– ¿Así que conociste a otro y te enamoraste? -Luke procura que no se note que hay un destello de esperanza en su voz. Ella se echa a reír de nuevo.
– Para ser un hombre que se casó por desesperación y acabó divorciado, hablas como un romántico sin remedio. He dicho que he estado casada, no que me enamorara. -Se vuelve de modo que ya no mira hacia él-. Bueno, eso no es exactamente cierto. He amado a todos mis maridos, pero no como amaba a Jonathan.
– ¿A todos? ¿Cuántas veces has estado casada? -Luke vuelve a sentir la punzada de incomodidad que notó en Dunratty al ver la cama revuelta.
– Cuatro veces. Una chica se siente sola cada cincuenta años, o así. -Sonríe, burlándose de sí misma-. Todos fueron buenos, cada uno a su manera. Cuidaron de mí. Me aceptaron como soy, teniendo en cuenta lo que podía contarles.
Esas revelaciones de su vida hacen que Luke sienta deseos de conocer más.
– ¿Cuánto les contaste? ¿Le hablaste a alguno de Jonathan?
Lanny echa atrás la cabeza y sacude el pelo, que todavía le oculta la cara.
– Nunca le he contado a nadie la verdad sobre mí, Luke. Nunca. Tú eres el único.
Luke se pregunta si solo está diciendo eso para agradarle. Sabe muy bien lo que la gente necesita oír. Es el tipo de habilidad que se necesita desarrollar para sobrevivir durante cientos de años sin ser descubierto. Todo forma parte del sutil arte de enredar a gente en tu vida, atarlos a ti, hacer que les gustes, tal vez incluso que te amen.
Luke quiere oír su historia, saberlo todo sobre Lanny, pero ¿puede confiar en que ella le diga la verdad, o solo está manipulándolo hasta que se encuentren a salvo de la policía? Mientras Lanny se sume en el silencio, meditabunda, Luke sigue conduciendo. Se pregunta qué ocurrirá cuando lleguen a Quebec, si Lanny desparecerá y el solo conservará de ella su historia.
33
Boston, 1819
Había planeado mi viaje de regreso a Saint Andrew con el entusiasmo propio de un entierro. Utilizando la bolsa de dinero que Adair me había dado al marcharme, saqué un billete para un carguero que iba de Boston a Camden, desde donde viajaría en un coche contratado con conductor. Tradicionalmente, el único medio de transporte que hacía el trayecto de ida y vuelta a Saint Andrew era el carro de las provisiones, que surtía de mercancías la tienda de los Watford dos veces al año. Yo quería que mi llegada fuera espectacular, presentándome en un vehículo elegante con cojines para ablandar sus duros bancos y cortinas en las ventanillas, para hacerles saber que no era la misma mujer que se había marchado.
Estábamos a principios del otoño; en Boston hacía frío y el ambiente era húmedo, pero en los pasos hacia el norte del condado de Aroostook ya habría nevado. Me sorprendió sentir nostalgia de la nieve de Saint Andrew: añoraba los montones altos y densos y los paisajes de un blanco inmaculado, los contornos festoneados de los pinos asomando bajo gruesas capas de nieve. Por todas partes había dunas de nieve suavemente onduladas. De niña, miraba por las heladas ventanas de la cabaña de mis padres y observaba cómo el viento hacía volar la nieve fina como el polvo en rachas horizontales, y daba gracias por estar dentro de la cabaña con el fuego y otros cinco cuerpos manteniéndome caliente.
Así pues, aquella mañana me dirigí al puerto de Boston para subir al barco que me llevaría de vuelta a Camden en circunstancias totalmente diferentes de cuando había llegado: llevaba dos baúles de bellos vestidos y regalos, una bolsa con más dinero que el que se habría visto en todo el pueblo en cinco años, y medios de transporte lujosos. Había salido de Saint Andrew siendo una joven deshonrada sin futuro y volvía como una dama refinada que había tropezado con una fuente secreta de riquezas.
Evidentemente, le debía mucho a Adair. Pero no por ello me entristecía menos lo que iba a hacer.
Mientras estuvimos en el mar, no salí de mi camarote, todavía abrumada por la culpa. En un intento de embotar mis emociones, me hice con una botella de brandy y, trago tras trago, intenté convencerme de que no iba a traicionar a mi antiguo amante. Solo le haría a Jonathan una oferta de parte de Adair, el regalo con el que todo el mundo sueña: la posibilidad de vivir para siempre. Cualquier hombre aceptaría encantado un don semejante, incluso pagaría una fortuna por ello, si estuviera en condiciones de hacerlo. Había sido elegido para ser admitido en un mundo nunca visto, para aprender que la vida que conocemos no es todo lo que hay. Difícilmente podría quejarse de lo que yo iba a ofrecerle.
Sin embargo, yo sabía que ese otro plano de existencia tenía un precio. Solo que todavía no entendía cuál era ese precio. No me sentía superior a los mortales, ni tampoco como un dios. En todo caso, sentía que había salido de la esfera de lo humano para pasar a un reino de vergonzosos secretos y lamentaciones, un submundo oscuro, un lugar de castigo. Pero seguro que habría una oportunidad para expiar nuestros pecados, para repararlos.
Cuando llegué a Camden, contraté el coche y emprendí mi solitario viaje al norte. La idea de rebelarme contra Adair ocupaba de nuevo mi mente. Al fin y al cabo, aquella tierra era tan diferente de Boston que Adair parecía muy lejano… Pero mi castigo por ayudar a escapar a la chica aún era demasiado reciente, y pensar en desobedecerle me hacía temblar de miedo. Hice un trato conmigo misma: si al llegar a Saint Andrew veía que Jonathan era feliz en su vida con su altiva familia y su novia-niña, lo dejaría en paz. Yo cargaría con las consecuencias: me alejaría y me abriría camino en el mundo, porque no podía volver a Boston sin Jonathan. Irónicamente, el propio Adair me había proporcionado los medios para huir: dinero, ropas… Tendría suficiente para empezar. Pero aquellas fantasías duraban poco; no podía olvidar la advertencia de Adair de hacer lo que se me ordenaba o sufrir las consecuencias. Él jamás me permitiría escapar.
En aquel torturado estado de ánimo, me preparé para entrar en Saint Andrew aquella tarde de octubre, para contemplar la sorpresa de mi familia y de mis conocidos al verme viva, y su posterior decepción al descubrir en lo que me había convertido.
Llegué un domingo nublado. Había tenido suerte de que el otoño no fuera tan riguroso como acostumbraba ser, y la nieve a lo largo de la ruta estuviera transitable. Los árboles desnudos se recortaban contra un cielo gris de franela, y las últimas hojas pegadas a las ramas tenían un color mortecino, arrugadas y enroscadas como murciélagos colgados de sus nidos.
El servicio religioso acababa de terminar, y la gente se derramaba por las anchas puertas de la sala de cultos, saliendo al prado común. Los feligreses charlaban de pie, en los reducidos grupos de costumbre, a pesar del frío y el viento, reacios como siempre a renunciar a la compañía y volver a sus casas. Ni rastro de mi padre; era posible que, al no tener nadie que le acompañara, hubiera acabado por asistir a la misa católica por comodidad. Pero mis ojos localizaron a Jonathan inmediatamente, y me dio un vuelco el corazón al verlo. Se hallaba en el extremo más alejado del prado común, donde se ataban los caballos y los carros, y estaba subiendo a la calesa de su familia, mientras sus hermanas y hermano aguardaban turno en fila. ¿Dónde estaban su madre y el capitán? Su ausencia me angustiaba. De su brazo iba una mujercita joven, blanca por la fatiga. Jonathan la ayudó a subir al asiento delantero de la calesa. Llevaba un bulto en los brazos: un bebé. La novia-niña le había dado a Jonathan algo que yo no había podido darle. Al ver al pequeño, estuve a punto de perder el valor y decirle al cochero que diera la vuelta.