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Pero no lo hice.

Mi carruaje entró en escena y de inmediato se convirtió en un objeto de curiosidad. A mi señal, el cochero detuvo los caballos y, con el corazón desbocado, bajé del coche entre la multitud que se había congregado allí.

Mi recepción fue más calurosa de lo que había esperado. Me reconocieron, a pesar de la ropa nueva, el pelo arreglado y el coche de alquiler. Me vi rodeada de personas a las que siempre sospeché que importaba poco: los Watford; Tinky Talbot, el herrero, y su familia tiznada de hollín; Jeremiah Jacobs y su nueva novia, cuya cara recordaba pero no así su nombre. El reverendo Gilbert se aproximó corriendo desde los escalones de la sala de cultos, con las vestiduras agitadas por el viento, mientras mis antiguos vecinos susurraban a mi alrededor.

– ¡Lanore McIlvrae, viva y coleando!

– ¡Mirad, qué elegante!

Se extendieron manos desde la multitud para estrechar la mía, aunque vi con el rabillo del ojo que algunas bocas susurraban y algunas cabezas negaban desde los márgenes. Después, la multitud se abrió para dejar paso al pastor Gilbert, que llegó con la cara enrojecida por el esfuerzo.

– Santo Dios, ¿eres tú, Lanore? -preguntó, pero yo apenas le oí, de tanto que me preocupó su aspecto. ¡Cómo había envejecido Gilbert! Se había encogido y ya no tenía aquella prominente barriga; su viejo rostro estaba tan arrugado como una manzana olvidada en un sótano frío, y tenía los ojos legañosos y enrojecidos. Me estrechó la mano con una mezcla de afecto y aprensión-. ¡Cómo se alegrará tu familia de verte! Te habíamos dado por… -Se ruborizó, como si se le fuera a escapar una palabra malsonante-. Te dimos por perdida. Y aquí estás, has vuelto… Y es evidente que tu suerte ha mejorado.

A la mención de mi familia, las expresiones de los presentes cambiaron, aunque nadie dijo una palabra. Dios mío, ¿qué le había pasado a mi familia? ¿Y por qué todos parecían tan mayores? La señorita Watford tenía mechones grises en el pelo que yo no recordaba. Los chicos Ostergaard habían crecido y ya no cabían en sus ropas heredadas, con las muñecas sobresaliendo de las mangas demasiado cortas de sus chaquetas.

La multitud volvió a abrirse con cierto alboroto en la parte de atrás, y Jonathan entró en el círculo. Dios, cómo había cambiado. Había perdido todo su aire de muchacho, el brillo de despreocupación en los ojos oscuros, su fanfarronería. Todavía era guapo, pero tenía un aire de sobriedad. Me miró de arriba abajo, de pies a cabeza, fijándose en mis evidentes cambios, y pareció entristecido por ellos. Yo quería echarme a reír y rodearlo con mis brazos para romper su sombrío estado de ánimo, pero no lo hice.

Me cogió una mano entre las suyas.

– ¡Lanny, pensaba que no te volvería a ver! – ¿Por qué todo el mundo decía lo mismo?, pensé-. Por lo que se ve, Boston se ha portado bien contigo.

– Pues sí -respondí, sin revelar nada todavía, deseando picar su curiosidad.

En aquel momento, la joven con el niño en brazos se abrió paso entre la multitud y se situó al lado de Jonathan. Este alargó un brazo y la hizo adelantarse.

– Lanny, ¿te acuerdas de Evangeline McDougal? Nos casamos poco después de que te marcharas. Aunque lo cierto es que ha pasado tiempo suficiente desde tu partida para que hayamos tenido nuestro primer hijo. -Soltó una risa nerviosa-. Una niña… ¿Te puedes creer que mi primer hijo sea una niña? Mala suerte, digo yo, pero lo arreglaremos la próxima vez, ¿verdad? -le dijo a la ruborizada Evangeline.

Como es lógico, ya sospechaba que Jonathan estaría casado y que quizá incluso tuviera un hijo. Pero ver a su mujer y a su hija me resultaba más difícil de lo que había imaginado. Me quedé sin aliento, entumecida, incapaz de murmurar siquiera una felicitación. ¿Cómo podía haber cambiado todo tan deprisa? Al fin y al cabo, yo solo había estado ausente unos meses.

– Ya sé que parece demasiado pronto, esto de la paternidad -dijo Jonathan, y bajó la mirada hacia el sombrero que tenía en las manos-. Pero el viejo Charles estaba empeñado en verme establecido antes de morir.

Se me hizo un nudo en la garganta.

– ¿Tu padre ha muerto?

– Pues sí. Había olvidado que no lo sabías. Justo antes de mi boda. Hace unos dos años, si no recuerdo mal. -Estaba sereno y con los ojos secos-. Se puso enfermo después de que tú te marcharas.

¿Más de dos años desde que me había marchado? ¿Cómo podía ser? Era irreal, como un cuento de hadas. ¿Había sido víctima de un hechizo que me había mantenido dormida mientras el resto del mundo seguía adelante? No podía hablar. Jonathan me apretó la mano, sacándome del trance.

– No debemos entretenerte antes de que veas a tu familia. Pero cuenta con venir a casa a cenar, pronto. Me gustaría oír qué aventuras te han impedido volver con nosotros hasta ahora.

Salí de golpe de mi estupor.

– Sí, claro.

Tenía la mente en otra parte: si había habido tantos cambios en la familia de Jonathan, ¿qué le habría pasado a la mía? ¿Qué desgracia habría podido ocurrirles? Y a juzgar por lo que Jonathan había dicho, habían pasado más de dos años desde que me marché del pueblo, aunque aquello no tenía sentido. ¿Acaso el tiempo transcurría más deprisa en Saint Andrew, o más despacio en Boston, en la vorágine de fiestas nocturnas y el abandono al que me entregaba en las habitaciones de Adair?

Le dije al cochero que detuviera el carruaje en el camino a la casa de mis padres. La cabaña había cambiado, no se podía negar. Si antes era modesta, mientras yo había estado fuera de Saint Andrew su estado había empeorado. Mi padre la había construido él mismo, como todos los primeros colonos (la única excepción era el capitán, que había llevado carpinteros de Camden para construir su hermosa casa). Mi padre hizo una casa de troncos de una sola habitación, pensada para seguir construyendo más adelante. Y siguió construyendo: una alcoba detrás de la habitación principal para que durmiera Nevin, un desván para las chicas, donde durante muchos años dormimos las tres juntas como muñecas en un estante.

La casa estaba combada como el lomo de un caballo que se ha hecho viejo. Se habían caído partes del relleno entre los troncos. Al tejado le faltaban unos cuantos maderos. Se habían amontonado escombros en el estrecho porche, y los ladrillos de la chimenea estaban medio sueltos. Vi restos de pelo rojizo entre los árboles al otro lado de la casa, lo que significaba que aún pastaban vacas y caballos en los prados. Mi familia había conservado al menos parte del ganado, pero a juzgar por las condiciones de la casa, su suerte había sufrido algún cambio drástico. Parecían hallarse al borde de la indigencia.

Miré con atención la casa. La familia había vuelto de la iglesia -el carro estaba vacío junto al pajar, y podía ver al viejo caballo castaño pastando en el cercado-, pero no había actividad en la cabaña, solo una leve y descontinua columna de humo que se alzaba de la chimenea. Un fuego humilde para un día tan frío. Eché un vistazo al montón de leña. Era insuficiente: solo tenía tres hileras de altura, y el invierno estaba llegando.

Por fin, le dije al cochero que se acercara más a la casa y se detuviera. Esperé una señal de movimiento en el interior, pero al no verla hice acopio de valor, me apeé del carruaje y me acerqué a la puerta.

Maeve respondió a mi llamada. Boquiabierta, me miró de pies a cabeza antes de chillar y lanzar los brazos alrededor de mi cuello. Como pudimos, cruzamos el umbral y entramos en la casa; su voz alegre resonaba en mis oídos.

– ¡Dios mío, estás viva! ¡Querida Lanore, creíamos que no te volveríamos a ver! -Maeve se secó lágrimas de alegría de las mejillas con el borde del delantal-. Como no sabíamos nada de ti… Las monjas escribieron a papá y a mamá, y les dijeron que lo más probable era que estuvieras… perdida. -Me guiñó un ojo.