– ¿Cómo sabíais que iba a volver hoy… y en este barco? -le pregunté-. No envié ninguna carta para informaros de mis planes.
– Ay, Lanore, eres tan ingenua que das risa. Adair siempre sabe estas cosas. Sintió tu presencia en el horizonte y me envió a recogerte -dijo, apartándome a un lado. Dedicó toda su atención a Jonathan, sin molestarse en disimular que más que mirarlo lo inspeccionaba de pies a cabeza una y otra vez-. Bueno, preséntame a tu amigo.
– Jonathan, este es Donatello -dije con sequedad.
Jonathan no hizo movimiento alguno para darse por enterado o devolver el saludo, aunque no podría decir si fue por la manera tan directa en que Dona le había examinado o porque todavía se encontraba aturdido.
– ¿Es que no habla? ¿No tiene modales? -dijo Dona. Como Jonathan no mordió el anzuelo, Dona obvió el desaire volviéndose hacia mí-. ¿Dónde está tu equipaje? Los sirvientes…
– ¿Vendríamos vestidos de este modo si tuviéramos otra cosa que ponernos? Me vi obligada a dejarlo todo. Apenas tenía dinero para volver a Boston.
Me acordé del baúl que había dejado en casa de mi madre, discretamente arrimado a un rincón. Cuando lo abrieran -esperando hasta que la curiosidad pudiera más que ellos para no violar mi intimidad, aunque supieran que yo no iba a volver-, encontrarían la bolsa de piel de ciervo llena de monedas de oro y de plata. Me alegraba haber dejado allí aquel dinero; sentía que se lo debía a mi familia. Lo consideraba una indemnización de Adair, con la que pagaba a mi familia por haberme perdido para siempre, igual que él había aliviado su culpa dejando dinero para su familia siglos atrás.
– Muy considerado por tu parte. La primera vez, viniste a nosotros sin nada. Ahora traes a tu amigo, y los dos venís sin nada…
Dona levantó las manos al aire, como si yo fuera incorregible, pero yo sabía por qué se mostraba tan malhumorado: incluso en el estado en que se encontraba Jonathan, su carácter excepcional era obvio. Se iba a convertir en la niña de los ojos de Adair, el amigo y compañero con el que Dona nunca podría competir. Dona perdería el favor de Adair, eso no se podía evitar, y él lo tuvo claro desde el momento en que puso sus ojos en Jonathan.
Si Dona hubiera sabido lo que nos esperaba, probablemente no habría malgastado su envidia. Nuestra ignominiosa llegada de aquel día fue el principio del fin para todos nosotros.
Jonathan se animó un poco durante el trayecto en coche a la mansión de Adair. Porque aquel era su primer viaje a una ciudad tan grande, cosmopolita y maravillosa como Boston, y a través de sus ojos pude revivir mi llegada tres años atrás: las multitudes en las calles polvorientas; la proliferación de tiendas y posadas; las asombrosas casas de ladrillo, de varios pisos de altura; el ir y venir de carruajes tirados por caballos vistosos y bien cuidados; las mujeres vestidas a la última moda, luciendo escotes y largos cuellos blancos. Al cabo de un rato, Jonathan tuvo que apartarse de la ventanilla y cerrar los ojos.
Y después, por supuesto, la mansión de Adair era tan impresionante como un castillo, aunque a esas alturas Jonathan ya no se maravillaba ante nada, por impresionante que fuera. Me dejó que lo condujera escalones arriba; entramos en la casa, cruzamos el vestíbulo con la araña de luces oscilando sobre nuestras cabezas y los lacayos con librea inclinándose lo suficiente para examinar los zapatos llenos de barro de Jonathan. Atravesamos el comedor con la mesa puesta para dieciocho comensales, y llegamos a la escalera de doble arco que llevaba a las alcobas del piso de arriba.
– ¿Dónde está Adair? -pregunté a uno de los criados, ansiosa por terminar con las presentaciones.
– Aquí mismo.
Su voz se alzó detrás de mí, y yo me volví para verlo entrar. Se había vestido cuidadosamente, con una informalidad estudiada, con el pelo sujeto con una cinta, como un caballero europeo. Igual que Dona, examinó a mi Jonathan como si estuviera considerando su precio justo, frotándose los dedos de la mano derecha. Por su parte, Jonathan intentó mostrarse indiferente, echando a Adair un simple vistazo. Pero sentí como si el aire vibrara y entre ellos se produjera una especie de reconocimiento. Podría haber sido lo que los místicos llaman la conexión entre almas destinadas a viajar juntas por el tiempo en una u otra forma. O podría haber sido la danza de machos rivales en la selva, preguntándose quién saldría ganador y cuan cruento sería el enfrentamiento. Aunque también podría ser que al fin él había conocido al hombre que me poseía.
– Así que este es el amigo del que nos hablaste -dijo Adair, fingiendo que era así de sencillo, tan simple como traer de visita a un viejo amigo.
– Tengo el gusto de presentaros al señor Jonathan Saint Andrew. -Hice mi mejor imitación de un mayordomo, pero ninguno de los hombres lo encontró gracioso.
– Y usted es el… -Jonathan parecía buscar la palabra adecuada para describir a Adair después de mi fantástico relato, porque en realidad, ¿cómo se le podría llamar? ¿Monstruo? ¿Ogro? ¿Demonio?-. Lanny me ha hablado de… usted.
Adair enarcó una ceja.
– ¿Ah, sí? Espero que… Lanny no lo confundiera, llenándolo de ideas extrañas salidas de su imaginación. Algún día tendrá que contarme lo que le dijo. -Chasqueó los dedos en dirección a Dona-. Acompaña a nuestro invitado a su habitación. Debe de estar cansado.
– Yo puedo llevarle… -me ofrecí, pero Adair me interrumpió.
– No, Lanore, quédate conmigo. Me gustaría que habláramos un momento.
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba en apuros. Adair bullía de rabia, que ocultaba por consideración a nuestro invitado. Vimos cómo Dona guiaba a un sonámbulo Jonathan por la curvilínea escalera, y seguimos mirando hasta que desaparecieron de nuestra vista. Entonces Adair se volvió hacia mí y me golpeó con fuerza, cruzándome la cara.
Caída en el suelo, me toqué la mejilla y le miré con furia.
– ¿A qué ha venido esto?
– Lo has cambiado, ¿verdad? Me robaste mi elixir y te lo llevaste. ¿Creíste que no averiguaría lo que habías hecho? -Adair se alzaba sobre mí; resoplaba y le temblaban los hombros.
– ¡No tuve más remedio! Le habían disparado… Se estaba muriendo.
– ¿Crees que soy idiota? Robaste el elixir porque desde el primer momento tenías la intención de atarlo a ti.
Se inclinó, me agarró por un brazo, me puso en pie y me empujó contra una pared. Cuando estuve en sus manos, sentí el terror del episodio del sótano, sujeta en el diabólico arnés, indefensa ante su violencia y presa del pánico. Él me golpeó de nuevo, un doloroso revés que me derribó en el suelo por segunda vez. De nuevo me llevé la mano a la mejilla y la encontré manchada de sangre. Me había hecho un corte, y el dolor invadía toda mi cara mientras los bordes de la herida empezaban a unirse de nuevo.
– Si hubiera querido arrebatarte a Jonathan, ¿habría vuelto? -Todavía en el suelo, me arrastré hacia atrás como un cangrejo para ponerme fuera del alcance de Adair, resbalando en el borde de mi vestido de seda-. Tuve que huir y traérmelo conmigo. No, es exactamente como te digo. Me llevé el frasquito, sí, pero como precaución. Era una sensación que tenía, de que iba a ocurrir algo malo. Pero como ves, he vuelto contigo. Te soy leal -dije, aunque en el fondo deseaba matarlo, por haberme golpeado, por hallarme tan impotente.
Adair me dirigió una mirada llena de odio, dudando de mi declaración, pero no volvió a golpearme. Dio media vuelta y se alejó, dejando su advertencia resonando en el pasillo.
– Ya veremos esa lealtad que proclamas. No pienses que esto ha terminado, Lanore. Destruiré el lazo existente entre ese hombre y tú, y tu conexión con él quedará reducida a la nada. Tu robo y tus maquinaciones de poco te habrán servido. Eres mía, y si crees que no puedo deshacer lo que has hecho, estás muy equivocada. Y Jonathan será mío también.