Fruncí el ceño ante el último regalo.
– No creo que esto sea de su gusto -dije, levantando el de ébano, que era el más grande, para fijarme en los detalles.
– No son para que los use él -dijo Dona. Me quitó el consolador y lo enrolló con los otros en su funda de terciopelo-. Ya has dejado bastante claras sus inclinaciones. Esto se puede utilizar, por ejemplo, para entretener a sus damas, una novedad para estimular su deseo y ponerlas en un estado de ánimo juguetón. ¿Quieres que te enseñe cómo se usan? -preguntó, y después me miró de reojo, incrédulo ante mi falta de sofisticación sexual, pensando que tal vez yo no estaría a la altura de las circunstancias.
Mientras Dona buscaba en los baúles alguna chuchería que tendría en la cabeza, yo me entretuve desenvolviendo paquetes misteriosos, maravillándome con cuanto atesoraban en su interior (una caja de música con incrustaciones de piedras preciosas que tenía forma de huevo, un pájaro mecánico en miniatura que agitaba sus alas metálicas y cantaba…). Por fin, en un polvoriento baúl metido bajo los aleros en el rincón más alejado, encontré un artículo que me puso la carne de gallina. Un pesado sello de color dorado (pero sin duda de latón; un objeto de oro de aquel tamaño habría valido una fortuna), envuelto en terciopelo y guardado en una bolsa de piel de ciervo. ¿El sello del físico muerto hacía tiempo, del que Adair me había hablado? ¿Se lo había quedado como recuerdo?
– Aquí tienes. -Al oír la voz de Dona, cerré apresuradamente el baúl y lo empujé de nuevo a su sitio. Dona había envuelto los paquetes de Jonathan en un retal de seda roja y lo había atado con un cordón dorado. Los regalos para mi familia los envolvió en una tela azul atada con cinta blanca-. No confundas estos dos paquetes.
Es posible que aquellos preparativos me indujeran a sentir confianza. Adair estaba siendo tan complaciente con todos aquellos regalos, con los lujosos detalles del viaje, que empecé a preguntarme si, después de todo, no tendría allí una opción; si no sería aquella mi oportunidad de escapar de sus garras. Puede que no pudiera confiar en mí misma lo suficiente para considerar aquellas posibilidades de rebelión en presencia de Adair, tumbada en la cama a su lado, pero, sin duda, a cientos de kilómetros de él estaría segura. La distancia tenía que aflojar el lazo entre nosotros.
Aquel pensamiento me consolaba, tal vez incluso me volvía atrevida. Empecé a ver mi viaje como una oportunidad de escapar. Quizá hasta pudiera convencer a Jonathan de que dejara atrás a su familia y sus expectativas y se fugara conmigo.
Es decir, hasta la tarde siguiente.
Tilde y yo volvíamos de la sombrerería con un nuevo sombrero para Tilde cuando vimos a la muchacha. Estaba de pie en una bocacalle, mirando el tráfico. Por lo que pudimos ver de ella, era delgada y pálida, un ratoncillo vestido con harapos pringosos. Tilde se acercó a la chica, haciendo que ella se metiera más en la callejuela.
Estaba preguntándome si ir con Tilde y averiguar por qué se había acercado a la chica, cuando las dos echaron a andar hacia mí. A la precaria luz de la tarde, vi el lamentable estado de la muchacha. Parecía un trapo arrugado y tirado, y en sus ojos estaba grabada la certeza de que era así como se sentía.
– Ésta es Patience -dijo Tilde, apretando entre las suyas la pequeña mano de la muchacha-. Necesita un lugar donde alojarse, así que he pensado que podríamos llevarla a casa con nosotras. Darle una comida y un techo durante unas cuantas noches. No creo que a Adair le importe, ¿y tú?
Su sonrisa era zorruna y de triunfo, y me recordó inmediatamente cómo ella y los otros me habían encontrado a mí en las calles unos meses antes. El efecto fue el que ella pretendía. Al ver la inquietud reflejada en mi rostro, me dirigió una mirada de advertencia, y supe que no debía decir nada.
Tilde le hizo señas a un coche y ayudó a la chica a subir los peldaños delante de nosotras. La pequeña se sentó en el borde del banco, mirando por la ventanilla con los ojos muy abiertos cuanto se le mostraba de Boston. ¿Así había parecido yo, tan miserable, nada más que una presa para un depredador, una criatura que casi rogaba ser devorada?
– ¿De dónde vienes, Patience? -pregunté.
Ella me miró con cautela.
– Me escapé.
– ¿De tu casa?
Patience negó con la cabeza, pero no nos dio más explicaciones.
– ¿Cuántos años tienes?
– Catorce. -No aparentaba tener más de doce, y debía de saberlo, ya que sus ojos esquivaban mi inquisitiva mirada.
En cuanto llegamos a la mansión, Tilde la llevó a una de las habitaciones de arriba.
– Haré venir a una sirvienta con un poco de agua para que puedas lavarte -dijo, haciendo que la chica se llevara tímidamente la mano a su sucia mejilla-. También haré que te traigan algo de comer. Te buscaré algo de más abrigo que puedas ponerte. Lanore, ¿por qué no vienes conmigo?
Fue directa a mi habitación y empezó a revolver entre mis ropas sin pedir permiso.
– Creo que todas las cosas pequeñas te las dimos a ti. Seguro que tienes algo que le sirva a la chica.
– No entiendo. -Me planté delante de Tilde y cerré la puerta del armario-. ¿Por qué la has traído aquí? ¿Qué te propones hacer con ella?
Tilde sonrió, burlona.
– No finjas ser idiota, Lanore. Si alguien debería saber…
– ¡Es una niña! No puedes entregársela a Adair como si fuera un juguete.
A pesar de todas las cosas que Adair había hecho, sabía que nunca había abusado de una niña. No me sentía capaz de soportar aquello.
Tilde se acercó a un baúl.
– Puede que sea un poco joven, pero no es inocente. Me ha dicho que se había escapado de una casa de acogida a la que la habían enviado para dar a luz. Catorce años y con un hijo. Le estamos haciendo un favor -explicó, mientras se decidía por un ajustado corsé con prácticos lazos de algodón.
Me dejé caer en mi cama.
– Llévale esto y lávala un poco. -Tilde empujó la ropa hacia mí-. Yo iré a conseguirle algo de comer.
Patience estaba de pie ante la ventana, mirando la calle, cuando yo volví a su habitación. Se apartó de los ojos unos mechones sucios de pelo castaño y miró con codicia la ropa que yo llevaba en los brazos.
La extendí hacia ella.
– Vamos, ponte esto. -Me volví de espaldas mientras se desnudaba-. Tilde me ha dicho que vienes de una casa de acogida…
– Sí, señorita.
– … donde has tenido un niño. Dime, ¿qué ha sido de tu hijo? -Yo tenía el corazón desbocado. No era posible que hubiera huido abandonando al pequeño.
– Me lo quitaron -dijo ella a la defensiva-. No llegué a verlo, ni siquiera cuando nació.