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Permanece en brazos de Lanny, dejando que ella le acaricie la espalda, disfrutando de la sensación de su mano. Eso le aclara la mente y le trae paz por primera vez desde que el sheriff la llevó a la sala de urgencias.

Sabe que si piensa demasiado, la niebla volverá a invadirle. Se siente como un personaje en medio de un cuento de hadas, pero si se para a pensar en lo que está ocurriendo, si se resiste al suave tirón de la historia de ella, se impondrá la confusión. Se ve tentado a no dudar del mundo oculto de Lanny. Si acepta como verdad lo que ella dice, entonces lo que cree sobre la muerte es mentira. Pero, como médico, Luke ha presenciado el final de muchas vidas, ha sido testigo mientras la vida se escapaba de un paciente. Aceptaba la muerte como una de las verdades incuestionables de este mundo, y ahora le dicen que no lo es. En el código de la vida hay escritas con tinta invisible verdades irrefutables. Si la muerte no lo es, ¿qué más cosas pueden ser mentira, entre las miles de certezas y creencias que le han inculcado en su vida?

Siempre, claro, que lo que cuenta esa chica sea verdad. Aunque ha estado siguiéndola con complaciente mansedumbre, Luke aún no puede descartar la sospecha de que lo está engañando. Es evidente que ella es una gran manipuladora, como muchos psicópatas. Pero no es momento para pensar en esas cosas. Lanny tiene razón: está cansado y abrumado, y tiene miedo de llegar a la conclusión errónea, de tomar la decisión equivocada.

Se echa hacia atrás, apoyándose en la almohada, que huele un poco a lavanda, y se pega al cuerpo caliente de Lanny.

– No debes preocuparte. Todavía no me iré a ninguna parte. Para empezar, no me has contado el resto de tu historia. Quiero oír lo que pasó después.

40

Boston, 1819

Aquella noche salimos, la primera noche de Jonathan en Boston. Fue una velada tranquila -un recital, piano y una cantante sin renombre-, pero aun así, a mí no me parecía buena idea sacarlo de casa cuando todavía estaba tan alterado y con la mente tan inquieta. El secretismo era un principio básico para Adair: nos lo había inculcado a todos con historias en las que era sospechoso de brujería y escapaba por los pelos de turbas violentas, huyendo a caballo a la luz de la luna, dejando atrás una fortuna que había tardado décadas en amasar… Y quién sabía lo que podía escapársele a Jonathan en el estado en que se encontraba. Pero fue imposible disuadir a Adair, y se nos ordenó buscar en los baúles un conjunto de ropa de etiqueta para Jonathan. Al final, Adair exigió la elegante levita francesa de Dona (Jonathan era tan alto como Dona, pero más ancho de hombros) y tuvo a una de las sirvientas esclavizada durante horas haciendo arreglos mientras los demás nos empolvábamos, perfumábamos y vestíamos para presentar a Jonathan en sociedad.

Solo que no podía presentarse como Jonathan, naturalmente.

– Tienes que acordarte de utilizar otro nombre -le explicó Adair, mientras los sirvientes nos ayudaban a ponernos capas y sombreros bajo la araña del vestíbulo-. No podemos permitir que llegue a tu aldea la noticia de que han visto a Jonathan Saint Andrew en Boston.

La razón era obvia: la familia de Jonathan lo estaría buscando. Ruth Saint Andrew se negaría a aceptar el misterio de la desaparición de su hijo. Haría registrar el pueblo entero, y también el bosque y el río. Cuando la nieve se derritiera en primavera y todavía no se hubiera encontrado el cuerpo, ella deduciría que Jonathan se había marchado por su cuenta, y podía tender una red aún más amplia con la intención de encontrarlo. No podíamos dejar un rastro de migajas a nuestro paso, pistas que podían atraer a alguien a nuestra puerta.

– ¿Por qué insistes en sacarlo esta noche? ¿Por qué no le dejas recuperarse tranquilamente? -le pregunté a Adair en tono quejumbroso, mientras subíamos al carruaje. El me miró como se mira a un tonto o a un niño molesto.

– Porque no quiero que se enclaustre en su habitación, a oscuras, pensando con tristeza en lo que ha dejado atrás. Quiero que disfrute de lo que el mundo puede ofrecerle.

Sonrió a Jonathan, pero este se limitó a mirar melancólicamente por la ventanilla del coche, sin hacer caso ni siquiera de la mano de Tilde que jugueteaba en su rodilla. Había algo en la respuesta de Adair que no me cuadraba, y había aprendido a fiarme de mis instintos para saber cuándo mentía. Adair quería que Jonathan fuera visto en público, pero por qué razón, aquello se me escapaba.

El carruaje nos llevó a una mansión alta y suntuosa, no muy lejos del parque, la casa de un concejal y abogado cuya esposa estaba loca por Adair, o más bien debería decir que estaba loca por lo que él representaba: aristocracia europea y sofisticación (si supiera que en realidad estaba agasajando al hijo de un bracero itinerante, un campesino con sangre y barro en las manos). El marido se marchaba a su granja, al oeste de la ciudad, cada vez que su esposa organizaba una de aquellas fiestas, y más le valía, porque se habría muerto de un ataque de apoplejía de haber sabido lo que pasaba en aquellas reuniones y cómo gastaba ella su dinero.

Además de colgarse del brazo de Adair durante gran parte de la velada, la mujer del concejal intentaba también interesarle en sus hijas. A pesar de que Estados Unidos había conseguido su independencia hacía poco tiempo, rechazando a un monarca en favor de la democracia, algunos todavía seguían enamorados del concepto de la realeza, y probablemente la mujer del concejal deseaba en secreto que una de sus hijas se casara con un noble. Yo esperaba que en cuanto llegáramos, ella cayera sobre Adair con un revuelo de faldas de tafetán y reverencias, empujando a sus hijas para que se situaran un poco más cerca del conde, a fin de que este pudiera asomarse a sus escotes sin problemas.

Cuando Jonathan entró en el salón de baile, se hizo el silencio y después el rumor se extendió entre los presentes. No sería exagerado decir que todos los ojos se volvieron hacia él. Tilde iba cogida de su brazo y lo guió hasta donde estaba Adair, hablando con la anfitriona.

– Permítame que le presente… -dijo Adair, y después le dio a la mujer del concejal un nombre por el que recordar a Jonathan, Jacob Moore, engañosamente vulgar. Ella alzó la mirada y se quedó sin habla.

– Es mi primo americano, ¿se lo puede creer? -Adair pasó afectuosamente un brazo por los hombros de Jonathan-. De familia inglesa, por parte de nuestras madres. Una rama lejana de mi familia… -Adair se calló cuando fue evidente que no había nadie, por primera vez desde que había llegado a América, que le escuchara.

– ¿Es nuevo en Boston? -le preguntó la anfitriona a Jonathan, sin apartar los ojos de su cara-. Porque me acordaría si le hubiera visto antes.

Yo estaba junto a la mesa de los ponches con Alejandro, mirando cómo Jonathan intentaba balbucear una explicación. Fue necesario que Adair acudiera al rescate.

– Sospecho que esta noche no vamos a quedarnos mucho tiempo -dije.

– Esto no va a ser tan fácil como Adair piensa. -Alejandro levantó su copa en dirección a ellos-. No se puede ocultar esa cara. Se correrá la voz, tal vez hasta vuestra miserable aldea.

Había una preocupación más inmediata, o eso me pareció cuando observé a Jonathan y a Adair juntos. Las mujeres no se arremolinaban alrededor del aristócrata europeo, sino del alto forastero. Lo miraban desde detrás de sus abanicos, se quedaban ruborizadas a su lado esperando a ser presentadas. Yo había visto antes aquellas expresiones, y en aquel momento me di cuenta de que eso nunca cambiaría. A donde fuera Jonathan, las mujeres intentarían poseerlo. Aunque él no las incitara, ellas siempre lo perseguirían. Si la competencia en Saint Andrew había sido dura, en Boston Jonathan jamás sería solo para mí. Siempre tendría que compartirlo.