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– ¿Perdida? -pregunté.

– Muerta. Asesinada. -Maeve clavó en mí sus ojos claros-. Dijeron que en Boston ocurre constantemente. Los forasteros llegan a la ciudad y los bandidos los liquidan. -Su mirada tenía un brillo intenso-. Si no estabas perdida, hermana, entonces ¿qué ocurrió? ¿Dónde has estado estos tres años?

¡Tres años! Una vez más, el tiempo transcurrido me caía encima. Mientras yo estaba en compañía de Adair, el resto del mundo había sido como un tren que se ajusta a su horario, negándose a ir más despacio por mí.

En aquel momento me salvé de dar una explicación porque mi madre subió arrastrando los pies por la trampilla del sótano, con el delantal recogido para cargar unas cuantas patatas. Al verme lo dejó caer todo y se puso blanca como una sábana.

– ¡No puede ser!

El corazón se me encogió y por un momento dejó de latir.

– Sí puede ser, madre. Soy tu hija.

– ¡Has vuelto de entre los muertos!

– No soy un fantasma -dije con la mandíbula apretada, intentando contener las lágrimas.

Sus viejos y cansados músculos no se resistieron a mi abrazo; me correspondió con toda la fuerza que le quedaba, que era considerablemente menor de la que yo recordaba.

Mientras hablábamos, también ella se enjugaba lágrimas de los ojos. Miró por encima del hombro a mi hermana y asintió.

– Trae a Nevin.

Se me encogió el estómago.

– ¿Ya, tan pronto?

Mi madre volvió a asentir.

– Sí, es preciso. Ahora es el hombre de la casa. Lamento tener que decirte que tu padre falleció, Lanore.

Nunca se puede predecir cómo vas a reaccionar ante una noticia de ese tipo. A pesar de lo furiosa que había estado con mi padre, y aunque había empezado a sospechar que algo horrible había sucedido, lo que dijo mi madre me dejó sin aliento. Me desplomé sobre una silla. Mi madre y mi hermana se quedaron de pie a mi lado, con las manos cruzadas.

– Ocurrió hace un año -dijo mi madre con serenidad-. Uno de los toros. Una coz en la cabeza. Fue muy rápido. No sufrió.

Pero ellos sí que habían sufrido, todos los días desde entonces: podía verlo en sus rostros endurecidos, en sus ropas andrajosas y en el deterioro de la casa. Mi madre captó discretamente mi mirada errante.

– Ha sido muy duro para Nevin. Ha cargado con el peso de llevar la granja, y ya sabes que es demasiado trabajo para un solo hombre. -Los labios de mi madre, antes relajados, se fruncían en un gesto endurecido; su manera de afrontar las crueles circunstancias.

– ¿Por qué no contratáis ayuda, un chico de una de las otras granjas? O podéis alquilar los campos. Seguro que hay alguien en el pueblo que desea más tierra -dije.

– Tu hermano no quiere ni oír hablar de esas cosas, así que ten la delicadeza de no decírselo. Ya sabes lo orgulloso que es -dijo, volviendo la cabeza para que yo no viera la amargura de su expresión. El orgullo de Nevin se había convertido en la desgracia de la familia.

Era preciso cambiar de tema.

– ¿Dónde está Glynnis?

Maeve se sonrojó.

– Ahora trabaja en Watford. Hoy está llenando estantes.

– ¿En domingo? -Enarqué una ceja.

– Trabaja para pagar nuestra deuda, la verdad sea dicha -dijo mi madre, y su confesión terminó en un suspiro de irritación mientras recogía las patatas.

El dinero de Adair me pesaba en el bolso. Pasara lo que pasase, les iba a dar aquel dinero, y ya cargaría con las consecuencias después.

La puerta se abrió y Nevin entró en la mal iluminada cabaña, era una figura oscura y corpulenta recortada contra el cielo nublado. Mis ojos tardaron unos minutos en adaptarse hasta ver bien a Nevin. Había perdido peso y estaba más prieto y fibroso. Se había cortado el pelo tanto que igual podría haberse afeitado la cabeza, y tenía la cara sucia y surcada de cicatrices, lo mismo que las manos. En sus ojos era evidente el mismo desprecio por mí que el día en que me marché, alimentado por su autocompasión por lo que les había ocurrido desde entonces.

Al verme carraspeó y pasó de largo ante mí hasta el cubo de lavarse, metiendo las manos en él.

Me puse en pie.

– Hola, Nevin.

Él gruñó y se secó las manos con un trapo antes de quitarse la raída chaqueta. Olía a vaca, a tierra y a esfuerzo.

– Me gustaría hablar con Lanore en privado -dijo.

Mi madre y mi hermana intercambiaron miradas, y se dirigieron hacia la puerta.

– No, esperad -las llamé-. Dejad que salgamos Nevin y yo. Vosotras quedaos aquí, al calor del fuego.

Mi madre negó con la cabeza.

– No, tenemos cosas que hacer antes de comer. Vosotros, hablad. -Y se llevó a mi hermana delante de ella.

La verdad era que tenía miedo de quedarme a solas con Nevin. Su resquemor se alzaba ante mí como una pared de roca lisa: no veía una sola brecha a la que agarrarme. Su actitud desafiante parecía decir que era mejor que me marchara, que no intentara abrirme paso a su corazón o a su cabeza.

– Así que has vuelto -dijo, arqueando una ceja-. Pero no para quedarte.

– No. -No tenía sentido mentirle-. Ahora mi casa está en Boston.

Me dirigió una mirada de superioridad.

– Ya adivino, por tus ropas elegantes, lo que has estado haciendo. ¿Crees que tu madre y yo queremos saber las cosas vergonzosas que has hecho? ¿Por qué has vuelto? -Ésa era la pregunta que yo había temido.

– Para veros a todos -dije en tono de súplica-. Para que supierais que no estaba muerta.

– Esas noticias se pueden comunicar por carta. Han pasado años sin que supiéramos una palabra tuya.

– Solo puedo pedir disculpas por eso.

– ¿Has estado en la cárcel? ¿Por eso no podías escribir? -preguntó, burlón.

– No escribí porque no estaba segura de que sería bienvenida.

Y de todos modos, ¿qué habría podido escribirles? Estaba segura de que era mejor que no volvieran a saber de mí, como había aconsejado Alejandro. Los jóvenes se engañan al creer que pueden romper con su pasado y que este nunca los perseguirá.

Nevin soltó un bufido al oír mi excusa.

– ¿Y alguna vez pensaste en el efecto que podría tener tu silencio sobre papá y mamá? A mamá casi la mató. Y fue la razón de que padre muriera.

– Mamá dice que lo mató un toro.

– Así fue como murió, cierto. Un toro le partió el cráneo, su sangre chorreaba en el barro y no había manera de pararla. Pero ¿alguna vez viste a padre bajar la guardia cuando estaba con el ganado? No. Ocurrió porque tenía el corazón enfermo. Desde que recibió la carta de las monjas, ya no era el mismo. Se culpaba por haberte enviado lejos. ¡Y pensar que todavía estaría con nosotros si le hubieras hecho saber que estabas viva! -Golpeó la mesa con los nudillos.

– Ya te he dicho que lo siento. Había circunstancias que me impedían…

– No quiero oír tus excusas. Dices que no has estado en la cárcel. Vuelves con el aspecto de ser la puta más rica de Boston. Ya me hago una idea de lo difíciles que han sido para ti estos tres últimos años. No quiero oír más. -Se apartó de mí, acariciándose los ensangrentados nudillos-. Ah, se me olvidaba preguntar… ¿Dónde está el niño? ¿Lo dejaste en Boston con tu alcahueta?

Las mejillas me ardían como ascuas.

– Te alegrará saber que el niño murió antes de nacer. Un aborto.

– Ah, la voluntad de Dios, como se suele decir. El castigo por tu pecado, al acoger en tu cuerpo a ese demonio de Saint Andrew. -Nevin estaba ufano, complacido con mis noticias, feliz de emitir sus juicios-. Nunca pude entender que una chica lista como tú pudiera mostrarse tan ciega con ese cabrón de Saint Andrew. ¿Por qué no me hiciste caso? Soy un hombre, lo mismo que él, y sé cómo piensan los hombres…

No dijo nada más, exasperado. Yo quería borrar la sonrisa de superioridad de la cara de Nevin, pero no podía. Quizá tuviera razón. Tal vez él pudiera ver en la mente de Jonathan y comprender mejor que yo, y todos aquellos años había intentado protegerme de la tentación. Mi fracaso había sido su fracaso.