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– Ya me habían dicho que habías vuelto -dijo Daughtery mientras recogía mi moneda-. Parece que Boston te ha tratado bien… -Miró sin disimulo mis ropas-. ¿Qué ha hecho una chica del campo como tú para comprar vestidos tan elegantes?

Igual que mi hermano, Daughtery había imaginado -todos debían de haberlo imaginado- lo que había hecho para convertirme en una mujer rica. Nadie tuvo el valor de acusarme directamente, y las insinuaciones de Daughtery me enfurecieron; se estaba luciendo para sus clientes. Aun así, ¿qué podía hacer yo, dadas las circunstancias? Le obsequié con una sonrisa enigmática por encima del borde de la jarra.

– He hecho lo mismo que hacen innumerables personas para mejorar su nivel de vida: me he asociado con gente de posibles, señor Daughtery.

Uno de los leñadores se marchó poco después de llegar yo, pero el otro se acercó a pedirme que compartiera su mesa. Había oído que Daughtery mencionaba Boston y estaba ansioso de hablar con alguien que hubiera estado allí recientemente. Era joven, unos veinte años, de carácter amable y aspecto limpio, a diferencia de la mayoría de los jornaleros de los Saint Andrew. Me dijo que procedía de una familia humilde de las afueras de Boston propiamente dicho. Solo había ido a Maine para trabajar. Recibía una buena paga, pero el aislamiento le estaba matando. Echaba de menos el ajetreo de la ciudad, dijo, y sus posibilidades de diversión. Tenía lágrimas en los ojos al describir el parque público en un fin de semana soleado, y la brillante superficie negra del río Charles bajo la luna llena.

– Tenía la intención de marcharme de aquí antes de las nieves -dijo, mirando su jarra-, pero oí que Saint Andrew necesita gente que se quede durante el invierno, y paga bien. Sin embargo, los que se han quedado algún invierno dicen que la soledad es terrible.

– Supongo que es cuestión de puntos de vista.

Daughtery golpeó con una jarra el mostrador de arce, sobresaltándonos a los dos.

– Id terminando. Es hora de que os vayáis a vuestras respectivas camas.

Nos quedamos fuera de la puerta cerrada de Daughtery, muy cerca uno del otro para protegernos del viento. El desconocido acercó la boca a mi oreja y el calor de sus palabras hizo que el vello de mi mejilla se erizara, como flores estirándose hacia el sol. Me confió que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la compañía de una mujer. Confesó que tenía poco dinero, pero me preguntó si a pesar de todo estaría dispuesta.

– Espero que no esté suponiendo demasiado acerca de tu profesión -dijo con una sonrisa nerviosa-, pero cuando te he visto entrar en Daughtery sola…

No pude protestar: me había calado bien.

Nos colamos en el establo de Daughtery. Los animales estaban tan acostumbrados a los visitantes nocturnos de la taberna que ni se inmutaron. El joven leñador se ajustó la ropa, desabotonó la delantera de sus pantalones y puso su verga en mi mano. Se derritió con mis atenciones y una espesa nube de placer lo engulló sin que ofreciera resistencia. Debió de ser el retorno a Saint Andrew y volver a ver a Jonathan lo que me hizo hervir la sangre. Las que tocaban mi cuerpo eran las manos del leñador, pero era Jonathan el que estaba en mi mente. Era una insensatez pensar en Jonathan, pero aquella noche, la combinación de carne y recuerdos me daba una idea de cómo podía ser, y me hizo anhelar más. Así que atraje al joven hacia mí y apoyé un pie en una bala de heno para facilitarle el acceso por debajo de mis enaguas.

El joven se balanceó dentro de mí, carne suave y firme y manos delicadas, y yo procuré imaginar que era Jonathan, pero no conseguí que la ilusión durara. A lo mejor Adair tenía razón, tal vez saliéramos ganando si convertíamos a Jonathan en uno de los nuestros. Una necesidad incontrolable me impelía a intentarlo… o quedaría insatisfecha para el resto de mi vida; es decir, para toda la eternidad.

El leñador dejó escapar un suspiro al terminar, y después sacó un pañuelo y me lo ofreció.

– Perdona mi brusquedad, señorita -susurró con pasión en mi oído-, pero ha sido el polvo más asombroso que he echado en mi vida. Debes de ser la prostituta más habilidosa de Boston.

– Cortesana -le corregí suavemente.

– Sé muy bien que no podré compensarte del modo al que sin duda estás acostumbrada… -dijo, y hurgó en su bolsillo para buscar dinero, pero yo le puse una mano en el brazo y lo detuve.

– No te preocupes. Guárdate tu dinero. Pero prométeme que no le dirás ni una palabra de lo sucedido a nadie -pedí.

– Oh, no, señorita, no lo haré… aunque me acordaré de esto el resto de mi vida.

– Y yo también -dije, si bien aquel muchacho de rostro dulce iba a ser solo uno de una serie de muchos… o tal vez el último, para ser sustituido por Jonathan y solo por Jonathan, si tenía suerte.

Vi cómo el joven leñador desaparecía tambaleándose en la noche, dirigiéndose al camino que conducía a la propiedad de los Saint Andrew, y después me envolví bien en mi capa y eché a andar en dirección contraria. Su calor aún calentaba el interior de mis muslos y sentí también una agradable y familiar agitación en el pecho, la satisfacción que siempre sentía cuando dejaba indefenso a un hombre, convertido en un esclavo sexual. Estaba impaciente por experimentar aquel placer con Jonathan y sorprenderlo con mis nuevas habilidades.

Mi camino me llevó al taller del herrero y, por la fuerza de la costumbre, miré en dirección a la casita de Magda. Se veía una luz a través del chal que había clavado sobre la única ventana, y supe que estaba despierta. Era curioso: en otro tiempo había envidiado su casita… Y supongo que todavía la envidiaba, porque sentí una pequeña punzada en el corazón al verla, recordando los sencillos tesoros que tanto me habían impresionado de niña. Puede que la mansión de Adair fuera suntuosa y estuviera llena de objetos valiosos, pero en cuanto cruzabas el umbral perdías la libertad. Magda era la señora de su casa, y eso nadie podía arrebatárselo.

Mientras yo estaba en lo alto del sendero, la puerta delantera se abrió y salió uno de los leñadores (gracias a Dios, porque me habría mortificado ver a uno de mis vecinos terminando su asunto con Magda). La mujer en persona apareció detrás de él, y por un momento quedaron bañados en la luz que salía por la puerta abierta. Los dos estaban riendo. Magda se envolvía los hombros con una capa mientras guiaba a su cliente escalones abajo agitando un brazo como despedida. Retrocedí hacia la sombra para ahorrarle al leñador el embarazo de ser observado, pero no pude evitar que Magda lo notara.

– ¡¿Quién está ahí?! -gritó-. No quiero problemas.

Salí de la oscuridad.

– No los tendrá conmigo, señora Magda.

– ¿Lanore? ¿Eres tú?

Estiró el cuello, y yo troté cruzándome con el leñador que se marchaba y subí los escalones para abrazarla. Sus brazos me parecieron más frágiles que nunca.

– Dios mío, muchacha, me habían dicho que te habíamos perdido -dijo mientras me hacía pasar.

El ambiente era sofocante por el calor de la pequeña chimenea y de los dos cuerpos que habían estado ejercitándose no hacía mucho (el olor a almizcle todavía flotaba en el aire; aquellos leñadores no eran muy estrictos en cuestión de baños y podían llegar a apestar), así que me quité la capa. Magda me cogió por los hombros y me hizo girar para ver mejor mi elegante vestido.

– ¡Vaya, señorita McIlvrae, por lo que se ve, yo diría que te ha ido muy bien!

– No puedo decir que esté orgullosa de mi trabajo…

Magda me miró con reproche.

– ¿Debo suponer que tu buena fortuna te ha venido del modo habitual para una joven? -Como yo no respondía, ella se quitó su capa de un tirón-. Bueno, ya sabes lo que opino yo sobre este tema. No es un crimen tomar el único camino que se te abre y tener éxito en ello. Si Dios no quisiera que nos ganáramos la vida siendo rameras, nos daría otro medio de subsistencia. Pero no lo hace.