– No soy exactamente una ramera. – ¿Por qué me sentía obligada a aclararle mi situación?, me pregunté-. Hay un hombre que se ocupa de mí.
– ¿Estáis casados?
Negué con la cabeza.
– Entonces eres su mantenida. -No me lo preguntaba; era más bien la constatación de un hecho, como si me estuviera informando sobre un puesto que yo quería ocupar.
Sirvió ginebra en dos vasos diminutos, opacos por el uso, y le hablé de mi vida en Boston y de Adair. Era un alivio poder hablarle a alguien de él. Una versión adulterada, por supuesto, omitiendo las partes de él que me gustaría cambiar: sus violentos accesos de rabia, la naturaleza voluble de su estado de ánimo, el ocasional compañero masculino en su cama. Le dije que era guapo, rico, y que estaba prendado de mí. Ella asentía mientras yo le contaba mi historia.
– Bien hecho, Lanore. Pero asegúrate de apartar algo del dinero que se gasta en ti.
A la luz de las velas, pude ver con más claridad el rostro de Magda. Aquellos tres años habían dejado su huella en ella. Su delicada piel se había arrugado alrededor de la boca y en el cuello, y su pelo negro lucía más de una cana. Sus bonitos corsés estaban deslucidos y raídos. Aunque fuera la única prostituta del pueblo, no iba a poder seguir en su oficio mucho más tiempo. Los madereros jóvenes dejarían de acudir a ella, y los mayores, que aún pagarían por sus servicios, ya no la tratarían con consideración. Pronto sería una mujer mayor y sin amigos en un pueblo donde la vida era dura.
Yo me había prendido en el corpiño un discreto broche de perlas, un regalo de Adair. Mi familia no sabía nada de joyas y por eso lo había tenido puesto sin avergonzarme por ello en su presencia, pero Magda tenía que saber que valía una pequeña fortuna. Al principio pensé que debía dárselo a mi familia, que tenía más derecho a él que una mujer que solo era mi amiga, pero había decidido dejarles dinero, y no una cantidad insignificante. Así que desprendí el broche de mi ropa y se lo ofrecí.
Magda torció la cabeza.
– Oh, no, Lanore, no tienes que hacer esto. No necesito tu dinero.
– Quiero que te lo quedes.
Ella apartó mi mano extendida.
– Sé lo que estás pensando. Y yo tengo planeado retirarme pronto. He ahorrado bastante dinero durante mi estancia aquí. El viejo Charles Saint Andrew debería haberme enviado directamente a mí los salarios de algunos de sus hombres, dado el tiempo que pasaban en esta casa, y así les habría ahorrado el trabajo de cargar con su paga en los bolsillos durante uno o dos días. -Se echó a reír-. No, preferiría que te lo quedaras tú. Puede que ahora no me creas, porque eres joven y guapa y tienes a un hombre que valora tu compañía, pero algún día todas estas cosas desaparecerán y quizá necesites el dinero que este broche te proporcionaría.
Naturalmente, no podía decirle que aquel día nunca llegaría para mí. Forcé una ligera sonrisa mientras volvía a prenderme la joya en su sitio.
– Estoy pensando en mudarme al sur en primavera. A algún sitio cerca de la costa -continuó. Paseó la mirada por la habitación como si estuviera decidiendo qué pertenencias llevarse y cuáles dejar-. Tal vez encuentre a un viudo simpático y solo y me case otra vez.
– No me cabe duda de que la fortuna te sonreirá, Magda, hagas lo que hagas, porque tienes un corazón generoso -dije, poniéndome en pie-. Tengo que dejar que te retires por esta noche y volver con mi familia. Me ha alegrado volver a verte, Magda.
Nos abrazamos de nuevo y me pasó cariñosamente la mano por la espalda.
– Cuídate, Lanore. Y por encima de todo, no te enamores de tu caballero. Las mujeres tomamos nuestras peores decisiones cuando estamos enamoradas.
Me acompañó hasta la puerta y me despidió agitando el brazo. Pero la verdad de su consejo me pesaba en el corazón, y cuando tomé el sendero del bosque estaba menos alegre que antes.
Durante el camino a casa estuve más inquieta, y al pensarlo comprendí que se debía a que le había mentido a Magda acerca de Adair. No solo le había ocultado su secreto, nuestro secreto. Aquello era comprensible. Sin embargo, si había alguien en Saint Andrew capaz de perdonarle a Adair sus peculiaridades, esa era Magda, y aun así yo había preferido mentirle acerca de él y de mi relación con él. Una mujer quiere, por encima de todo, estar orgullosa del hombre de su vida, y era evidente que yo no lo estaba. ¿Cómo podía estar orgullosa de lo que Adair había hecho aflorar en mí, lo que él había sabido solo con mirarme, que yo compartía algunos de sus oscuros apetitos? Aunque le tenía miedo, no se podía negar que yo había respondido, que había aceptado todos los desafíos sexuales que él me proponía. Había sacado de mí algo que yo no podía negar, pero de lo que no estaba orgullosa. Así que tal vez no estaba avergonzada de Adair; tal vez estaba avergonzada de mí misma.
Aquellos negros pensamientos me atormentaban mientras me apretaba la capa para protegerme del viento y me apresuraba por el camino de vuelta a la cabaña de mi familia. No podía dejar de recordar todas las cosas terribles que había hecho, ni de pensar en cómo me había deleitado en oscuros placeres. No era de extrañar que me preguntara si habría caído sin posibilidad de redención.
35
Cuando me desperté a la mañana siguiente, oí a mi madre y a Maeve hablando en susurros en la cocina para no despertarme. Debía de parecerles una perezosa dormilona, enterrada bajo varias capas de mantas, perdiéndome las horas más productivas de la jornada, durmiendo hasta mediodía… aunque hacía mucho tiempo que no me levantaba tan pronto.
– Vaya, mira quién se ha levantado -dijo mi madre desde el fogón cuando me oyó gruñir arriba.
– Supongo que Nevin habrá hecho sus comentarios acerca de mis hábitos de sueño -respondí mientras bajaba por la escalera.
– Hemos hecho lo que hemos podido para impedir que te sacara a rastras cogida por los pies -dijo Maeve, y me pasó mi ropa, que había estado colocada encima de una silla cerca del fuego para que perdiera la humedad.
– Sí, bueno, es que anoche no podía dormir y di un paseo hasta el pueblo -confesé.
– ¡Lanore! -Mi madre casi dejó caer el cuchillo-. ¿Has perdido la cabeza? ¡Podrías haber muerto congelada! Por no mencionar que te podría haber pasado algo peor… -Cruzó una mirada con mi hermana; las dos sabían que me quedaba poca virtud que proteger, lo que le quitó ironía a sus palabras.
– Había olvidado el frío que hace por la noche aquí, en el norte -mentí.
– ¿Y adonde fuiste?
– Apuesto a que a la iglesia, no. -Maeve rió.
– No, a la iglesia no. Fui a la taberna de Daughtery.
– Lanore…
– Un poco de compañía en una hora solitaria, eso es todo lo que quería. No estoy acostumbrada a retirarme tan pronto y con tanta quietud. Mi vida es muy diferente en Boston. Deberéis tener paciencia conmigo… -Me ajusté a la cintura las cintas de mi falda antes de acercarme a mi madre y besarla en la frente.
– Ahora no estás en Boston, querida -me reprendió mi madre.
– Que no te preocupe mucho -dijo Maeve-. Como si a Nevin no lo vieran por Daughtery de vez en cuando. Si los hombres pueden ir, no sé por qué no se te ha de permitir a ti, al menos alguna que otra vez. -Echó una mirada a mi madre, para ver si protestaba-. Y ya nos acostumbraremos a ello.
Así que Nevin iba a Daughtery. Debería andarme con cuidado. Si se enteraba de mis devaneos nocturnos, las cosas se pondrían feas para mí.
En aquel momento, nos interrumpió una llamada a la puerta. Uno de los sirvientes de los Saint Andrew extendió un sobre de color marfil con mi nombre escrito en él. Dentro había una nota escrita con la letra meticulosa de la madre de Jonathan, invitando a mi familia a cenar aquella noche. El sirviente esperó nuestra respuesta en la puerta.
– ¿Qué le decimos? -pregunté, aunque era bastante fácil adivinar su respuesta. Maeve y mi madre bailaban como Cenicienta cuando se enteró de que iba a acudir al baile.