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– Anna Kolsted es una mujer casada.

Él se encogió de hombros.

Me puse a temblar de ira.

– O sea, que no has puesto fin a tu relación con ella, ¿verdad?, a pesar del bonito discurso que me soltaste el otro día.

– Yo… no podía dejarla así sin más, sin explicarle lo que había ocurrido.

– ¿Y le has explicado que has tenido una crisis de conciencia? ¿Le has dicho ya que has decidido no volver a verla? -pregunté, como si tuviera algún derecho a hacerlo.

Él se quedó callado.

– ¿Nunca aprenderás, Jonathan? Esto no puede terminar bien -dije con tono gélido.

Jonathan frunció los labios en una mueca, apartando la mirada mientras el resentimiento bullía en su interior.

– Parece que esto es lo que me dices siempre, ¿no? -El nombre de Sophia flotó en el aire entre nosotros, sin ser pronunciado.

– Acabará igual. Se enamorará de ti y te querrá para ella sola. -El temor y la pena iban creciendo en mí como el día en que había encontrado a Sophia en el río. Jamás habría pensado, después de todo lo que había experimentado, que su recuerdo aún tuviera el poder de afectarme. Puede que fuera porque a veces me preguntaba si no habría sido mejor seguir su ejemplo-. Es inevitable, Jonathan. Todo el que te conoce quiere poseerte.

– Hablas por experiencia, ¿no?

Su brusquedad me hizo callar por un momento. Era evidente que tenía algo contra mí, pero yo no sabía qué era. Me puse sarcástica:

– Las que te poseen tienden a lamentar su buena suerte. Tal vez deberías preguntarle a tu esposa por eso. ¿Has pensado en cómo afectará a la pobre Evangeline tu aventura con la señora Kolsted si llega a enterarse?

La ira se apoderó de Jonathan con rapidez, como una repentina tormenta. Miró por encima del hombro para asegurarse de que Daughtery estaba ocupado y nadie nos escuchaba, y después me agarró por un brazo y me acercó a él.

– Por Dios, Lanny, ten compasión de mí. Estoy casado y tengo una hija. Ella solo tenía catorce años cuando nos casamos. Cuando la llevé al lecho conyugal, después lloró. ¡Lloró! Le da miedo mi madre y no se entiende con mis hermanas. No necesito una niña, Lanny. Necesito una mujer.

Solté mi brazo de su presa.

– ¿No crees que eso ya lo sé?

– Ojalá no le hubiera hecho caso a mi padre y no me hubiera casado con ella. Él quería un heredero, era lo único que le importaba. Vio a una jovencita con muchos años por delante para criar hijos e hizo un trato con el viejo McDougal, como si la chica fuera una yegua. -Se pasó una mano por el pelo-. No tienes ni idea de la vida que tengo que vivir, Lanny. No hay nadie que pueda llevar el negocio más que yo. Benjamín es tan simple como un niño de cuatro años. Mis hermanas son tontas. Y cuando murió mi padre… bueno, todas sus responsabilidades cayeron sobre mis hombros. Este pueblo depende de cómo le vaya a mi familia. ¿Sabes cuántos colonos compraron su tierra con préstamos avalados por mi padre? Un invierno duro, o si no tienen habilidad para llevar una granja y descuidan sus obligaciones… Puedo embargar la propiedad, pero ¿de qué me serviría otra granja arruinada? Así que te ruego que me perdones que tenga una amante y una pequeña distracción de todas mis responsabilidades.

Bajé la mirada hacia los restos de mi bebida.

Él siguió hablando, con ojos de loco.

– No te puedes imaginar lo tentadoras que han sido tus ofertas. Daría cualquier cosa para quedar libre de mis obligaciones. Pero no puedo, y creo que tú entiendes por qué. No solo mi familia estaría perdida, también el pueblo se hundiría. Vidas arruinadas. Puede que me pillaras en un momento de debilidad cuando volviste, Lanny, sin embargo estos últimos años me han enseñado lecciones muy duras. No puedo ser tan egoísta.

¿Había olvidado que una vez me dijo que quería dejarlos a todos, a su familia y su fortuna, por mí? ¿Que una vez había deseado que su mundo fuéramos solo él y yo? Una mujer más juiciosa se habría alegrado de ver a Jonathan tan maduro, aceptando sus responsabilidades, y se habría sentido orgullosa de que fuera capaz de asumir obligaciones que podían aplastar a un hombre más débil. Yo no puedo decir que me sintiera alegre ni orgullosa.

Pero lo comprendía. A mi manera, amaba el pueblo y no tenía deseos de ver cómo se hundía. Aunque mi propia familia ya tuviera dificultades, aunque los habitantes me hubieran tratado con vileza, chismorreando a mis espaldas, yo no podía quitar la pieza clave que mantenía unido al pueblo, eso estaba bastante claro. Me quedé sentada frente a Jonathan, seria y comprendiendo la situación que acababa de explicarme, pero por dentro el pánico me recorrió de pies a cabeza. Iba a fallarle a Adair. ¿Qué podía hacer?

Nos bebimos nuestra cerveza, cabizbajos y abatidos. Parecía evidente que tenía que renunciar a Jonathan y necesitaba concentrarme en mi propia y apurada situación. ¿Qué hacer a continuación? ¿Adónde podía ir para que Adair no consiguiera seguirme la pista? No tenía ningún deseo de volver a sufrir la insoportable tortura a la que ya había sido sometida.

Pagamos nuestra bebida y salimos al camino, los dos apesadumbrados y sumidos en nuestros pensamientos. La noche volvía a estar fría; el cielo se veía despejado e iluminado por la luna y las estrellas, finas nubes velaban la luz plateada.

Jonathan me puso una mano en el brazo.

– Perdona mi arrebato y olvídate de mis problemas. Tienes todo el derecho a despreciarme por lo que acabo de decir. Lo que menos deseo es agobiarte con mis problemas. Mi caballo está en el establo de Daughtery. Deja que te lleve a casa.

Pero antes de que pudiera decirle que no era necesario y que prefería quedarme a solas con mis pensamientos, nos interrumpió el sonido de pisadas en lo alto del sendero.

Era tarde y casi estaba helando, por lo que no era probable que hubiera nadie paseando.

– ¡¿Quién anda ahí?! -le grité a una figura entre las sombras.

Edward Kolsted apareció bajo el claro de luna con un fusil de chispa en las manos.

– Siga su camino, señorita McIlvrae, no tengo nada contra usted.

Kolsted era un joven rudo, de una de las familias más pobres del pueblo, y no podía competir con Jonathan por el afecto de nadie. Era flaco, y su cara alargada estaba desfigurada por la viruela, que muchos habían padecido en la infancia. A pesar de su edad, su pelo castaño ya estaba clareando y se le habían empezado a caer los dientes. Apuntó el arma al pecho de Jonathan.

– No seas idiota, Edward. Hay testigos: Lanny y los hombres que están en la taberna… A menos que pienses matarlos también a ellos -le dijo Jonathan a quien lo amenazaba.

– No me importa. Has mancillado a mi Anna y me has convertido en el hazmerreír. Será un orgullo que se sepa que me he vengado de ti. -Levantó más el fusil. Un frío terrible se apoderó por completo de mí-. Mírate, pavo real presumido -le espetó Edward desde detrás de su fusil a Jonathan, quien, debo reconocerlo, se mantuvo firme-. ¿Crees que el pueblo te va a llorar cuando estés muerto? Los hombres de este pueblo te despreciamos. ¿Piensas que no sabemos lo que has estado haciendo, embrujando a nuestras mujeres, sometiéndolas a tus hechizos? Te enredaste con Anna para divertirte un poco, y de paso me robaste lo más precioso que yo tenía. Eres el mismo diablo, eso eres, y lo mejor es librar a este pueblo de ti. -La voz de Edward iba subiendo, alta y desafiante, pero a pesar de sus palabras yo estaba segura de que Kolsted no cumpliría su amenaza. Lo que quería era asustar a Jonathan, humillarlo y hacerle suplicar perdón, y aquello le reportaría al afrentado cierta dignidad. Pero no tenía intención de matar a su rival.

– ¿Eso es lo que quieres de mí, que sea un diablo? Te vendría muy bien, ¿eh?, te libraría de culpa. -Jonathan bajó los brazos-. Pero la verdad es que tu esposa es una mujer infeliz, y eso tiene muy poco que ver conmigo y mucho contigo.