afinados, se mostraban reacios a hacerme sitio, convencidos de que les estorbaría y perjudicaría su elegancia calculada y su eficiencia. A mí me daba lo mismo; no tenía deseos de unirme a ellos.

Esperaba una reacción de los otros a la preferencia de Adair por mí, y me sorprendió que no hubiera ninguna. Al fin y al cabo, seguro que yo había desplazado a alguno de ellos como favorita y confidente de Adair. Pero ninguno de ellos estaba molesto. No había ni una chispa de celos que caldeara el ambiente. La verdad era que, con excepción de Alejandro, se relacionaban poco conmigo. Los tres me hacían el vacío, pero sin malicia. Nos evitaban a mí y a Adair, excepto cuando íbamos a las fiestas y volvíamos, y en aquellas ocasiones había una atmósfera de jovialidad forzada flotando sobre nosotros como una neblina. Cuando Tilde y yo cruzábamos miradas, por ejemplo, a veces notaba que la severa expresión de su boca se combinaba con una ligera arruga en la frente, pero no parecía que se debiera a los celos. Los tres vagaban por la casa como fantasmas, hechizados e impotentes.

Una noche decidí preguntarle a Adair por ello. Al fin y al cabo, tenía más probabilidades de que él me dijera la verdad que de que me la dijeran ellos. Esperé a que Adair cogiera una botella de brandy y copas para llevarnos a la habitación, mientras las sirvientas me ayudaban a despojarme de mis faldas y mi corpiño y me quitaban las horquillas del pelo. Cuando Adair servía la bebida en nuestras copas, le dije:

– Tengo una duda que quería plantearte.

El tomó un largo trago de su bebida antes de pasarme una copa.

– Ya me lo esperaba. Últimamente has estado algo distraída.

– Son… los otros -empecé, insegura de cómo continuar.

– No me pidas que me deshaga de ellos. No lo haré. Puede que quieras que pasemos todo el tiempo juntos, pero no debo tenerlos vagando sueltos. Y además, es importante que nos mantengamos unidos. Nunca se sabe cuándo vas a necesitar que uno de nosotros acuda en tu ayuda, alguien que entienda sus obligaciones. Lo comprenderás algún día -se apresuró a decir.

– No quiero que te deshagas de ellos. Solo me pregunto, Adair, cuál de sus corazones se ha roto ahora que pasas todo tu tiempo conmigo. ¿Cuál de ellos siente con más fuerza la pérdida de tu atención? Los veo y me dan lástima… ¿Por qué te ríes de mí? No era mi intención hacerte gracia.

Había esperado que sonriera al oír mi pregunta, tal vez que me reprendiera por mi tonta sensibilidad y me asegurara que nadie estaba resentido conmigo, que cada uno de los otros había tenido su turno como favorito y sabía que ese placer no duraría para siempre, que la armonía de nuestra casa estaba intacta.

Pero no fue esa la reacción que obtuve de Adair. Su risa no era de apreciación: era de burla.

– ¿La pérdida de mi atención? ¿Crees que están arriba, llorando cada noche hasta dormirse, ahora que ya no son la niña de mis ojos? Permite que te diga algo sobre las personas con las que compartes casa. Tienes derecho a saberlo, ya que estás atada a ellos para la eternidad. Es mejor que estés siempre en guardia con ellos, querida. No van a velar por tus intereses, en ningún momento. No sabes nada de ellos, ¿verdad?

– Alej me ha contado un poco -murmuré, bajando los ojos.

– Apuesto a que no te ha contado nada importante y, desde luego, nada que te haga pensar mal de él. ¿Qué te ha dicho de sí mismo?

Empezaba a lamentar haber planteado el tema.

– Solo que viene de una buena familia española.

– Una familia muy buena. Los Piñeiro. Hasta se podría decir que una familia grande, pero ya no encontrarás a ningún Piñeiro en Toledo, España. ¿Sabes por qué? ¿Has oído hablar de la Inquisición? Alejandro y su familia fueron arrestados por la Inquisición, por el mismísimo Gran Inquisidor, Tomás de Torquemada. Su madre, su padre, su abuela, su hermanita… todos fueron a la cárcel. Se les dieron dos opciones: podían confesar sus pecados y convertirse al catolicismo… o seguirían en prisión, donde seguramente morirían.