Volvió a frotarse los nudillos.
– Bueno, ¿cuánto tiempo piensas quedarte?
– No lo sé. Unas semanas.
– ¿Sabe mamá que no has venido para quedarte? ¿Que otra vez nos dejarás? -preguntó Nevin, en tono agrio pero también con placer en la voz porque yo fuera a romperle de nuevo el corazón a nuestra madre.
Negué con la cabeza.
– No puedes quedarte demasiado tiempo -me advirtió-, o la nieve te retendrá hasta la primavera.
¿Cuánto tiempo necesitaría para convencer a Jonathan de que me acompañara a Boston? ¿Podría soportar un invierno aislada en Saint Andrew? Me entraba claustrofobia solo con pensar en los largos y oscuros días de invierno, recluida por la nieve en la cabaña con mi hermano.
Nevin metió su puño ensangrentado en el cubo de agua, y se limpió su herida autoinfligida mientras me hablaba.
– Puedes quedarte con nosotros mientras estés de visita. Me gustaría sacarte de una oreja de aquí… Sin embargo, no daré motivos a los vecinos para que chismorreen. Pero tienes que comportarte todo el tiempo, o te largarás.
– Naturalmente. -Pasé una mano nerviosa por mi falda de seda.
– Y no traerás aquí a ese cabrón de Saint Andrew. Te diría que no lo vieras mientras estés viviendo bajo mi techo, pero sé que irías con él de todos modos y me mentirías.
Tenía razón, por supuesto. Pero por el momento, yo tenía que aparentar arrepentimiento.
– Lo que tú digas, hermano. Gracias.
34
Aquella primera noche en casa fue difícil. Por una parte, no puedo recordar una cena más alegre. Cuando Glynnis volvió a la cabaña después de su jornada en la tienda de Watford, aquel nuevo reencuentro hizo que saltaran chispas de nuestros corazones (excepto en el de Nevin, que nunca me perdonaría). Mientras se horneaban las galletas, saqué sus regalos de mi baúl, repartiéndolos como si fuera Papá Noel. Maeve y Glynnis bailaron a mi alrededor con la seda china sujeta a la altura del corpiño, planeando los elegantes vestidos que harían con ella, y mi madre casi lloró de alegría al ver el chal. Su deleite solo sirvió para enfurecer más a Nevin; gracias a Dios, no había llevado nada para él pues sospechaba que lo tiraría al fuego, aunque lo más probable era que me hubiera abofeteado y echado de la casa a patadas.
Después de lavar los platos y mientras se consumían las velas, nos sentamos alrededor de la mesa y mi madre y mis hermanas me pusieron al corriente de todo lo que había ocurrido en el pueblo mientras yo estaba fuera: malas cosechas, enfermedades, uno o dos recién llegados. Y por supuesto, muertes, nacimientos y bodas. Se extendieron acerca de la boda de Jonathan, suponiendo que yo querría saberlo todo, la comida elegante que se sirvió (sin saber que yo había comido y bebido delicias más exóticas que las que ellas podían soñar), qué socios comerciales de los Saint Andrew habían hecho el arduo viaje, cruzando ríos y bosques para asistir.
– Qué pena que el capitán no viviera para verlo -dijo mi madre.
¡Y la niña! Por cómo hablaban de ella mi madre y mis hermanas, cualquiera pensaría que la niña había sido la hija de todo el pueblo. Solo Nevin parecía no mostrar un interés reverencial por la pequeña.
– ¿Qué nombre le puso Jonathan? -pregunté, untando una última corteza en grasa de vaca.
– Ruth, igual que su madre -dijo Glynnis, alzando las cejas.
– Es un buen nombre cristiano -la reprendió mi madre-. Seguro que querían un nombre de la Biblia.
Meneé un dedo hacia ellas.
– Apuesto a que no fue decisión de Jonathan ni de Evangeline. Fue obra de su madre. Creed lo que os digo.
– A lo mejor, la idea de tener un niño lo antes posible también fue de la señora Saint Andrew. -Maeve contuvo el aliento un instante, mirando a Glynnis en busca de ánimo, y después continuó-. Fue un parto terriblemente difícil, Lanore. Evangeline casi se muere. Es tan delicada…
– Y tan joven…
Todas en la mesa asintieron.
– Tan joven… -Maeve suspiró-. He oído que la comadrona le dijo que esperara un tiempo para tener más hijos.
– Es verdad -confirmó Glynnis.
– ¡Basta! -Nevin clavó el extremo de su cuchillo en la mesa, haciendo estremecer a las mujeres-. ¿Es que un hombre no puede cenar en paz sin tener que escuchar cotilleos acerca del rompecorazones del pueblo?
– Nevin… -empezó mi madre, pero él la interrumpió.
– No quiero oír más al respecto. Es culpa de Jonathan, por casarse con una cría. Es escandaloso, pero no esperaba nada mejor de él -gruñó Nevin. Durante un instante creí que regañaba a mi madre y a mis hermanas para ahorrarme más conversación acerca de tener hijos. Se levantó de la mesa y se dirigió a la butaca que había junto al fuego, donde solía sentarse nuestro padre después de cenar. Se me hizo extraño verlo en aquella butaca… y con su pipa.
A juzgar por la posición de la luna en el cielo, era casi medianoche cuando bajé de la buhardilla, incapaz de dormir. Los restos del fuego decoraban las paredes con un brillo danzarín y ondulante. Me sentía inquieta y no podía quedarme encerrada en la casa. Necesitaba compañía. Por lo general, a aquellas horas de la noche estaría preparándome para pasarla en la cama de Adair, y descubrí, sentada en el banco, que tenía hambre -no, voracidad- de contacto físico que me reconfortara. Me vestí y salí haciendo el menor ruido posible. Mi cochero estaba durmiendo en el pajar, abrigado por una montaña de mantas y el calor de una docena de reses apretadas con él bajo el mismo techo. No quería ensillar el caballo castaño de la familia y privar al pobre animal de su merecido descanso, de modo que emprendí el camino a pie en la única dirección que se me ocurrió: hacia el pueblo. Para cualquier otro, hasta un recorrido así de corto a pie habría sido suicida. La temperatura estaba por debajo del punto de congelación y el viento era cortante, pero yo era inmune a las inclemencias del tiempo y podía andar a buen paso sin cansarme. Llegué casi sin darme cuenta a las casas de las afueras del pueblo.
¿Adónde se podía ir? Saint Andrew no era precisamente una gran ciudad. Había pocas luces visibles a través de las ventanas de las casas. El pueblo dormía, pero la taberna de Daniel Daughtery todavía estaba abierta: brillaba una luz a través de su única ventana. Vacilé ante la puerta, preguntándome si sería prudente dejarme ver a aquellas horas. Pocas mujeres entraban en Daughtery, y ninguna lo hacía sola. Nevin podía enterarse fácilmente, y eso alimentaría su convicción de que yo era una vulgar prostituta. Pero el atractivo de aquellos cuerpos calientes en el interior, el rumor apagado de las conversaciones, el estallido ocasional de una risa, eran muy fuertes. Me sacudí el barro de los zapatos y entré.
Solo había unos pocos clientes (por fortuna, dado lo reducido del espacio): un par de leñadores de los que trabajaban para Jonathan y Tobey Ostergaard, el brutal padre de la pobre Sophia, que parecía asimismo un cadáver, con la piel grisácea y los ojos sin vida fijos en la pared de atrás. Todas las cabezas se volvieron en mi dirección cuando entré, y Daughtery me dedicó una mirada particularmente fea.
– Una cerveza -pedí innecesariamente; solo había una bebida en la carta.
En otro tiempo, la taberna había formado parte de la casa de Daughtery, dividida (a pesar de las objeciones de su mujer) para acomodar una barra, una mesa pequeña y varios taburetes construidos con piezas sobrantes de madera, todos con una pata más corta que las otras dos. En los meses de más calor, había juegos de azar y a veces peleas de gallos en el granero, que estaba separado de la casa principal por un sendero embarrado. La mayoría de los clientes no se quedaban, sino que compraban un barril de cerveza para consumir en casa con las comidas, ya que elaborar cerveza era un trabajo molesto y la de Daughtery, según el consenso general, era la mejor del pueblo.