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36

Provincia de Quebec, en la actualidad

Luke se detiene en un restaurante cerca de la salida de la autopista, porque necesita descansar de la interminable cinta gris de la carretera. En cuanto se han metido en un reservado, pide prestado el portátil a Lanny para ver las noticias y consultar su correo electrónico. Aparte de la habitual serie de mensajes de la administración del hospital («Se recuerda a los empleados que no aparquen en el parking de la zona este, ya que se utilizará para amontonar la nieve…»), no le ha escrito nadie. Nadie parece haber advertido su ausencia. Distraído, Luke deja que el cursor vague sin rumbo por la pantalla; no hay nada que comprobar. Está a punto de apagar el ordenador cuando oye un pitido. Alguien le ha enviado un correo electrónico.

Espera que sea propaganda, otra animosa pero impersonal invitación de su banco a abrir una cuenta-depósito o alguna tontería similar, pero es de Peter. Luke siente una punzada de incomodidad; se ha aprovechado del buen carácter de su colega. Peter es más un conocido que un amigo, pero como hay pocos anestesiólogos en el condado y Luke suele estar en urgencias, se veían más que la mayoría de los médicos. La última serie de desgracias de Luke le había vuelto más huraño que de costumbre, pero Peter era uno de los pocos médicos que todavía le hablaban.

«¿Dónde estás? -dice el mensaje-. No creí que fueras a llevarte el coche tanto tiempo. He intentado llamarte, pero no respondes al móvil ¿Va todo bien? ¿No habrás tenido un accidente? ¿Estás herido? Me tienes preocupado. LLÁMAME.» A continuación, Peter ha escrito todos sus números de teléfono y el del móvil de su mujer.

Luke cierra el mensaje de Peter con los dientes apretados. «Tiene miedo de que me esté volviendo loco», concluye. Es consciente de que su conducta es rara, por decirlo suavemente, pero la gente del pueblo contiene el aliento a su alrededor, sin atreverse a mencionar a Tricia y el divorcio, ni la muerte de sus padres. No le creen capaz de superar todas las desdichas de su vida. Hasta ese momento, Luke no se ha dado cuenta de que marcharse del pueblo con esa mujer le ha distraído de sus sufrimientos. No ha dejado de sufrir en meses. Es la primera vez que puede pensar en sus hijas sin que le den ganas de llorar.

Luke respira hondo y suelta todo el aire de una vez. «No saques conclusiones», se dice. Peter está siendo amable, paciente. No ha amenazado con llamar a la policía. Peter es la persona más equilibrada en la vida de Luke, pero llega a la conclusión de que probablemente se debe a que Peter es nuevo en Saint Andrew. El joven médico no se ha contagiado todavía de la enfermiza mentalidad del pueblo, de su carácter frío y huraño ni de su puritana afición a juzgar a las personas.

Por un momento, Luke está tentado de llamar a Peter. Es un enlace con el mundo real, el mundo que existía antes de que ayudara a Lanny a escapar de la policía, antes de escuchar su fantástica historia, antes de acostarse con ella, una paciente. Peter podría convencer a Luke de que se aleje del borde de ese precipicio. Respira hondo una vez más. La cuestión es: ¿quiere que le convenzan?

Vuelve a abrir el mensaje de Peter y hace clic en «responder». «Siento lo de tu coche -escribe-. Lo dejaré pronto en un sitio donde la policía pueda localizarlo y devolvértelo.»

Piensa en lo que ha escrito y se da cuenta de que en realidad está diciendo que se ha marchado para no volver. Siente un tremendo alivio. Antes de pulsar «enviar», añade al mensaje: «Quédate con mi camioneta. Es tuya».

Luke pasa por el servicio antes de subir al todoterreno; Lanny está ya en el asiento delantero, mirando hacia el frente con una sonrisa que es solo una mueca.

– ¿Qué pasa? -pregunta Luke mientras gira la llave de encendido.

– No es nada. -Ella baja la mirada-. Cuando he ido a pagar la cuenta, mientras estabas en el servicio, he visto que tenían licores en venta detrás del mostrador. Así que he pedido una botella de Glenfiddich. Pero aquella mujer no me la ha querido vender. Ha dicho que tenía que esperar a que mi padre saliera del servicio si él quería comprar una botella.

Luke acerca la mano al tirador de la puerta.

– Voy yo, si quieres.

– No vayas. No es por el whisky, es que… esto me pasa constantemente. Estoy harta, eso es lo que pasa. Siempre me toman por una adolescente, me tratan como a una niña. Puede que parezca una cría, pero no pienso como tal. Y a veces no quiero que me traten como si lo fuera. Sé que parecer joven me ayuda a ir tirando, pero Dios mío… -Levanta la cabeza, la sacude y echa los hombros atrás-. Vamos a darle un espectáculo que la tumbe de espaldas.

Antes de que Luke pueda protestar, Lanny le agarra por el cuello de la chaqueta y tira de él. Pega la boca a la suya y le da un largo beso, frotándose contra él. El beso sigue y sigue, hasta que Luke se siente mareado. Por encima del hombro de Lanny, ve a la mujer, inmóvil detrás del mostrador de la caja, con la boca formando un horrible círculo y los ojos como platos.

Lanny lo suelta, riendo. Da una palmada en el salpicadero.

– Vamos, papá. Busquemos un hotel para que pueda follarte hasta volverte loco.

Luke le ríe la broma. Sin pensar, se limpia la boca.

– No hagas eso. No me gusta que me tomen por tu padre. Me hace sentir… -Una persona horrible, piensa, pero no lo dice. Porque no lo es.

Ella se calla al instante, ruborizada, mirándose las manos sin saber qué hacer.

– Tienes razón. Lo siento, no quería avergonzarte -contesta-. No volverá a ocurrir.

37

Saint Andrew, 1819

Aquella gozosa reunión en el sofá no iba a ser nuestro último encuentro. Nos las ingeniábamos lo mejor que podíamos para vernos, aunque las condiciones eran incómodas, por decir algo: un pajar al borde del prado que olía a alfalfa seca (pero después teníamos que poner mucho cuidado en quitarnos todas las pajitas y semillas de la ropa) o la caballeriza de la casa de los Saint Andrew, donde nos encerrábamos en el cuarto de las herramientas y nos frotábamos en silencio uno contra otro entre bridas y arneses colgantes.

Durante aquellos encuentros con Jonathan, mientras aspiraba su cálido aliento y rodaban por mi cara gotas de su sudor, me extrañó descubrir que Adair se introducía en mis pensamientos. Me sorprendía sentirme culpable, como si le estuviera engañando, porque a nuestra manera éramos amantes. Me invadía también cierto resquemor, una sensación de miedo al posible castigo que Adair me impondría, no por hacer el amor con otro hombre, sino por amar a otro hombre. ¿Por qué tenía que sentir culpa y miedo, si solo estaba haciendo lo que él quería?

Tal vez porque mi corazón sabía que a quien amaba era a Jonathan, y solo a Jonathan. Él siempre se imponía.

– Lanny -susurró Jonathan, besándome la mano mientras yacía recuperándose en el heno después de una cita secreta-. Tú te mereces algo mejor que esto.

– Me encontraría contigo en el bosque, en una cueva, en pleno campo -respondí-, si fuera la única manera de verte. No importa dónde estemos. Lo único que importa es que estamos juntos.

Bonitas palabras, palabras de enamorados. Pero mientras estábamos tumbados en el heno y yo le acariciaba la mejilla, mi mente no podía dejar de vagar. Y vagaba por lugares peligrosos, hurgando en asuntos que más valía dejar sin indagar, como las circunstancias que habían rodeado mi súbita partida de Saint Andrew años atrás, y el silencio de Jonathan al respecto. Desde que había vuelto al pueblo, no me había preguntado ni una sola vez por el niño. Quería preguntarme, yo lo sentía cuando había un momento de silencio tenso entre nosotros, cuando le pillaba mirándome de reojo con expresión seria y triste. «Cuando te marchaste de Saint Andrew…» Pero esas palabras nunca salían de su boca. Debía de haber supuesto que yo había abortado, como le dije que haría aquel día en la iglesia. Pero yo quería que supiera la verdad.