Me pregunté si Jonathan habría meditado aquella oferta o si se le acababa de ocurrir. Aunque me hubiera encontrado algún tipo de colocación, su madre habría puesto objeciones a que una mujer caída en desgracia trabajara para su hijo. Pero tenía razón en que aquella sería una oportunidad de ayudar a mi familia, y me estremecí por dentro. No obstante, también me sentía agobiada por un miedo incierto ante la posibilidad de no obedecer las órdenes de Adair.
– No podría renunciar a la ciudad, ahora que la conozco. A ti te pasaría lo mismo.
– Ya te he explicado…
– No tienes que tomar una decisión precipitada. Al fin y al cabo, trasladar toda tu casa a Boston no es ninguna menudencia. Ven conmigo a visitarla. Dile a tu familia que vas en viaje de negocios. Averigua si la ciudad te gusta… -Había limpiado hábilmente el cañón de la pipa con un alambre (una habilidad adquirida limpiando la pipa de agua de Adair) y golpeé la cazoleta contra una bandejita para vaciarla de ceniza-. Además, sería ventajoso para tu negocio. Adair te llevaría a sitios, te presentaría a propietarios de serrerías y cosas así. Y te presentaría en sociedad. ¡Aquí en Saint Andrew no hay cultura! No tienes ni idea de las cosas que te estás perdiendo: teatro, conciertos… Y lo que yo creo que de verdad te resultaría fascinante… -me incliné hacia delante, acercando mi cabeza a la suya para hablar en confidencia- es que Adair es muy parecido a ti en cuestión de los placeres de hombres.
– No me digas… -Su expresión me pedía que continuara.
– Las mujeres se le echan encima. Toda clase de mujeres. Mujeres de la alta sociedad, mujeres normales y, cuando se harta de ese tipo de compañía, siempre están las… damiselas.
– ¿Damiselas?
– Prostitutas. Boston está lleno de prostitutas de todas las clases. Burdeles elegantes. Putas de la calle. Actrices y cantantes que estarían encantadas de ser tus amantes solo por las bonitas habitaciones y el dinero que gastas.
– ¿Me estás diciendo que tengo que recurrir a una actriz o a una cantante para encontrar una mujer que soporte mi compañía? -preguntó, y después apartó la mirada-. ¿Es que todos los hombres de Boston pagan por la compañía de una mujer?
– Si quieren sus atenciones en exclusiva -dije, reorientando poco a poco el rumbo de la conversación-. Estas mujeres tienden a estar más versadas que la mayoría en las artes del amor -continué, con la esperanza de despertar su curiosidad. Había llegado el momento de darle uno de los regalos de Adair-. Esto es un obsequio de mi jefe. -Entregué a Jonathan un paquetito envuelto en seda roja: la baraja de cartas obscenas-. De un caballero a otro.
– Interesante -dijo, mirando con atención una carta tras otra-. Había visto una baraja como esta cuando estuve en New Fredericton, aunque no tan… imaginativa.
Cuando fue a recoger la seda roja para envolver de nuevo las cartas, un segundo regalo cayó de la tela, uno que yo había olvidado que llevaba.
Jonathan aspiró aire con fuerza.
– Dios mío, Lanny, ¿quién es esta? -Tenía en las manos un retrato en miniatura de Uzra, y un brillo de embeleso en los ojos-. ¿Es un fantasma, la creación de la mente de un artista…?
No me importó el tono de su voz. Ningún caballero debería hablar así delante de una mujer a la que asegura apreciar, pero ¿qué se le iba a hacer? El retrato estaba pensado para tentarle y estaba claro que había cumplido su cometido.
– Oh, no, te aseguro que existe en carne y hueso. Es la concubina de mi jefe, una odalisca que se trajo de la Ruta de la Seda.
– Tu jefe tiene una organización doméstica muy curiosa, por lo que se ve. ¿Una concubina, mantenida abiertamente en Boston? Yo pensaba que no lo consentirían. -Su mirada pasó del retrato a mí, con las cejas muy juntas-. No comprendo. ¿Por qué tu jefe me envía regalos? ¿Qué interés tiene? ¿Qué demonios le has contado de mí?
– Está buscando a un compañero adecuado, y le parece que tú podrías ser un alma gemela. -Lo vi receloso, como si tal vez temiera que el interés de un hombre al que no conocía tuviera que estar relacionado con su fortuna-. Si quieres que te diga la verdad, creo que está desilusionado con la gente de Boston. Son todos muy serios. No ha sido capaz de encontrar un bostoniano con un espíritu similar al suyo, dispuesto a entregarse a cualquier fantasía que le interese.
Pero Jonathan no parecía estar prestando atención a lo que yo decía. Me observaba de un modo que me hizo temer que hubiera dicho algo ofensivo sin darme cuenta.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– Es solo que estás… tan cambiada -dijo al fin.
– No te lo discutiré. He cambiado por completo. La cuestión es: ¿estás decepcionado por el cambio?
Parpadeó, había una sombra de dolor en aquellos ojos oscuros.
– Debo responder que… sí, tal vez un poquito. No sé muy bien cómo decir esto sin herir tus sentimientos, pero no eres la chica que eras cuando te marchaste. Eres tan mundana… Eres la amante de ese hombre, ¿verdad? -preguntó, vacilante.
– No exactamente. -Me vino a la cabeza una expresión de años atrás-. Soy su esposa espiritual.
– ¿Su esposa espiritual?
– Todas lo somos. La odalisca, yo, Tilde… -Me pareció que era mejor dejar al margen a Alejandro y a Dona, ya que no tenía ni idea de cómo respondería Jonathan a semejante situación.
– ¿Tiene tres esposas bajo un mismo techo?
– Sin contar las otras mujeres con las que se relaciona.
– ¿Y a ti no te importa?
– Puede compartir su cariño como desee, lo mismo que nosotras. Lo que tenemos no se parece a nada que tú conozcas, pero… sí, esta situación me parece bien.
– Dios mío, Lanny, me cuesta creer que eres la chica a la que besé en el guardarropa de la iglesia hace tantos años… -Lanzó una mirada tímida en mi dirección, como si no estuviera muy seguro de cómo comportarse-. Supongo que, con tanto hablar de compartir libremente tu cariño, no sería muy incorrecto que te pidiera… ¿otro beso? Solo para asegurarme de que eres de verdad la Lanny que yo conocía, que está aquí conmigo otra vez.
Era la ocasión que yo había esperado. Se levantó de su butaca y se inclinó sobre mí, agarrando mi cara con las manos, pero su beso fue vacilante.
Aquella indecisión casi me rompió el corazón.
– Debes saber que pensé que no te volvería a ver, Jonathan, y mucho menos sentir tus labios en los míos. Pensé que me iba a morir de tanto echarte de menos.
Cuando mis ojos buscaron su cara, comprendí que la esperanza de volver a ver a Jonathan era lo único que me había mantenido cuerda. Ahora estábamos juntos y no pensaba desperdiciar la ocasión. Me levanté y me apreté contra él y, al cabo de un segundo de vacilación, me rodeó con sus brazos. Agradecí que todavía me deseara, pero todo en él había cambiado desde la última vez que habíamos estados juntos, hasta el olor de su pelo y de su piel. La contención en sus manos cuando agarró mi cintura. Su sabor cuando nos besamos. Todo era distinto. Era más lento, más blando, más triste. Su manera de hacer el amor, aunque agradable, había perdido su fogosidad. Puede que fuera porque estábamos en la casa de su familia, con su mujer y su madre al otro lado de la puerta cerrada. O puede que le consumiera el arrepentimiento por traicionar a la pobre Evangeline.
Nos quedamos tumbados en el sofá después de que Jonathan terminara, con su cabeza entre mis pechos, enfundados en un fino sujetador de seda, con lazos y remates de encaje. Él todavía estaba entre mis piernas, sobre un revoltijo de faldas y enaguas sujetas a mi cintura. Le acaricié el pelo mientras mi corazón se colmaba de felicidad. Y sí, sentí el placer secreto de haberle hecho ceder a su deseo. En cuanto a la esposa que esperaba fielmente al otro lado de la puerta… Bueno, ¿acaso ella no me había robado a Jonathan? Y un certificado de matrimonio significaba poco cuando él todavía me deseaba, cuando su corazón me pertenecía. Mi cuerpo se estremecía ante la certeza de que me deseaba. A pesar de todo lo que nos había sucedido a los dos en los tres años que habíamos estado separados, yo estaba más convencida que nunca de que el lazo que nos unía no se había roto.