– ¿Y Nevin? Seguro que se niega a ir -pregunté.
– Sin duda. Por principio -dijo Maeve.
– Ojalá vuestro hermano tuviera mejor cabeza para los negocios -murmuró mi madre-. Podría aprovechar esta oportunidad y hablar con Jonathan para que nos compre más. Medio pueblo se gana la vida gracias a esa familia. ¿Quién más va a comprar nuestra carne? Ellos, con todos esos hombres que alimentar…
Probablemente consideraba a los Saint Andrew unos tacaños por alimentar a sus trabajadores con ciervos cazados en su propiedad.
Volví a la puerta y le dije al sirviente:
– Por favor, comunica a la señora Saint Andrew que aceptamos encantadas su invitación y estaremos allí para cenar.
La cena de aquella noche me pareció irreal, al estar rodeada por nuestras dos familias. Nunca había ocurrido en todo el tiempo en que Jonathan y yo éramos amigos de niños, y me habría encantado que la cena de aquella noche se hubiera reducido a nosotros dos en torno a una mesa delante de la chimenea de su despacho. Pero aquello no habría sido correcto, puesto que Jonathan tenía una esposa y una hija.
Sus hermanas, prácticamente unas solteronas ya, miraban con ojos de búho a mis vivarachas hermanas como si fueran monos sueltos por su casa. El pobre y retrasado Benjamin se sentaba junto a su madre, con los ojos fijos en su plato y los labios fruncidos, obligándose a permanecer quieto. De vez en cuando, su madre le cogía la mano y se la acariciaba, lo que parecía tener un efecto tranquilizador en el pobre chico.
Y a la izquierda de Jonathan estaba Evangeline, que parecía una niña a la que se ha permitido sentarse a la mesa de los adultos. Sus dedos rosados tocaban cada pieza de sus cubiertos como si no estuviera familiarizada con la utilidad de todos los instrumentos del fino servicio de plata. Y de vez en cuando, su mirada volaba al rostro de su marido, como un perro que se asegura de la presencia de su amo.
Ver a Jonathan rodeado de aquella manera, por la familia que siempre dependería de él, me hizo sentir lástima por él y me hastió.
Después de la comida -un costillar de ciervo y una docena de codornices asadas, lo que dio lugar a platos donde se amontonaban grandes costillas de res y diminutos huesos de ave, todo bien pelado-, Jonathan paseó la mirada por la mesa, en la que casi todas eran mujeres, y me invitó a seguirlo al antiguo despacho de su padre, que había hecho suyo. Cuando su madre abrió la boca para poner objeciones, él dijo:
– Aquí no han ningún hombre que me acompañe a fumar una pipa, y me gustaría hablar con Lanore a solas, si es posible. Además, estoy seguro de que si no, se aburriría mucho.
Las cejas de Ruth se dispararon hacia arriba, aunque las hermanas de Jonathan no parecieron ofenderse. Era posible que él estuviera intentando librarlas de la molestia de mi compañía: seguro que también ellas suponían que yo era una prostituta, y era probable que Jonathan me hubiera invitado imponiéndose sobre sus protestas.
Después de cerrar la puerta, sirvió unos whiskies, cargó de tabaco dos pipas y nos instalamos en butacas cerca del fuego. Primero quiso saber cómo había desaparecido en Boston. Le conté una versión más detallada de la historia que le había ofrecido a mi familia: que estaba al servicio de un europeo rico, contratada para actuar como representante suya en América. Jonathan escuchaba con escepticismo, yo diría que dudando entre discutir mi explicación o simplemente disfrutar del relato.
– Deberías pensar en mudarte a Boston. La vida es mucho más fácil -dije, acercando una llama a la pipa-. Eres un hombre rico. Si vivieras en una gran ciudad, podrías disfrutar de los placeres de la vida.
Él negó con la cabeza.
– No podemos irnos de Saint Andrew. Hay que recoger la madera, que es la sangre de nuestra vida. ¿Quién dirigiría el negocio?
– El señor Sweet, que es quien lo hace ahora. U otro capataz. Así es como manejan sus propiedades los hombres ricos con muchas inversiones. No hay motivo para que tú y tu familia sufráis las privaciones de los crudos inviernos de Saint Andrew.
Jonathan miró el fuego, chupando su pipa.
– Puede que pienses que mi madre estaría encantada de volver con su familia, pero nunca la sacaremos de Saint Andrew. Ella lo negaría, pero se ha acostumbrado a su posición social. En Boston sería una viuda acomodada más. Hasta puede que sufriera socialmente por haber pasado tanto tiempo en «los territorios salvajes». Además, Lanny, ¿has pensado en qué sería del pueblo si nos marcháramos?
– Tu negocio seguiría estando aquí. Todavía tendrías que pagar a los del pueblo lo que sea que les estés pagando ahora. La única diferencia sería que tú y tu familia tendríais el tipo de vida que merecéis. Habría médicos para ver a Benjamín. Podríais disfrutar de la vida social de los domingos con los vecinos, ir a fiestas y partidas de cartas todas las noches, como miembros de la élite social de la ciudad.
Jonathan me dirigió una mirada incrédula, lo bastante dudosa para que yo pensara que lo que había dicho de su madre podía ser una excusa. A lo mejor era él quien tenía miedo de salir de Saint Andrew, de dejar el único lugar que conocía y convertirse en un pez pequeño en un estanque grande y muy poblado.
Me incliné hacia él.
– ¿No sería esa tu recompensa, Jonathan? Has trabajado con tu padre para reunir esta fortuna. No tienes ni idea de lo que te está esperando fuera de estos bosques, estos bosques que son como los muros de una prisión.
Pareció dolido.
– No creas que nunca he salido de Saint Andrew. He estado en Fredericton.
Los Saint Andrew tenían socios comerciales en Fredericton, que formaban parte del negocio maderero. Los troncos bajaban flotando por el Allagash hasta el río Saint John y eran procesados en Fredericton, aserrados en tablas o quemados para hacer carbón. Charles había llevado allí a Jonathan cuando este era adolescente, pero me había contado poco del viaje. Pensándolo bien, Jonathan no parecía sentir curiosidad por el mundo que había fuera de nuestro pequeño pueblo.
– No se puede decir que Fredericton sea Boston -le espeté-. Y además, si vinieras a Boston, tendrías oportunidad de conocer a mi jefe. Es de la realeza europea, prácticamente un príncipe. Pero lo que de verdad importa es que es un auténtico entendido en los placeres. Un hombre que te gustaría. -Intenté sonreír misteriosamente-. Te garantizo que cambiaría tu vida para siempre.
Me dirigió una mirada intensa.
– ¿Un entendido en los placeres? ¿Y cómo sabes tú eso, Lanny? Creía que eras su representante.
– Se puede actuar como intermediario en nombre de otro para muchas cosas.
– Reconozco que has despertado mi curiosidad -dijo, pero su tono era condescendiente. Parte de mí lamentaba que Jonathan estuviera tan comprometido con sus nuevas responsabilidades y no sintiera al menos curiosidad por las tentaciones que yo le ofrecía. Sin embargo, estaba segura de que el Jonathan de siempre seguía allí; solo tenía que despertarlo.
Después de aquello, Jonathan y yo pasamos casi todas las tardes juntos. Enseguida vi que no había cultivado otras amistades. No estaba segura del porqué, ya que no podía haber escasez de hombres dispuestos a disfrutar de la posición social y los posibles beneficios económicos que acarrearía ser amigo íntimo de Jonathan. Pero Jonathan no era tonto. Eran los mismos hombres que, cuando eran niños, envidiaban su belleza, su posición y su riqueza. Resentidos porque sus padres estaban obligados con el capitán, por salarios o por rentas.
– Te echaré de menos cuando te marches -me dijo Jonathan una de aquellas tardes que pasamos encerrados tras las puertas del despacho, quemando buen tabaco-. ¿No hay posibilidad de que te quedes? No tienes por qué volver a Boston, si se trata de dinero. Yo podría darte un empleo, y estarías aquí para ayudar a tu familia, ahora que tu padre no está.