– ¿Por qué has querido venir por este camino? ¿Es porque te da vergüenza que te vean conmigo?
Él hizo un sonido de burla.
– No seas tonta, Lanny. Me están viendo contigo. Todos pueden ver que estamos paseando juntos.
Aquello era cierto en buena medida, y un alivio. Pero yo no podía dejar de preguntar.
– Entonces ¿es porque no te gustan esos chicos?
– No me disgustan -dijo con displicencia.
– Entonces ¿por qué…?
Él me interrumpió.
– ¿Por qué me preguntas? Cree lo que te digo: para los chicos es diferente, Lanny, y así son las cosas.
Empezó a andar más deprisa, y yo tuve que levantarme un poco la falda para mantener su paso. No me había explicado qué era aquello tan misterioso a lo que había aludido. ¿Qué era diferente para los chicos?, me preguntaba. Por lo que yo podía ver, casi todo. A los chicos se les permitía ir a la escuela, si sus familias podían permitirse pagar al profesor, mientras que las chicas no tenían más educación que la que podían impartirles sus madres: las artes domésticas de coser, limpiar y cocinar, y tal vez un poco de lectura de la Biblia. Los chicos podían pelearse entre ellos por diversión, correr y jugar a «tú la llevas» sin el estorbo de las faldas largas, montar a caballo… Sí, era cierto que les tocaban trabajos más duros y tenían que dominar todo tipo de habilidades -una vez, me contó Jonathan, su padre le hizo reparar los cimientos de su nevera, con piedra y argamasa, solo para que supiera un poco de albañilería-, pero la vida de un chico era mucho más libre, pensaba yo. Y ahora Jonathan se quejaba de ello.
– Ya me gustaría ser un chico -murmuré, casi sin aliento por intentar seguir su paso.
– No, de eso, nada -dijo él por encima del hombro.
– No veo por qué…
Se volvió hacia mí.
– ¿Qué me dices de tu hermano Nevin? A él no le gusto mucho, ¿a que no?
Me detuve, perpleja. No, a Nevin no le gustaba Jonathan, y así había sido desde que yo recordaba. Me acordé de la pelea con Jonathan, cómo Nevin llegó a casa con la cara decorada con una costra de sangre seca, cómo nuestro padre se sintió discretamente orgulloso de él.
– ¿Por qué crees que tu hermano me odia? -preguntó.
– No lo sé.
– Nunca le he dado motivos, pero me odia de todos modos -dijo Jonathan, esforzándose por que no se notara en su voz que estaba dolido-. Y lo mismo pasa con todos los chicos. Me odian. Y también algunos de los adultos. Lo sé, puedo sentirlo. Por eso los evito, Lanny. -El pecho se le alzaba con esfuerzo debido al cansancio de explicarme aquello-. Bueno, ya lo sabes -dijo, y apretó el paso dejándome atrás, mientras yo lo miraba sorprendida.
Estuve toda la semana pensando en lo que me había revelado. Podría haberle preguntado a Nevin por qué había llegado a odiar tanto a Jonathan, pero de hacerlo habría reanudado una vieja discusión entre nosotros; por supuesto, él no podía soportar que yo fuera amiga de Jonathan, y yo conocía perfectamente las razones sin tener que preguntar. Mi hermano pensaba que Jonathan era soberbio y arrogante, que hacía ostentación de su riqueza y que esperaba -y obtenía- un trato especial. Yo conocía a Jonathan mejor que nadie aparte de su familia -tal vez incluso mejor que su familia-, así que sabía que todo aquello era falso… excepto lo último, pero no era culpa de Jonathan que los demás lo trataran de manera diferente. Y aunque Nevin se negaba a reconocerlo, yo veía en su mirada de odio el deseo de destruir la belleza de Jonathan, de dejar su marca en aquel rostro armonioso y atractivo, de derribar al hijo predilecto del pueblo.
A su manera, Nevin quería desafiar a Dios, corregir lo que él veía como una injusticia que Dios había cometido deliberadamente con éclass="underline" obligarle a vivir a la sombra de Jonathan en todos los aspectos.
Por eso Jonathan se había alejado de mí en la merienda campestre de la iglesia, porque se había visto obligado a compartir su vergüenza conmigo y tal vez pensara que ahora que yo conocía su secreto le abandonaría. ¡Con qué fuerza nos aferramos a nuestros miedos en la adolescencia! Como si existiera algún poder en la tierra o en el cielo que pudiera impedir que yo amara a Jonathan. En cualquier caso, me hizo ver que también él tenía enemigos y detractores, que también a él le estaban juzgando a todas horas, y que me necesitaba. Yo era la única amistad con la que podía ser libre. Y aquello no era unilateral; hablando claramente, Jonathan era la única persona que me trataba como si le importara. Y tener la atención del chico más deseado e importante del pueblo no era poca cosa para una chica casi invisible entre sus compañeras. ¿No era inevitable que aquello me hiciera amarle aún más?
Y así se lo dije a Jonathan el domingo siguiente, cuando me acerqué a él y deslicé mi brazo bajo el suyo mientras él paseaba por la parte más alejada del prado.
– Mi hermano es idiota -fue lo único que dije, y seguimos paseando juntos sin cruzar ni una palabra más.
Lo único que yo no retiraba de nuestra conversación en la reunión era lo de que habría preferido nacer chico. Seguía convencida de ello. Me habían metido en la cabeza, mediante las cosas que hacían mis padres y las mismas reglas por las que se regía nuestra convivencia, que las chicas no valían tanto como los chicos y que nuestras vidas estaban destinadas a ser mucho menos trascendentes. Por ejemplo, Nevin heredaría la granja de mi padre, pero si no hubiera tenido temperamento o ganas de criar ganado, habría podido hacerse aprendiz del herrero o ir a trabajar de leñador para los Saint Andrew. Tenía opciones, aunque fueran limitadas. Como mujer, yo tenía menos opciones: casarme y fundar mi propio hogar, quedarme en casa y cuidar de mis padres, o trabajar como sirvienta en casa ajena. Si Nevin rechazaba la granja por alguna razón, lo más probable era que mis padres se la pasaran al marido de alguna de sus hijas, pero también esto dependía de las preferencias del marido. Un buen marido debe tener en cuenta los deseos de su esposa, pero no todos lo hacían.
La otra razón -la más importante, en mi opinión- era que si yo fuera un chico, me sería mucho más fácil ser amigo de Jonathan. ¡La de cosas que podríamos hacer juntos si yo no fuera una chica! Podríamos montar a caballo y salir de aventuras sin acompañantes. Podríamos pasar muchísimo tiempo juntos sin que nadie frunciera el ceño o lo considerara un tema adecuado para hacer comentarios. Nuestra amistad sería tan banal y tan corriente que nadie repararía en ella y la dejarían que fraguase a su aire.
Mirando hacia atrás, ahora me doy cuenta de que aquella fue una época difícil para mí, todavía atrapada en la adolescencia pero dando tumbos hacia la madurez. Había cosas que yo quería de Jonathan, pero todavía no podía ponerles nombre, y solo disponía del torpe marco de la infancia para compararlas. Era íntima suya, pero quería intimar más de una manera que no comprendía. Veía cómo miraba a las chicas mayores, y que con ellas se comportaba de modo diferente que conmigo, y pensaba que me iba a morir de celos. En parte, esto se debía a la intensidad de la atención de Jonathan, a su gran encanto; cuando estaba contigo, conseguía hacer que sintieras que eras el centro de su mundo. Sus ojos, aquellos ojos oscuros e insondables, se posaban en tu cara y era como si él estuviera allí por ti y nada más que por ti. Es posible que fuera una ilusión, puede que fuera simplemente el gozo de tener a Jonathan para ti sola. Fuera como fuese, el resultado era el mismo: cuando Jonathan te retiraba su atención, era como si el sol se ocultara tras una nube y un viento frío y cortante soplara a tu espalda. Lo único que querías era que Jonathan volviera, para disfrutar de nuevo de su atención.
Y él iba cambiando año tras año. Cuando bajaba la guardia, yo descubría facetas suyas que no había visto antes (o no me había fijado). Podía comportarse con rudeza, sobre todo si creía que no había ninguna mujer observándole. Exhibía algunos de los comportamientos toscos de los leñadores que trabajaban para su padre, decía groserías de las mujeres como si ya estuviera familiarizado con todo abanico de intimidades posibles entre los sexos. Más adelante me enteré de que a los dieciséis años había sido seducido y que se había dedicado a seducir a otras, que había entrado a formar parte (relativamente pronto en su vida) de aquel baile secreto de amantes ilícitos que se desarrollaba en Saint Andrew, un mundo oculto si no sabías buscarlo. Pero aquellos eran secretos que no se atrevía a compartir conmigo.