Aquella noche, Adair parecía conformarse con dejar que Jonathan fuera el centro de atención. De hecho, estaba enfrascado observando las reacciones de los asistentes a la fiesta. Pero yo me preguntaba cuánto duraría aquello. Adair no parecía de los que se conformaban con vivir a la sombra de otro, y siempre reclamaba el protagonismo. El propio Jonathan no tenía otra opción sino aceptarlo.
– Me temo que va a haber problemas dentro de muy poco -le murmuré a Alejandro.
– Con Adair siempre hay problemas. La cuestión es: ¿malos o peores?
Nos quedamos más tiempo del que yo había pensado. La noche empezaba a rendirse al resplandor púrpura del amanecer cuando volvimos a la mansión, callados y exhaustos. Observé que, a pesar de sí mismo, Jonathan parecía haber salido un poco de su concha. Había un vivo rubor en sus mejillas – ¿por el exceso de bebida?- e indudablemente estaba menos tenso.
Subimos la escalera en silencio, con el agudo golpeteo de nuestros tacones resonando por el suelo de mármol de toda la casa, grande y vacía. Tilde tiró de la mano de Jonathan, intentando llevárselo a su habitación, pero él se zafó de sus garras con un movimiento de cabeza. Uno a uno, los cortesanos desaparecieron tras las puertas doradas de sus alcobas, hasta que solo quedamos Jonathan, Adair y yo. Yo me disponía a acompañar a Jonathan a su habitación, ofrecerle unas palabras tranquilizadoras y, con suerte, ser invitada a mantenerlo caliente bajo las sábanas, cuando me detuvo un brazo que me rodeó la cintura. Adair me atrajo hacia él y, bien a la vista de Jonathan, pasó su mano libre por mi corpiño y mi trasero. Abrió de una patada la puerta de su cámara privada.
– ¿Quieres acompañarnos esta noche? -dijo, guiñando un ojo-. Haremos que sea una noche para recordar, para celebrar tu llegada. Lanore es perfectamente capaz de complacernos a los dos. Lo ha hecho muchas veces. Deberías verlo por ti mismo: tiene un don para amar a dos hombres al mismo tiempo.
Jonathan se puso pálido y dio un paso atrás.
– ¿No? Otra vez será. Tal vez cuando estés más descansado. Buenas noches -dijo Adair, mientras tiraba de mí para que entrara detrás de él.
El mensaje no podía ser más claro: yo era una vulgar ramera. Así era como Adair se proponía cercenar el cariño que Jonathan sentía por mí, y en aquel instante me di cuenta de que había sido idiota al dudar de la capacidad de Adair para triunfar en aquel empeño. Apenas pude ver la expresión de Jonathan -escandalizada, dolida- antes de que la puerta se cerrara de golpe.
Por la mañana, recogí mi ropa entre los brazos y, en paños menores y descalza, me quedé a la puerta del dormitorio de Jonathan, aguardando alguna señal de que estuviera despierto. Anhelaba con todas mis fuerzas oír los ruidos cotidianos de su ritual matutino -el roce de las sábanas, agua salpicando en el lavabo-, pensando que con aquello todo iría bien. No tenía ni idea de si podría enfrentarme a él. Quería verlo para obtener el tipo de consuelo que un niño obtiene del rostro de sus padres después de haber sido castigado, pero me faltaba el valor para llamar a la puerta. No importaba; dentro no se movía nada y, dado el día tan largo y complicado que había tenido, no debería haber dudado de que dormiría veinticuatro horas seguidas.
Así que me aseé en mi habitación y me puse ropa limpia, y después bajé la escalera con la esperanza de que, a pesar de lo temprano que era, los sirvientes hubieran preparado café. Para mi sorpresa, Jonathan estaba sentado en el cuarto de desayunar, con leche humeante y pan delante de él. Levantó la mirada hacia mí.
– Te has levantado -dije, como una tonta.
Él se puso en pie y apartó la silla que tenía enfrente.
– He seguido horarios de granjero toda mi vida. Seguro que recuerdas eso de Saint Andrew. Si sigues durmiendo después de las seis de la mañana, todo el pueblo hablará de ti a mediodía. La única excusa es estar en tu lecho de muerte -dijo con ironía.
Un joven adormilado llegó con una taza y un platillo, derramando torpemente café por los bordes, lo dejó a mi izquierda y se marchó.
Aunque había estado pensando toda la noche cómo podía explicarme ante Jonathan, había acabado por desistir. No tenía ni idea de cómo empezar, así que jugueteé con la delicada asa de la taza.
– Lo que viste anoche…
Jonathan alzó una mano, con una expresión de disgusto en la cara, como si no quisiera hablar pero supiera que tenía que hacerlo.
– No sé por qué reaccioné como lo hice anoche. Tú me explicaste tu situación claramente en Saint Andrew. Si parecí escandalizado fue porque… bueno, no esperaba que Adair hiciera la oferta que hizo. -Carraspeó-. Siempre has sido una buena amiga, Lanny…
– Eso no ha cambiado -dije yo.
– … pero faltaría a la verdad si dijera que sus palabras no me perturbaron. No parece la clase de hombre que una mujer pueda permitirse amar. -Parecía realmente molesto por decir aquellas cosas de mí. Mantenía la mirada fija en la mesa-. ¿Lo amas?
¿Podía Jonathan pensar aquello, que yo pudiera amar a alguien que no fuera él? Sin embargo, no parecía celoso; estaba preocupado.
– No es cuestión de amor -dije en tono sombrío-. Tienes que entenderlo.
Su expresión cambió, como si le hubiera venido una idea de pronto.
– Dime que no te está… forzando… a hacer esas cosas.
Me sonrojé.
– No exactamente.
– Entonces ¿quieres estar con él?
– No, ahora que tú estás aquí -dije, y él se estremeció, aunque no sé muy bien por qué. En aquel momento, quise advertir a Jonathan de las posibles intenciones de Adair para con él-. Mira, hay una cosa que tengo que decirte sobre Adair, aunque puede que ya lo hayas adivinado puesto que has conocido a Dona y a Alejandro. Son… -Vacilé, insegura de que Jonathan pudiera aguantar una sola impresión más después de todo lo que le había pasado en veinticuatro horas.
– Son sodomitas -dijo sencillamente, llevándose la taza a la boca-. Uno no se pasa la vida rodeado de hombres como los leñadores, que solo tienen otros hombres como compañía, sin darse cuenta de ciertas cosas.
– Mantienen relaciones con Adair. Verás, Adair tiene un carácter muy peculiar -dije-. Le vuelve loco la fornicación, del tipo que sea. Pero no tiene nada que ver con el amor, ni con la ternura. -Me detuve, a punto de contarle que Adair utilizaba el sexo como castigo, para imponernos su voluntad, para hacer que le obedeciéramos. No dije nada porque me daba miedo, igual que Alejandro había tenido miedo de hacerme saber la verdad.
Jonathan me miró a los ojos, con un firme gesto de desaprobación en la boca.
– ¿En qué me has metido, Lanny?
Busqué su mano.
– Lo siento, Jonathan, de verdad que lo siento. Tienes que creerme. Pero… aunque puede que no te guste que diga esto, es un consuelo tenerte conmigo. He estado tan sola… Te he necesitado.
Él me apretó la mano, pero de mala gana.
– Además -continué-, ¿qué podía hacer? Kolsted te había pegado un tiro. Te estabas desangrando en mis brazos. Si no hubiera actuado, estarías…
– Muerto, ya lo sé. Es solo que… espero no estar algún día en la situación de desear que fuera así.
Aquella mañana, Adair hizo llamar al sastre. Jonathan necesitaba un vestuario, decidió Adair. Su nuevo invitado no podía seguir dejándose ver en público con ropas mal conjuntadas que no le sentaban bien. Como todos los miembros de la familia eran fanáticos de la ropa y habían enriquecido considerablemente al sastre, el señor Drake acudió presuroso antes de que se recogieran los servicios del desayuno, llevando consigo un cortejo de asistentes cargados con rollos de tela. Las últimas lanas y terciopelos, sedas y brocados de almacenes europeos. Cofrecitos llenos de botones caros, hechos de nácar y hueso, hebillas de peltre para zapatos. Sentí que Jonathan no aprobaba aquello y no quería estar en deuda con Adair por un vestuario extravagante, pero no dijo nada. Me senté en un taburete, fuera del centro de actividad, devorando con la vista los preciosos tejidos, con la esperanza de sacar para mí uno o dos vestidos nuevos.