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Las instrucciones indicaban varias cuentas más que debían abrirse a nombre (falso) de Jonathan, transferidas de las cuentas de otros desconocidos en Amsterdam, París y San Petersburgo. Lo leí dos veces más, pero no le encontré sentido, y dejé el papel en la mesa, tal como lo había encontrado.

Parecía que Adair se había encaprichado tanto de Jonathan que estaba tomando medidas para proporcionarle medios, como si lo estuviera adoptando. Reconozco que me puse un poco celosa y me pregunté si en alguna parte habría un fondo a mi nombre. ¿Y de qué serviría, si Adair nunca me lo había dicho? Tenía que engatusarlo y suplicarle para que gastara dinero, como hacían los otros. Parecía simplemente otra señal de que Adair sentía un interés especial por Jonathan.

Jonathan parecía aceptar su nueva vida. Al menos, no puso objeciones a que se le hiciera compartir los favores y los vicios de Adair, y nunca mencionaba Saint Andrew. Solo había un vicio que Adair todavía no había compartido con su nuevo favorito, un vicio en el que seguro que Jonathan habría caído si se le hubiera ofrecido. Aquel vicio era Uzra.

Jonathan llevaba tres semanas viviendo con nosotros cuando le fue presentada. Adair pidió a Jonathan que esperara en el cuarto de estar -conmigo pegada celosamente a su lado- y después hizo entrar a Uzra con un ademán. La odalisca vestía su habitual envoltura de tela vaporosa. Cuando Adair le soltó la mano, la tela cayó al suelo revelando a Uzra en todo su esplendor. Adair hizo incluso que bailara para Jonathan, balanceando las caderas y los brazos mientras Adair cantaba una melodía improvisada. Después, hizo traer el narguile y nos recostamos en cojines tirados por el suelo, turnándonos para aspirar de la boquilla de marfil tallado.

– Es encantadora, ¿a que sí? Tan encantadora que no he podido separarme de ella. Y eso que causa muchos problemas: es una diablesa. Se tira por las ventanas, y de los tejados. No le importa que me ponga furioso. Siente un gran odio hacia mí. -Pasó un dedo por la nariz de Uzra, a pesar de que daba la impresión de que ella le arrancaría el dedo de un mordisco si le diera la oportunidad-. Supongo que eso es lo que hace que siga interesándome después de tantos años. Permite que te cuente cómo llegó Uzra a mí.

Al oír su nombre, Uzra se puso tensa.

– Conocí a Uzra durante un viaje a los países árabes -empezó a explicar Adair, sin dejarse afectar por el malestar de Uzra-. Yo iba en compañía de un noble que estaba negociando la liberación de su hermano, quien había cometido la idiotez de intentar robar parte del tesoro de uno de sus gobernantes. Por aquel entonces, yo tenía una buena reputación como guerrero. Tenía cincuenta años de experiencia con la espada, que no es poco tiempo. Me habían contratado, por así decirlo, para ayudar a aquel noble, y mi lealtad se pagaba en dinero. Así fue como llegué a Oriente y tropecé con Uzra.

»Fue en una ciudad grande, en el mercado. Ella iba andando detrás de su padre, vestida como exigía la costumbre. Lo único que se veía de ella eran los ojos, pero con aquello bastaba: supe que tenía que ver más. Así que los seguí hasta su campamento, a las afueras de la ciudad. Me enteré de que su padre era el jefe de una tribu nómada y de que la familia estaba en la ciudad para entregar a Uzra a algún sultán, algún príncipe indolente, a cambio de la vida de su padre.

A aquellas alturas, la pobre Uzra estaba completamente inmóvil. Hasta había dejado de chupar del narguile. Adair se enroscó en un dedo un rizo de su pelo llameante, le dio un tirón como reprendiéndola por su actitud distante y lo soltó.

– Encontré su tienda, donde estaba atendida por una docena de sirvientas. Formaron un círculo a su alrededor y, pensando que quedaba oculta de la vista, la ayudaron a quitarse la ropa, deslizando las telas sobre su piel canela, y le soltaron el pelo, con manos que revoloteaban por todo su cuerpo… Se desató el caos cuando irrumpí en la tienda -dijo Adair con una risa ronca-. Las mujeres chillaban, corrían, caían unas sobre otras intentando protegerse de mí. ¿Cómo podían pensar que yo elegiría a alguna de ellas, teniendo a este genio fascinante desnudo delante de mí? Y Uzra sabía que yo había ido a por ella, se le notaba en los ojos. Apenas tuvo tiempo de taparse con una tela antes de que yo me lanzara sobre ella y la raptara.

»La llevé a un lugar del desierto donde sabía que nadie podría encontrarnos. Aquella noche la poseí una y otra vez, sin hacer caso de sus llantos -dijo, como si no tuviera ningún motivo para avergonzarse, como si tuviera tanto derecho a ella como al agua para calmar la sed-. Había salido el sol a la mañana siguiente antes de que mi delirio empezara a disminuir y me saciara de su belleza. Entre placer y placer, le pregunté por qué iban a entregarla al sultán. Era porque su tribu tenía una superstición acerca de un genio con ojos verdes que causaba epidemias y sufrimientos. Tenían miedo, los muy idiotas, y habían acudido al sultán. Este le ordenó al padre que la entregara o le haría matar. Ya ves, para romper la maldición, ella tenía que morir.

»Yo sabía que no era el primer hombre con el que había estado, así que le pregunté quién le había robado la virginidad. ¿Un hermano? Un pariente varón, eso sin duda. ¿Quién más habría podido acercarse a ella? Resultó que había sido su padre. ¿Te lo puedes creer? -preguntó, resoplando como si fuera la cosa más increíble que había oído en su vida-. Era el jefe, un patriarca acostumbrado a que se hiciera su voluntad.

Pero cuando Uzra cumplió cinco años, se dio cuenta, por el color de la niña, de que él no era su padre. La madre le había sido infiel y, a juzgar por los ojos verdes de la niña, se había acostado con un extranjero. Él no dijo nada, pero un día, simplemente, se llevó a la madre al desierto y regresó sin ella. Cuando Uzra cumplió doce años, había ocupado el puesto de su madre en la cama; él le dijo que era hija de una ramera, sin ningún parentesco de sangre con él, de modo que no estaba prohibido. No debía contárselo a nadie. A los sirvientes les pareció encantador que la muchacha fuera tan cariñosa con su padre que no podía soportar estar apartada de él.

»Le dije que nada de aquello importaba. Que yo no iba a entregarla a aquel ridículo y supersticioso sultán. Y que tampoco la devolvería a su padre, para que pudiera forzarla por última vez antes de entregarla, como un cobarde.

Mientras Adair contaba su historia, yo me las había arreglado para cogerle una mano a Uzra y se la apretaba de vez en cuando para hacerle saber que me compadecía de ella, pero vi en sus ojos verdes y apagados que se había transportado a otro lugar, lejos de su crueldad. También Jonathan se sentía avergonzado en silencio. Adair continuó, sin prestar atención al hecho de que solo él estaba disfrutando con su relato.

– Decidí salvarle la vida. Como a los demás. Le dije que su largo calvario había terminado. Que iba a comenzar una nueva vida conmigo y que se quedaría a mi lado para siempre.

En cuanto el opio hizo su efecto en Adair y se quedó dormido, Jonathan y yo nos marchamos sigilosamente. Él me cogió de la mano y me condujo afuera.

– Dios mío, Lanny. ¿Cómo debo interpretar esta historia? Por favor, dime que era una fantasía, que estaba exagerando…

– Es raro. Ha dicho que le salvó la vida «como a los demás». Pero ella no es como los otros, según la historia que acaba de contar.

– ¿Cómo es eso?

– Algo me ha contado sobre cómo los otros llegaron a estar con él, Alejandro, Tilde y Dona. Habían hecho cosas horribles antes de que Adair los encontrara. -Nos deslizamos a la habitación de Jonathan, que estaba al lado de la de Adair pero era más pequeña, aunque tenía un vestidor de buen tamaño y vistas al jardín. Y una puerta que daba directamente a la cámara de Adair-. Creo que por eso los eligió, porque son capaces de hacer las maldades que él exige. Creo que eso es lo que busca en un compañero: una flaqueza.

Nos quitamos varias capas de ropa para estar más cómodos antes de tumbarnos en la cama, uno junto a otro, y Jonathan me pasó un brazo protector por la cintura. El opio también nos hacía efecto, y yo estaba a punto de quedarme dormida.