No te voy a contar lo que me ocurrió en aquella habitación. Permíteme esta pizca de intimidad, ahorrarte los detalles de mi degradación. Basta con que sepas que fue el trato más vejatorio que jamás he sufrido. No solo me torturó Adair; hizo participar a Dona, aunque evidentemente contra la voluntad del italiano. Probé el fuego del diablo, sobre el que me había advertido Jude, y aprendí que poner a prueba el amor del diablo es muy peligroso. Dicho amor, si se le puede llamar así, nunca es dulce. Con el tiempo, acabas experimentándolo como lo que es: es vitriolo, es veneno, es ácido vertido por tu garganta.
Apenas estaba consciente cuando terminaron. Entreabrí los ojos como pude y vi a Adair recogiendo su ropa del suelo. Brillaba de sudor y tenía el pelo pegado al cuello en rizos oscuros. Dona también se había puesto su túnica y se estaba arrastrando a gatas, pálido y tembloroso, como si fuera a vomitar de un momento a otro.
Adair se pasó las manos por el pelo mojado, y después hizo un gesto con la cabeza en dirección a Dona.
– Llévala arriba y que alguien la lave -dijo antes de salir de la habitación.
Me estremecí cuando Dona soltó las correas de cuero. Me habían agujereado la piel, dejando docenas de heridas que se volvieron a abrir cuando las correas despegaron la sangre seca. Apoyó el horrible artilugio en el suelo -las correas adoptaron la forma de una figura humana hueca- y me cogió en brazos, lo más tierno que le he visto hacer a Dona jamás.
Me llevó a la habitación con la bañera de cobre, donde aguardaba Alejandro con cubos de agua. Después, Alejandro me lavó con suavidad, limpiándome de sangre y fluidos, pero yo apenas podía soportar el contacto y no dejaba de llorar.
– Estoy en el infierno, Alejandro. ¿Cómo voy a continuar viviendo?
Él me cogió una mano y la frotó con un paño.
– No tienes más remedio. Tal vez te ayude saber que todos hemos pasado por esto, cada uno de nosotros. No debes avergonzarte de lo que te ha ocurrido, no entre nosotros.
Mientras me lavaba, mis heridas se iban curando, los pequeños cortes desaparecían, los moratones se ponían amarillos. Me secó y me envolvió en un albornoz limpio, y nos tumbamos juntos en la cama. Alejandro se acurrucó detrás de mí, sin dejar que me separara de él.
– Y ahora, ¿qué? -pregunté, entrelazando los dedos con los suyos.
– Nada. Todo volverá a ser como antes. Debes procurar olvidar lo que te han hecho hoy, pero no la lección. Nunca olvides la lección.
La noche anterior a mi partida de Boston fue angustiosa. Yo quería que me dejaran sola con mis preocupaciones, pero Adair insistió en llevarme a su cama. Ni que decir tiene que después de lo sucedido me aterrorizaba, pero él no prestó atención a mi cambio de conducta. Supongo que estaba acostumbrado a hacerlo con todos sus acólitos y esperaba que yo volviera a ser la misma, con el tiempo. O puede que no le importara haber hecho pedazos mi confianza en él. Recordé el consejo de Alejandro y me comporté como si nada hubiera ocurrido, procurando ser tan atenta como siempre con Adair.
Adair había bebido mucho -tal vez para borrar lo que había hecho para que yo le tuviera tanto miedo- y fumó en el narguile hasta que la habitación se llenó de nubes de humo narcótico. Aquella noche fui una compañera de cama ausente y abstraída; lo único en lo que podía pensar era en lo que haría con Jonathan. Iba a condenarlo a la eternidad con aquel loco. Jonathan no había hecho nada para merecer aquello… pero yo tampoco.
Todavía no había decidido lo que le diría a mi familia al regresar a Saint Andrew. Al fin y al cabo, había desaparecido de su vida cuando huí del puerto un año antes. Seguro que habían hecho indagaciones en el convento y con el responsable de la naviera, quien les habría dicho que llegué a Boston y desaparecí acto seguido. ¿Habrían abrigado esperanzas de que yo aún estuviera viva y hubiera huido por vergüenza y para quedarme con mi hijo? ¿Habrían acudido a las autoridades, instado a la policía a que me buscara hasta convencerse de que me habían asesinado? Me preguntaba si habrían celebrado un falso funeral por mí en Saint Andrew. No, mi padre no permitiría que se dejaran llevar por las emociones. Mi madre y mis hermanas llevarían a cuestas su pena como pesadas piedras cosidas bajo la piel, cerca del corazón.
Y Jonathan, por su parte, ¿qué pensaría que me había ocurrido? Era posible que me creyera muerta… si es que pensaba alguna vez en mí. Al instante se me llenaron los ojos de lágrimas. ¡Seguro que pensaba en mí de vez en cuando, en la mujer que más le amaba en el mundo! Pero tenía que afrontar el hecho de que estaba muerta para todos los de Saint Andrew. Los supervivientes llegan a aceptar el hecho de que un ser querido ha fallecido. Guardan luto durante un tiempo, semanas o meses, pero al final el recuerdo se arrincona en la memoria y solo se lo saca de allí de vez en cuando, como un viejo juguete que tanto te había gustado con el que te tropiezas en el desván, lo acaricias con cariño y después lo vuelves a dejar.
Desperté en las horas de media luz del amanecer, sudorosa y desgreñada por el sueño agitado. El barco iba a zarpar con la marea de la mañana y tenía que llegar al muelle antes de que saliera el sol. Cuando me incliné para buscar mi ropa interior entre la ropa de cama, me recreé con la visión de Adair, que tenía la cabeza sobre la almohada. Supongo que es cierto que hasta los demonios parecen ángeles cuando están dormidos, cuando el sosiego y la satisfacción se apoderan de ellos. Tenía los ojos cerrados, sus largas pestañas le rozaban las mejillas, el pelo le caía sobre los hombros en oscuros y brillantes rizos, y la barba pubescente de su rostro le hacía parecer un muchacho, no un hombre capaz de crueldades inhumanas.
Me dolía la cabeza a causa del narcótico que había inhalado durante toda la noche. Si yo me sentía tan mal, me figuré que Adair tenía que estar poco menos que inconsciente. Le cogí la mano y la dejé caer: era un peso muerto. Ni siquiera gruñó ni se movió bajo la manta.
Entonces tuve una idea perversa. Recordé el diminuto frasquito de plata que contenía el elixir de la vida, la gota de magia diabólica que me había cambiado para siempre. «Quítaselo -me decía la voz. Aquel frasquito era la raíz del poder de Adair. Era mi oportunidad de vengarme de él-. Róbale su poder y llévatelo a Saint Andrew.»
Con la pócima, podría conseguir que Jonathan quedara atado a mí, como yo lo estaba a Adair. La idea cruzó mi mente como un relámpago, pero se me revolvió el estómago. Jamás podría utilizarla. Nunca podría transformar a alguien en… lo que yo soy ahora.
«Cógelo para vengarte de Adair. Es la única magia que posee en el mundo. ¡Piensa en el pánico que le entrará cuando se dé cuenta de que no la tiene!»
Quería vengarme por lo que me había hecho en el sótano. Me repugnaba que me enviara a aquella misión, obligada a condenar a mi amado a una eternidad con aquel monstruo. Pero, más que nada, quería que Adair sufriera.
Prefiero pensar que estaba poseída por un poder mucho más fuerte que mi razón, porque salí con mucho cuidado de la cama, posando sin ruido los pies desnudos en el suelo. Mientras me ponía una de las batas de Adair, inspeccioné la habitación. ¿Dónde escondería el frasquito? Solo lo había visto aquel día, ni antes ni después.
Pasé a la antecámara. ¿Estaría en la bandeja de las agujas de coser, o en el joyero, metido entre los anillos y prendedores? ¿O tal vez oculto en la punta de una zapatilla que nunca usaba? Ya estaba de rodillas, palpando una fila de zapatos, cuando comprendí que Adair jamás guardaría un objeto tan valioso en un sitio donde un criado pudiera encontrarlo y quedárselo. Lo llevaría encima en todo momento -pero yo le había visto completamente desnudo en muchas ocasiones, sin rastro del frasco- o lo escondería en un lugar secreto, donde a nadie se le ocurriría buscarlo. Donde nadie se atrevería a buscarlo.