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– Quítate el corpiño y la blusa -dijo con la mayor naturalidad.

– ¿Para qué? -pregunté.

– No te lo estoy pidiendo, zorra estúpida -dijo. Retiró el tapón del frasco de tinta y se limpió la mancha que le dejó en los dedos-. Son órdenes de Adair. Dame el brazo, desnudo.

Con los dientes apretados, hice lo que me decía, sabiendo que a Tilde le encantaba intimidarme, y después me dejé caer en un taburete frente a ella. Me agarró la muñeca derecha y tiró de mi brazo, torciéndolo para que fuera visible la cara interior, y después lo atrapó bajo el suyo, igual que un herrero sujeta la pezuña de un caballo entre sus rodillas para herrarlo. Miré con recelo cómo elegía una aguja, la mojaba en tinta y después me pinchaba la piel blanca y delicada de la cara interna del brazo.

Salté, aunque no sentí nada más que la presión del contacto.

– ¿Qué haces?

– Ya te he dicho que son órdenes de Adair -gruñó-. Te estoy grabando una marca en la piel. Se llama tatuaje. Seguro que nunca has visto uno.

Miré los puntos negros: tres, cuatro… Tilde trabajaba deprisa. Parecían lunares, formados cuando la tinta se extendía ligeramente bajo el pinchazo. Una hora después, más o menos, Tilde había terminado el contorno de un escudo del tamaño aproximado de una moneda de dólar, y estaba empezando una figura de un animal fantástico, parecido a una serpiente. Tardé un minuto en darme cuenta de que estaba dibujando un dragón. En aquel momento entró Adair. Inclinó la cabeza para ver el trabajo de Tilde, Pasó un pulgar por la zona, ahora bañada en tinta negra y sangre roja, para tener una visión más clara.

– ¿Sabes qué es esto? -me preguntó con cierto orgullo. Yo negué con la cabeza-. Es el escudo de mi familia. O más bien, el escudo de mi linaje adoptivo -se corrigió-. Es el emblema que hay en el sello del que te hablé.

– ¿Por qué me estás haciendo esto? ¿Qué significa? -pregunté.

Él cogió el pañuelo y limpió el tatuaje, para admirarlo mejor.

– ¿Tú qué crees que significa? Te estoy marcando… como mía.

– ¿De verdad es necesario esto? -Traté de torcer el brazo para liberarme de Tilde, lo que me valió un ligero palmetazo-. Supongo que les haces esto a todas tus criaturas. ¿Y el tuyo, Tilde? ¿Puedo verlo, para saber cómo quedará cuando…?

– Yo no tengo -dijo ella bruscamente, sin levantar la mirada de lo que estaba haciendo.

– ¿No tienes? -Clavé los ojos en Adair-. ¿Y por qué yo sí?

– Es algo especial que he elegido para darte. Significa que eres mía para siempre.

No me gustó el brillo de posesión que destelló en sus ojos.

– Hay otras maneras de transmitir esa intención a una muchacha. Un anillo, un collar, un objeto de tu devoción… Es el sistema tradicional, creo -dije en tono irritado.

Mi insolencia pareció complacerle.

– Eso no son más que prendas simbólicas, triviales y en absoluto definitivas. Un anillo puedes quitártelo. Con esto no podrás hacer lo mismo.

Miré la obra de Tilde.

– ¿Qué quieres decir? ¿Mi piel quedará manchada permanentemente?

Al oír esto, me dirigió la extraña sonrisa que yo había aprendido a esperar cuando estaba a punto de hacerme algo doloroso. De un tirón, soltó mi brazo de Tilde y lo sujetó bajo el suyo, respiró hondo, cogió una de las agujas y me la clavó en el centro del tatuaje, poniendo cuidado en pinchar justo en medio del dibujo. Un dolor agudo me recorrió de repente el brazo, y las punzadas de las agujas de Tilde cobraron vida todas a la vez. «Por mi mano e intención», dijo al aire como una proclamación, y la herida me escoció como si me hubieran frotado sal en la carne viva. Me retorció con fuerza el brazo para echar otro vistazo al tatuaje, y yo me estremecí hasta que me lo soltó.

– Lanore, me sorprendes -dijo Adair, con afectación-. Pensé que te agradaría saber que te valoro tanto que te reclamo para la eternidad.

Y el caso era que tenía razón: aquello agradaba a mi parte perversa, la que quería que un hombre me deseara tanto que marcara a fuego su nombre en mi piel. Aunque no estaba tan ciega para no alarmarme al ver que me trataba como si fuera ganado.

De esta manera pasaron semanas. La mayoría de los días, yo estaba contenta con Adair; era lo bastante atento, lo bastante amable, lo bastante generoso. Hacíamos el amor como dos locos desesperados. Pero había ocasiones en las que actuaba con crueldad, sin más motivo que su propio disfrute. En esos momentos, Alejandro, Tilde, Dona y yo misma nos convertíamos en bufones de su corte intentando apaciguar a aquel monarca rencoroso y tratábamos de engatusarlo para abstraerlo de su temible estado de ánimo. O procurábamos, al menos, evitar ser el objeto de sus crueldades. En ocasiones así, yo me sentía atrapada en un manicomio y deseaba desesperadamente escapar, solo que no pensaba que pudiera hacerlo. Los otros todavía seguían con Adair, incluso después de décadas de aquel tratamiento que alteraba los nervios. Me habían contado que Uzra había intentado huir de él incontables veces. Sin duda, si existiera una manera de escapar, ellos ya lo habrían hecho.

Además, a pesar de mi dedicación a Adair, Jonathan empezó a ocupar de nuevo mis pensamientos, cada vez más. Al principio, lo que sentía era culpa, porque había otro hombre en mi vida… ¡como si tuviera elección! No obstante, por mucho que intentara pensar en ello de modo lógico, por mucho que me empeñara en recordar lo mal que me había tratado, su insensibilidad, lo echaba de menos y sentía que le estaba siendo infiel. No importaba que Jonathan estuviera prometido a otra mujer y que hubiera renunciado a ser dueño de mi corazón. Dormir con un hombre mientras amaba a otro me parecía mal.

Y yo seguía amando a Jonathan. Un examen a fondo de mi corazón me lo reveló. Por mucho que me halagaran las atenciones de Adair, por mucho que me agradara que un hombre tan mundano me encontrara atractiva, en el fondo yo sabía que si Jonathan llegara al día siguiente a la ciudad, yo dejaría a Adair sin despedirme siquiera. Me estaba limitando a sobrevivir. La única esperanza que me quedaba era volver a ver a Jonathan algún día.

29

El tiempo fue pasando, imposible de medir. ¿Cuánto llevaba con Adair…? ¿Seis semanas, seis meses…? Había perdido la cuenta y estaba convencida de que no importaba; en mis nuevas circunstancias, el transcurso del tiempo dejaría de importarme. La eternidad se abría ante mí en toda su infinitud, como el océano la primera vez que lo había visto, demasiado grande para que pudiera abarcarlo con la mirada.

Una tarde de finales de verano, azul y dorada, llamaron a la puerta principal. Como casualmente me encontraba cerca y no vi sirvientes (estarían durmiendo una borrachera de clarete robado en la despensa, sin duda), abrí la puerta pensando que sería un vendedor o alguien que hacía una visita a Adair. Pero allí, en los escalones, con un maletín en la mano, se encontraba el carismático predicador de ojos enloquecidos de Saco.

Se quedó boquiabierto al verme, y su astuto rostro se iluminó de placer.

– Yo te conozco, señorita, ¿a que sí? Reconozco tu bonita cara porque una cara como la tuya no es fácil de olvidar -dijo, entrando en el vestíbulo sin invitación. Pasó rozándome con su polvorienta capa y se quitó el sombrero de tres picos de la cabeza.

– Yo también le conozco, señor -respondí horrorizada, retrocediendo, incapaz de imaginar por qué estaba allí.

– Bueno, pues no me dejes con la duda. ¿Cómo te llamas y cómo nos conocimos? -Todavía sonreía, pero de una manera deliberada para ocultar sus verdaderos pensamientos, intentando recordar dónde nos habíamos conocido y en qué circunstancias.

Así que en lugar de responderle, pregunté: