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– ¿Sabes? Me vendrían bien algunas cosas nuevas -le dije a Adair, llevándome una pieza de raso rosa a la mejilla para ver si hacía juego con el color de mi tez-. Dejé todo mi vestuario en Saint Andrew cuando escapamos. Y tuve que vender mi última alhaja para pagar el pasaje del barco a Boston.

– No me lo recuerdes -dijo él con sequedad.

El señor Drake hizo que Jonathan se subiera en su cajón de sastre, delante del espejo más grande de la casa, y empezó a tomar medidas con un trozo de cordel, exclamándose en silencio ante las impresionantes proporciones de Jonathan.

– Vaya, qué alto es usted -dijo.

Pasó las manos por toda la espalda de Jonathan, después por sus caderas y por último -yo casi me desmayé- por el interior de una pierna para medir una costura.

– El caballero carga a la izquierda -murmuró Drake, casi con cariño, al asistente que apuntaba las medidas.

El encargo que se le hizo al sastre fue importante: tres levitas y media docena de pantalones, incluyendo un par de piel de ciervo finísima para montar a caballo; una docena de camisas, incluyendo una de fantasía con encaje para actos de gala; cuatro chalecos; una docena de corbatas, por lo menos. Un par de botas de campo. Medias y ligas de seda y lana, tres pares de cada. Y eso era solo para las necesidades más inmediatas; ya se encargarían más prendas cuando llegaran nuevos cargamentos de telas de Londres y de París. El señor Drake estaba todavía anotando el pedido cuando Adair puso un enorme rubí en la mesa, delante del sastre. No se dijo una palabra, pero, a juzgar por la sonrisa en la cara de Drake, estaba más que contento con aquella remuneración. Lo que no sabía era que la gema era una mera bagatela, sacada de una caja que contenía muchas más, y que la caja misma era solo una entre muchas. Adair tenía un tesoro que se remontaba al saqueo de Viena. Una piedra de aquel tamaño era tan vulgar como una seta de campo para Adair.

– Y también una capa, creo yo, para mi amigo. Con forro de raso grueso -añadió Adair, haciendo girar el rubí sobre su extremo facetado, como si fuera la peonza de un niño.

El rubí atrajo las miradas de todos y, durante una fracción de segundo, solo yo vi cómo Adair dirigía una larga mirada apreciativa a Jonathan, desde la espalda hasta la elegante curva de la cintura y sus nalgas prietas. La mirada era tan cruda y cargada de intención que se me heló el corazón al suponer lo que le esperaba a mi Jonathan.

Mientras el sastre guardaba sus cosas, llegó un desconocido preguntando por Adair. Un caballero sombrío con dos grandes libros de cuentas y un equipo portátil de escritorio -tintero, plumas- sujeto bajo el brazo. Los dos se dirigieron de inmediato al despacho, sin decir una sola palabra a nadie más.

– ¿Sabes quién es ese hombre? -le pregunté a Alejandro mientras veía cerrarse la puerta del despacho.

– Un abogado. Adair ha contratado a un abogado mientras tú estabas fuera. Es comprensible. Ahora que está en este país, tiene cuestiones legales que atender, relacionadas con sus propiedades en Europa. Esas cosillas surgen de vez en cuando. No tiene mayor importancia -respondió, como si aquello fuera lo más aburrido que se pudiera imaginar. Así que no le presté más atención… por el momento.

– Es absurdo -dijo Jonathan cuando Adair le informó de que aquel día iría a la casa un artista para hacer bocetos de él para un cuadro al óleo.

– Sería un crimen no hacer plasmar tus facciones -le contradijo Adair-. Hay hombres mucho más vulgares que se han inmortalizado para la posteridad, llenando los pasillos de sus mansiones familiares con sus patéticos retratos. Esta misma casa es un buen ejemplo. -Adair señaló los retratos colgados de las paredes, que se habían alquilado junto con la casa para que le dieran empaque-. Además, la señora Warner me ha hablado del artista, que tiene mucho talento, y quiero ver si merece las alabanzas en las que se lo ha envuelto. Debería dar gracias a Dios por tener un modelo así, te lo digo yo. Tu rostro puede consagrar la carrera de ese hombre.

– No quiero consagrar la carrera de nadie -replicó Jonathan, pero sabía que la batalla estaba perdida.

Posó para el pintor, pero no cooperó demasiado. Se arrellanó en la butaca, inclinado, con la mejilla apoyada en una mano y la expresión malhumorada de un colegial al que obligan a quedarse después de las clases. Yo estuve sentada en el asiento del ventanal durante toda la sesión, mirando embobada a Jonathan, apreciando su belleza de un modo nuevo a través de los rápidos bocetos a carboncillo del artista. El pintor estuvo todo el tiempo susurrando alabanzas, alegrándose sin duda de su buena suerte al poder retratar un cuerpo tan impresionante y que le pagaran por el privilegio.

Dona, que había sido modelo de un pintor, se sentó a mi lado una tarde con el pretexto de estudiar de cerca la técnica del artista. Pero me fijé en que parecía observar más a Jonathan que al pintor.

– Se va a convertir en el favorito, ¿no crees? -dijo Dona en un momento dado-. El retrato lo demuestra. Adair solo ha hecho pintar retratos de sus favoritos. La odalisca, por ejemplo.

– ¿Y qué significa eso de ser el favorito?

Me dirigió una mirada astuta.

– Vamos, no finjas. Tú has sido la favorita de Adair durante una temporada. En ciertos aspectos, todavía lo eres. Y eso, como sabes, exige pagar un precio. Él espera tu atención en todo momento. Es muy exigente y se aburre con facilidad, sobre todo en cuestión de juegos sexuales -dijo Dona, arqueando un hombro, como si se alegrara de no sufrir ya la presión de encontrar nuevas maneras de llevar a Adair al orgasmo.

Miré con atención a Dona, estudiando sus rasgos mientras hablaba: también él era un hombre atractivo, aunque su belleza había quedado empañada para siempre por algún dolor que llevaba dentro. Una malicia secreta enturbió sus ojos y torció la boca en una sonrisa despreciativa.

– ¿Y solo ha encargado retratos de ellos dos? -pregunté, retomando la conversación-. ¿Solo de Uzra y de Jonathan?

– Ah, no, ha habido algunos más. Solo los impresionantemente bellos. Dejó sus retratos guardados en el viejo país, como rostros de ángeles encerrados en una bóveda. Cayeron en desgracia. Tal vez los veas algún día… -Inclinó la cabeza y escudriñó a Jonathan con ojo crítico-. Los cuadros, quiero decir.

– Los cuadros… -repetí-. Pero los caídos… ¿qué ha sido de ellos?

– Bueno, algunos se marcharon. Con la bendición de Adair, por supuesto. Nadie se marcha sin eso. Pero están dispersos, como hojas al viento. Casi nunca los volvemos a ver. -Hizo una breve pausa-. Aunque, ahora que lo pienso, has conocido a Jude. No se perdió nada con su marcha. Qué hombre más diabólico, hacerse pasar por predicador. Un pecador con ropas de santo. -Dona se echó a reír como si fuera la cosa más graciosa que pudiera imaginar, uno de los condenados disfrazado de predicador.

– Dices que solo algunos se marcharon. ¿Y los otros? ¿Alguien se ha marchado sin permiso de Adair?

Dona me dedicó una sonrisa un tanto malévola.

– No te hagas la tonta. Si fuera posible abandonar a Adair, ¿seguiría Uzra aquí? Llevas con Adair el tiempo suficiente para saber que no es descuidado ni sentimental. O te marchas con su aquiescencia o… bueno, no va a dejar atrás a alguien que pueda vengarse de él y revelar lo que es a gente inadecuada, ¿no crees?

Pero aquello era todo lo que Dona estaba dispuesto a decir sobre nuestro misterioso amo y señor. Me miró de arriba abajo y, pensando al parecer que mejor sería no divulgar nada más, salió de la habitación y me dejó reflexionando acerca de lo que me había contado.