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Lo único que sé es que mi hambre de Jonathan iba creciendo y sentía que a veces estaba casi fuera de mi control. Que había algo en su mirada provocativa o en su media sonrisa, o en la manera de acariciar deliberadamente la manga de la blusa de una chica cuando creía que nadie le observaba, que me hacía desear que me mirara y me acariciara de la misma manera. Y cuando pensaba en las groserías que le había oído decir, deseaba que también fuera grosero conmigo. Ahora comprendo que era una chica solitaria y confusa, que suspiraba por la intimidad y ansiaba pasión física (aunque era un misterio para mí), y ahora sé que mi ignorancia me acarrearía la ruina. Estaba locamente empeñada en ser amada. No puedo culpar solo a Jonathan. Cuán a menudo provocamos nuestra propia caída…

4

Hospital del Condado de Aroostook, en la actualidad

El humo hace remolinos en dos haces de luz en la sala de reconocimiento médico. A estas alturas, las correas de las muñecas están desatadas y la detenida está sentada, con la cama levantada como una silla, con un cigarrillo encendido entre los dedos. Dos colillas quemadas hasta los filtros están aplastadas en el fondo de una cuña colocada en la cama entre ellos. Luke se echa hacia atrás en su asiento y tose, con la garganta irritada por el humo, y su cabeza está embotada, como si hubiera estado ingiriendo calmantes toda la noche, como si hubiera estado en un sueño narcótico y se estuviera despertando del trance.

Suena un golpe de nudillos en la puerta y Luke se pone en pie con más rapidez que una ardilla trepando a un árbol, porque sabe que es la señal preceptiva y rutinaria que hacen los trabajadores del hospital antes de entrar en una sala de reconocimiento. Bloquea la puerta con su cuerpo, dejando que se abra solo un par de centímetros.

La mirada fría de Judy, distorsionada por las lentes de sus gafas, le taladra.

– Han llamado del depósito. Acaba de llegar el cadáver. Joe quiere que llames al médico forense.

– Es tarde. Dile a Joe que no tiene sentido llamar al forense ahora. Eso puede esperar a mañana.

La enfermera cruza los brazos.

– También quería que te preguntara por su detenida. ¿Puede marcharse ya o no?

Esto es una prueba, comprende Luke. Siempre se ha tenido por una persona honrada, y sin embargo no se resigna a dejarla marchar todavía.

– No, todavía no puede llevársela.

Judy le mira con tal intensidad que parece que podría atravesarlo.

– ¿Por qué no? No tiene ni un rasguño.

Una mentira brota al instante en su mente.

– Se ha alterado mucho. He tenido que sedarla. Debo asegurarme de que no tiene una reacción adversa al sedante.

La enfermera suspira sonoramente, como si supiera -no sospechara, sino supiera- que le está haciendo algo asqueroso al cuerpo de la chica inconsciente.

– Déjame, Judy. Dile a Joe que le llamaré cuando ella esté estable. -Y le cierra la puerta en la cara.

Lanny empuja la ceniza por la cuña con su cigarrillo encendido, evitando deliberadamente el contacto visual con él.

– Así que Jonathan está aquí. Ahora ya no tienes que fiarte de mi palabra -dice, mientras deja caer ceniza en la cuña y señala la puerta con la cabeza-. Ve al depósito. Échale una mirada tú mismo.

Luke se mueve con incomodidad en la banqueta.

– Pues sí, hay un muerto en el depósito. Pero lo único que demuestra eso es que es verdad que has matado a un hombre esta noche.

– No, hay algo más. Te lo voy a enseñar. -Se sube la manga de la bata de hospital y le muestra un pequeño dibujo en la blanca cara interior del brazo. Él se inclina para mirar más de cerca y ve que es un tosco tatuaje en tinta negra, el contorno de un escudo heráldico con una figura reptiliana dentro-. Verás en el brazo de Jonathan, en este mismo sitio…

– ¿El mismo tatuaje?

– No -dice ella, golpeándose el tatuaje con el pulgar-. Pero es del mismo tamaño y lo hizo la misma persona, así que parecerá similar, como si estuviera hecho con alfileres mojados en tinta, que es como se hizo. El suyo es como dos cometas girando una en torno a la otra, con las colas un poco extendidas.

– ¿Qué significan las cometas? -pregunta Luke.

– Que me muera si lo sé -responde ella, mientras se ajusta la bata y arregla la sábana-. Tú ve a ver a Jonathan y luego dime si no me crees.

Después de atarla de nuevo -torpemente, con correas que casi nunca se usan pero se tienen a mano para pacientes alterados-, Luke Findley se baja de la banqueta. Se escabulle por las puertas batientes, mirando antes para asegurarse de que nadie le ve marchar. El hospital sigue estando oscuro y silencioso, y a duras penas se distingue movimiento en los lejanos puntos de luz que iluminan el puesto de enfermeras al final del pasillo. Sus zapatos rechinan contra el limpio suelo de linóleo mientras baja a toda prisa la escalera y se dirige al norte, por un pasillo del sótano que conduce al depósito de cadáveres.

Durante todo el camino, tiene los nervios de punta. Si alguien le para y le pregunta qué está haciendo fuera de urgencias, por qué va al depósito, dirá simplemente… Se le queda la mente en blanco. Luke nunca ha sido un mentiroso convincente. Se ve a sí mismo como una persona fundamentalmente honrada, aunque para poco le ha servido. Pero a pesar de su honradez y de su miedo a que le pillen, ha accedido a la extravagante sugerencia de la detenida porque tiene curiosidad por saber si ese muerto es el hombre más guapo que jamás se ha visto en el planeta, y cómo es el hombre más guapo del mundo.

Empuja la pesada puerta batiente del depósito para abrirla. Luke oye música -al asistente nocturno del depósito, un joven llamado Marcus, le gusta tener la radio encendida en todo momento-, pero no ve a nadie. Su mesa presenta señales de ocupación (la lámpara está encendida, hay papeles esparcidos, un envoltorio de chicle, un bolígrafo con la caperuza quitada), pero ni rastro de Marcus.

El depósito es pequeño, como corresponde a las modestas necesidades del pueblo. Más al fondo hay una sala refrigerada para las autopsias, pero los cuerpos se conservan en cuatro fríos nichos en la pared, nada más pasar la entrada. Luke respira hondo y agarra uno de los picaportes, grande y pesado como los tiradores de los antiguos camiones para alimentos congelados.

En el primer nicho encuentra el cuerpo de una mujer mayor que él no conoce, lo que significa que probablemente procede de uno de los pueblos más alejados del condado. El cuerpo de la mujer, de corta estatura y rechoncho, y su pelo blanco le hacen pensar en su madre, y por un momento revive la última conversación lúcida que tuvieron. Él había estado sentado al lado de su cama en la unidad de cuidados intensivos hasta que los ojos desenfocados de la madre miraron en su dirección y su mano buscó la de Luke para obtener consuelo. «Siento que tuvieras que venir a casa para cuidar de nosotros -le dijo ella, la madre que nunca se disculpaba porque jamás se permitía hacer algo que necesitara excusas-. Tal vez nos hemos quedado en la granja demasiado tiempo, pero tu padre no quería dejarla…» Se detuvo, incapaz de ser desleal a aquel viejo tan terco que había renqueado hasta el establo para ordeñar las vacas hasta la mañana del día en que murió. «Lamento lo que eso le hizo a tu familia… -Luke recuerda que intentó explicar que su matrimonio ya se estaba rompiendo mucho antes de que él volviera con su familia a Saint Andrew, pero su madre se negó a aceptarlo-. Tú nunca quisiste quedarte en Saint Andrew, desde que eras pequeño. Aquí ya no puedes ser feliz. Cuando yo no esté, no te quedes aquí atrapado. Ve en busca de una nueva vida.» Se echó a llorar y quiso seguir apretándole la mano; cayó en la inconsciencia pocas horas después.