– ¡Mentiroso! -gritó Kolsted.
Jonathan dio un paso hacia su agresor y se me encogieron las tripas; no sabía si Jonathan deseaba que lo matara o no podía dejar que Kolsted no reconociera la verdad. Es posible que sintiera que se lo debía a su amante. Puede que nuestra discusión en Daughtery le hubiera hecho tomar alguna resolución. Pero su expresión airada era equívoca, y Kolsted podía convencerse de que Jonathan estaba furioso porque amaba a Anna.
– Si tu mujer fuera feliz, no buscaría mi compañía. Ella…
El viejo fusil de Kolsted disparó; por el cañón salió un fogonazo blanco y azulado que yo capté con el rabillo del ojo. Todo fue muy rápido: un fragor como un trueno, un chispazo como un rayo, y al instante Jonathan se tambaleó hacia atrás y después cayó al suelo. El rostro de Kolsted se contrajo, y por un instante quedó bañado en la luz de la luna.
– Lo he matado -murmuró, como para darse ánimos-. He matado a Jonathan Saint Andrew.
Caí de rodillas en el barro casi helado, tirando de Jonathan hacia mi regazo. Su ropa estaba empapada de sangre, que ya manchaba el abrigo. Era una herida profunda, mortal. Rodeé con los brazos el cuerpo de Jonathan y miré con odio a Kolsted.
– Si tuviera un rifle, te mataría aquí mismo. ¡Fuera de mi vista!
– ¿Está muerto? -Kolsted alargó el cuello, pero no tenía valor suficiente para acercarse al hombre al que había pegado un tiro.
– Saldrán en un segundo, y si te encuentran aquí, te encerrarán inmediatamente -le advertí, mascullando. Quería que huyera: ya se oía agitación dentro de la taberna, y enseguida saldría alguien para ver quién había disparado. Tenía que esconder a Jonathan antes de que nos descubrieran.
No tuve que incitar a Kolsted dos veces. Ya fuera por miedo o por súbito remordimiento, o porque no estaba dispuesto a dejarse apresar, el agresor de Jonathan reculó como un caballo asustado y echó a correr. Cerrando los brazos alrededor del pecho de Jonathan, lo arrastré al establo de Daughtery. Le despojé del abrigo y después de la levita, hasta que encontré la herida en el pecho, chorreando sangre por un orificio cerca de donde debería estar su corazón.
– Lanny -dijo con un hilo de voz, y buscó mi mano.
– Estoy aquí, Jonathan. No te muevas.
Jadeó y tosió. No tenía remedio, a juzgar por la distancia del disparo y la situación de la herida. Reconocí la expresión de su rostro: era el gesto desencajado de un moribundo. Perdió el conocimiento, laxo entre mis brazos.
Llegaron voces del otro lado de los carcomidos tablones, hombres que salían de la taberna al camino. Al no ver a nadie, se marcharon.
Bajé la mirada hacia el bello rostro de Jonathan. Su cuerpo, todavía caliente, me pesaba en el regazo. Mi corazón gritaba de pánico. «Mantenlo vivo. Mantenlo conmigo a toda costa.» Lo abracé con más fuerza. No podía permitir que muriera. Y solo había una manera de salvarlo.
Dejé su cuerpo en el suelo, le abrí la chaqueta y el chaleco. Gracias a Dios que estaba inconsciente. De no ser así, con lo asustada que estaba, no habría sido capaz de llevar a cabo aquel acto maldito. ¿Funcionaría? Puede que lo recordara mal, o que hubiera palabras especiales que debía recitar para que actuara aquella magia tan potente. Pero no tenía tiempo para pensármelo dos veces.
Palpé el dobladillo de mi corpiño, buscando el frasquito. En cuanto localicé al tacto el diminuto recipiente de plata, rasgué las costuras y lo saqué de su escondrijo. Me temblaban las manos al quitar el tapón del frasco y separar los labios de Jonathan. Solo había una gota, más pequeña que una lágrima. Recé por que fuera suficiente.
– No me dejes, Jonathan, no puedo vivir sin ti -le susurré al oído, lo único que se me ocurrió decir. Pero entonces me acordé de las palabras de Alejandro, lo que me había dicho aquel día en el que me transformé. Ojalá no fuera demasiado tarde-. Por mi mano e intención -dije, sintiéndome tonta al hablar, sabiendo que no tenía poder sobre nada, ni en el cielo, ni en el infierno ni en la tierra.
Me arrodillé en la paja, con Jonathan apoyado en mi regazo, y le aparté el pelo de la frente, esperando alguna señal. Lo único que recordaba de mi experiencia era la sensación de caída y una fiebre que recorría mi cuerpo como un incendio, y que me desperté mucho más tarde en la oscuridad.
Apreté de nuevo a Jonathan contra mí. Había dejado de respirar y se estaba enfriando. Lo envolví con su abrigo, preguntándome si podría llevarlo hasta la granja de mi familia sin que nos vieran. Parecía poco probable, pero no había nadie más que yo para sacarlo de allí, y alguien miraría en el establo de Daughtery tarde o temprano.
Ensillé el caballo de Jonathan, sorprendiéndome al descubrir que el diabólico semental ya no me daba miedo. Con una fuerza que no sabía que tenía, nacida de la necesidad, coloqué a Jonathan sobre la cruz del caballo, salté a la silla y salí disparada por las puertas abiertas del establo, atravesando la aldea como un rayo. Más de un aldeano aseguraría después haber visto a Jonathan Saint Andrew saliendo a caballo del pueblo aquella noche, dando lugar sin duda a disparatadas teorías acerca de su desaparición.
Cuando llegamos a la granja de mi familia, con el cuerpo de Jonathan acunado en mi regazo, fui directamente al pajar y desperté al cochero. Teníamos que marcharnos de Saint Andrew aquella misma noche. No podía arriesgarme a esperar hasta la mañana, cuando la familia de Jonathan lo estaría buscando. Le dije al cochero que enganchara a toda prisa los caballos, que nos íbamos inmediatamente. Cuando protestó diciendo que estaba demasiado oscuro para viajar, le aseguré que la luz de la luna era suficiente para iluminar el camino, y después añadí:
– Yo le pago, así que obedézcame. Tiene quince minutos para enganchar esos caballos.
En cuanto al baúl con mis ropas y mis cosas, todo se quedó atrás. No podía arriesgarme a despertar a mi familia volviendo a la cabaña. En lo único en que pensaba en aquel momento era en sacar a Jonathan del pueblo.
Mientras el coche traqueteaba por el camino incrustado de nieve, miré por la encortinada ventanilla para ver si alguien de la casa nos había oído, pero nadie se movió. Los imaginé despertándose y descubriendo que me había ido, preguntándose, afligidos, por qué había decidido marcharme de aquella manera, una partida tan misteriosa como mis tres años de silencio. Estaba cometiendo una gran injusticia con los tiernos corazones de mi madre y de mis hermanas, y me dolía en el alma hacerlo, pero la verdad es que era más fácil decepcionarlas que perder a Jonathan para siempre, o que desobedecer a Adair.
Jonathan yacía en el banco enfrente de mí, envuelto en su abrigo y en una bata con rebordes de piel, con mi abrigo enrollado a modo de almohada (yo no tenía nada que temer del frío) y con la cabeza apoyada en una posición extraña. No hacía ningún movimiento, el pecho no se le alzaba ni bajaba al respirar, nada. Tenía la piel tan pálida como el hielo a la luz de la luna. Mantuve la vista fija en su rostro, esperando la primera señal de vida, pero estaba tan inmóvil que empecé a preguntarme si habría fracasado.
38
En las horas que precedieron al amanecer, pusimos millas entre nosotros y la aldea, con el coche traqueteando por la accidentada y solitaria pista del bosque, mientras yo vigilaba en silencio a Jonathan. Era como si se tratara de un coche fúnebre, y yo hiciera el papel de viuda que llevaba el cadáver de su marido hasta su lugar de reposo.
Ya hacía un rato que había salido el sol cuando Jonathan se movió. Para entonces, yo albergaba pocas esperanzas. Llevaba horas sentada, temblando y sudando, a punto de vomitar, odiándome a mí misma. La primera señal de vida fue un temblor en su mejilla derecha; después un aleteo de pestañas. Como seguía muy pálido, dudé de mis ojos por un momento, hasta que oí un leve gemido, vi que sus labios se separaban y, por fin, abrió los dos ojos.