– Lo siento.
– Ya es cosa pasada. Ojalá… -Se detuvo, tal vez pensando que no convenía contarles demasiadas cosas a aquellas damas sospechosas que la habían recogido en la calle. Yo sabía cómo se sentía-. La otra señora me ha dicho que aquí podría haber un trabajo para mí. ¿Tal vez para ayudar en la cocina?
– ¿Te gustaría eso?
– Pero me ha explicado que antes tengo que conocer al señor de la casa, para ver si da el visto bueno.
Escudriñó mi cara en busca de alguna señal de que yo estaba de acuerdo, de que no se le estaba tendiendo alguna extraña trampa. Tilde se equivocaba, la chica era todavía muy inocente. Me gustara o no, oía resonar en mis oídos las palabras de Jude… Patience era demasiado inocente para relacionarse con personas como Adair. No podía permitir que le ocurriera lo que me había ocurrido a mí.
Le cogí la mano.
– Ven conmigo. No digas una palabra ni hagas ruido.
Bajamos corriendo la escalera de atrás, la escalera de los sirvientes, que yo sabía que Tilde nunca utilizaba, y pasamos por la cocina en dirección a la puerta trasera. En la esquina del madero de cortar había un puñado de monedas, seguramente en espera de un repartidor. Recogí el dinero y se lo puse en la mano a Patience.
– Vete. Coge este dinero y quédate la ropa.
Me miró como si me hubiera vuelto loca.
– Pero ¿adónde voy a ir? Seguro que me castigarán si vuelvo a la casa de acogida, y no puedo volver a casa con mi familia…
– Pues sufre tu castigo o pide misericordia a tu familia. A pesar de toda la maldad que ya has visto, hay más de la que no tienes ni idea, Patience. ¡Vete! Es por tu bien -dije, empujándola por la puerta, que después cerré de golpe. En aquel momento entró una chica de la cocina que me miró con recelo, y volví a subir la escalera hasta el refugio de mi habitación.
Empecé a dar zancadas, fuera de mí. Si había echado a la chica por su propia seguridad, ¿qué excusa tenía yo para vivir allí? Sabía que lo que estaba haciendo con Adair estaba mal, que aquel era un lugar maligno y sin embargo… el miedo me había retenido. Y el miedo me espoleaba en aquel momento; era solo cuestión de tiempo que Tilde se enterara de que habían liberado a su presa, y entonces ella y Adair caerían sobre mí como dos leones. Empecé a meter ropa en una bolsa, porque todos mis sentidos me alertaban para que huyera. Debía huir o afrontar una ira terrible.
Antes de darme cuenta estaba en la calle y dentro de un coche, contando el dinero que había en mi bolso. No mucho, pero suficiente para irme lejos de Boston. El coche me dejó en la oficina de una empresa de diligencias y compré un billete para el siguiente coche de pasajeros que salía de Boston, rumbo a Nueva York.
– La diligencia no partirá hasta dentro de una hora -me dijo el empleado-. En la acera de enfrente hay una posada donde mucha gente espera hasta que llega la hora -añadió, solícito.
Me senté con una tetera delante de mí y la bolsa a mis pies, mi primera oportunidad de tomar aliento y pensar desde que había huido. A pesar de que el corazón me martilleaba de miedo, también me sentía curiosamente optimista. Estaba marchándome de casa de Adair. ¿Cuántas veces lo había deseado, pero me había faltado valor? Ahora lo había hecho a toda prisa y nada me hacía pensar que me hubieran descubierto. Seguro que no podrían encontrarme en una hora -Boston era una ciudad grande-, y después ya estaría en camino y no podrían seguir mi rastro. Rodeé la tetera de porcelana blanca con las manos para entrar en calor y me permití un leve suspiro de alivio. Puede que la casa de Adair hubiera sido una ilusión. Un mal sueño que solo parecía realidad cuando estabas inmerso en él. A lo mejor, allí no tenía poder para hacerme daño. Quizá, reunir el valor para salir por la puerta y huir era la única prueba. La cuestión en aquel momento, por supuesto, era adónde ir y qué hacer con mi vida.
Y entonces, de repente, fui consciente de la presencia de varias personas a mi lado. Adair, Alejandro, Tilde. Adair se agachó junto a mí y me susurró al oído:
– Ahora ven conmigo, Lanore, y no se te ocurra hacer una escena. Seguro que hay joyas en tu bolsa, y si pides ayuda, diré a las autoridades que robaste esos objetos valiosos de mi casa. Y los demás me apoyarán.
Su mano casi me descoyuntó el codo cuando me levantó del asiento. Sentía su ira irradiando hacia mí, como el calor de una hoguera. En el coche que nos llevó a casa, no pude mirar a ninguno de ellos; me quedé sentada, encerrada en mí misma, con los labios sellados del miedo que sentía. Apenas habíamos cruzado la puerta de entrada cuando Adair extendió el brazo y me cruzó la cara con fuerza, derribándome al suelo. Alejandro y Tilde pasaron a toda prisa detrás de mí y salieron del vestíbulo, como aves que en un campo echan a volar antes de una tormenta.
A juzgar por la cólera en los ojos de Adair, parecía que quería hacerme pedazos.
– ¿Qué creías que estabas haciendo? ¿Adónde ibas?
No pude articular ni una palabra, pero daba igual, porque él no quería respuestas. Solo quería golpearme una y otra vez, fuera de sí, hasta que caí a sus pies como una muñeca rota, mirándole con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Su cólera no se había aplacado; se hizo evidente cuando, con los puños, empezó a ir de un lado a otro delante de mí.
– ¡¿Así es como pagas mi generosidad y mi confianza?! -gritó-. Te acojo en mi casa, en mi familia, te visto, te mantengo a salvo… En algunos aspectos sois como hijos para mí. Comprenderás, pues, lo decepcionado que estoy contigo. Te lo advertí: eres mía, lo quieras o no. Jamás me dejarás, jamás, hasta que yo te permita irte.
Entonces me levantó y me llevó a la parte de atrás de la casa, a la cocina y la zona de los sirvientes, aunque todos se habían escabullido como ratones. Me hizo bajar un tramo de la escalera, hasta las lúgubres bodegas; pasamos junto a cajas de vino, sacos de harina y muebles que no se usaban tapados con paños, recorrimos un estrecho pasadizo de paredes húmedas y frías, y por fin llegamos a una puerta de roble con profundos arañazos. La luz en la habitación era mortecina. Dona estaba de pie junto a la puerta, con una túnica ceñida a la cintura, encorvado como si estuviera enfermo. Algo terrible estaba a punto de ocurrir, si Dona -que normalmente se recreaba en la desgracia ajena- tenía miedo. De su mano colgaba una maraña de correas de cuero, como unos arneses de caballo, pero aquel artilugio no se parecía a ningún arnés que yo hubiera visto.
Adair me dejó caer al suelo. «Prepárala», le dijo a Dona, quien al instante fue despojándome de mis sudadas y ensangrentadas ropas. Detrás de él, Adair empezó a desvestirse. Cuando estuve desnuda, Dona comenzó a atarme el arnés. Era un ingenio de pesadilla que iba retorciendo mi cuerpo en una postura forzada que me dejaba totalmente vulnerable. Me ató los brazos a la espalda y tiró de mi cabeza casi hasta romperme el cuello. Dona dejó escapar un gemido al abrochar las correas, pero no las aflojó. Adair se irguió sobre mí, con gesto amenazador e intenciones claras.
– Ha llegado el momento de enseñarte a obedecer. Había tenido la esperanza, por tu bien, de que no fuera necesario. Parecía que estabas destinada a ser diferente… -Se detuvo, como si reflexionara-. Todos deben ser castigados una vez, para que sepan lo que les ocurrirá si vuelven a intentarlo. Te dije que jamás me abandonarías y, sin embargo, has tratado de escapar. Nunca más volverás a intentar huir. -Enredó los dedos en mi cabello y acercó su cara a la mía-. Y recuerda esto cuando estés en tu pueblo con tu familia y con tu Jonathan. No existe sitio alguno donde yo no consiga encontrarte. No puedes escapar de mí.
– La muchacha… -intenté decir a través de los labios sellados con sangre seca.
– Esto no tiene nada que ver con la muchacha, Lanore. Aunque deberías aprender a aceptar lo que ocurre en mi casa… y lo aceptarás, y formarás parte de ello. Esto es porque me has dado la espalda a mí, me has rechazado a mí. Y no pienso permitirlo. Y menos de ti, no esperaba que tú… -No añadió nada más, pero yo sabía lo que deseaba decir: no quería arrepentirse de haberme entregado un trozo de su corazón.