– No tiene sentido. Entonces ¿por qué te escogió a ti? -preguntó Jonathan, adormilado-. Tú no has hecho daño a nadie en tu vida.
Si alguna vez hubo un momento oportuno para hablar de Sophia y de cómo yo la había empujado al suicidio, era aquel. Incluso cogí aliento para prepararme, pero… una vez más, no pude. Jonathan me consideraba lo bastante inocente para poner en duda mi posición allí. Pensaba que yo era incapaz de ninguna maldad, y yo no podía estropear aquello.
Y tal vez igual de revelador fue que no preguntara por qué había sido elegido él, qué veía Adair en él. Jonathan se conocía lo suficiente para creer que algo maligno acechaba en su interior, algo que merecía un castigo. Y puede que yo también lo supiera. Los dos habíamos pecado, a nuestra manera, y habíamos sido elegidos para un castigo que merecíamos.
– Quería decirte… -murmuró Jonathan, con los ojos ya cerrados-. Me voy a ir de viaje con Adair, pronto. Dice que quiere llevarme a algún sitio… He olvidado adónde. A Filadelfia, tal vez… Aunque después de esta historia, no puedo decir que me entusiasme ir solo con él a ninguna parte…
Cuando tiré de su brazo para apretarlo contra mí, noté a través de la fina gasa de su camisa una marca en el brazo, en la parte de abajo. Había algo repugnantemente familiar en las motas oscuras ocultas por la manga, así que levanté la prenda para ver las finas líneas negras trazadas en la parte interior del brazo.
– ¿Dónde te has hecho esto? -Me incorporé, alarmada-. Ha sido Tilde, ¿verdad? ¿Te hizo esto con sus agujas?
Jonathan apenas abrió los ojos.
– Sí, sí… La otra noche, cuando salimos a beber…
Lo miré de cerca; no era el escudo heráldico sino dos esferas con largas colas de fuego, entrecruzadas como dos dedos enganchados. Era diferente del que yo llevaba, pero lo había visto antes… adornando la espalda de Adair.
– Es el mismo que tiene Adair -conseguí decir.
– Sí, ya lo sé. Insistió en que me lo hiciera. Para significar que somos hermanos, o alguna tontería semejante. Lo hice solo para que dejara de molestarme.
Al tocar el tatuaje con el pulgar, sentí que me recorría un frío estremecimiento. Que Adair le pusiera su marca a Jonathan significaba algo, pero no podía imaginar qué podría ser. Quería rogarle que no se fuera de viaje con Adair, que desobedeciera… Pero sabía cuál sería el resultado inevitable de aquella locura. Así que no dije nada y me quedé despierta mucho rato, escuchando el ritmo regular y sosegado de la respiración de Jonathan, incapaz de librarme de la premonición de que nuestro tiempo juntos llegaba a su fin.
42
Quebec, en la actualidad
Luke abre los ojos al oír el débil sonido del sufrimiento humano. Está desorientado, como siempre que se despierta de un sueño corto. Su primer pensamiento es que se ha quedado dormido y llega tarde a su turno en el hospital. Hasta que le da un manotazo al despertador -a pesar de que no está sonando- y lo tira de la mesita de noche, no se da cuenta de que está en un hotel, de que solo hay una persona con él, y de que esa persona está llorando.
La puerta del cuarto de baño está cerrada. Luke llama con suavidad y, al no obtener respuesta, empuja la puerta. Lanny está acurrucada en la bañera, completamente vestida. Cuando lo mira por encima del hombro, Luke ve que su maquillaje forma regueros negros que le bajan por la cara, como si fuera un payaso terrorífico de película.
– Oye, ¿estás bien? -pregunta, cogiéndole la mano-. ¿Qué haces aquí?
Ella deja que le ayude a salir de la bañera.
– No quería despertarte.
– Para eso estoy. -La lleva a la cama y deja que se enrosque entre sus brazos como una niña.
– Lo siento. Es que estoy empezando a darme cuenta… -dice ella a trompicones, entre sollozos.
– … de que él ha muerto -completa Luke para que ella pueda seguir llorando.
Tiene sentido; hasta ahora, la chica se ha estado concentrando en escapar, en que no los descubran. Pero la fuga ha terminado; el nivel de adrenalina baja y ella recuerda cómo ha llegado aquí, que ahora tiene que hacer frente a la realidad de que la persona más importante de su vida ya no existe. Era su gran amor y no volverá a verlo.
Luke piensa en las muchas veces que ha pasado ante alguien que lloraba en un pasillo del hospital; alguien que acaba de recibir una mala noticia, una mujer que esconde la cara entre las manos y un hombre que se contiene junto a ella, paralizado. Luke no puede contar las veces que ha salido del quirófano, quitándose los guantes y la mascarilla, negando con la cabeza mientras se acerca a la esposa que espera, con una expresión pétrea para afrontar su terca expectativa de buenas noticias. Ha aprendido a levantar un muro entre él y los pacientes y familiares; no hay que dejarse arrastrar por su dolor. Puedes asentir con la cabeza y compartir su pena, pero solo un momento. Si intentas asumir sus cargas, no durarías ni un año en el hospital.
La muchacha que tiembla en sus brazos tiene una pena infinita, el sufrimiento que se revela en su llanto podría romper el mundo en dos. Caerá en su espiral de dolor durante mucho tiempo, dando vueltas sin poder parar. Luke supone que existe una fórmula para calcular cuánto tarda en pasar el dolor, pero probablemente depende del tiempo que hace que conoces al difunto. Ha visto viudas que llevaban cincuenta años casadas con caras sonrientes porque creían que se iban a reunir con sus maridos. Por supuesto, no hay nada que pueda aliviarla a ella. ¿Cuánto tardará Lanny en tolerar el dolor de la ausencia de Jonathan, por no hablar de tener que vivir con el hecho de que fue ella quien lo mató? Hay personas que han perdido el juicio por mucho menos, que se han sumido en la tristeza. No hay garantías de sobrevivir a algo así.
La ayudará. Tiene que hacerlo. Piensa que está muy bien preparado para esa situación. Gracias a su formación («Señora Parker, hemos hecho todo lo que hemos podido por su hijo, pero me temo que…»), confía en que su pena le resbale como el agua en el teflón.
Lanny ha dejado de llorar y se está frotando los ojos con el dorso de la mano.
– ¿Estás mejor? -pregunta Luke, levantándole la barbilla-. ¿Quieres salir a tomar un poco el aire?
Ella asiente. Quince minutos después, están caminando de la mano hacia el horizonte crepuscular. Lanny se ha lavado la cara. Se apoya en el brazo de Luke como una muchacha enamorada, pero lleva en el rostro la sonrisa más triste que se ha visto en el mundo.
– ¿Te apetece una copa? -pregunta él.
Dejan la calle para entrar en un bar oscuro y elegante, y él pide escocés solo para los dos.
– Soy capaz de tumbarte bebiendo hasta que caigas debajo de la mesa -advierte ella con una risa lastimera, y chocan los vasos como si estuvieran celebrando algo.
Y efectivamente, después de una copa, Luke reconoce el calor que se siente al principio de la borrachera, pero Lanny se ha tomado tres y solo tiene una sonrisa de medio achispada.
– Hay una cosa que te quiero preguntar. Es acerca de… él -dice Luke, como si al no pronunciar su nombre la pregunta fuera a doler menos-. Después de todo lo que te hizo pasar, ¿cómo pudiste seguir queriéndolo de esa manera? No parece que te mereciera…
Ella levanta su vaso vacío cogiéndolo por el borde, como si fuera una pieza de ajedrez.
– Podría dar todo tipo de excusas, como que así eran las cosas entonces: las mujeres esperaban que sus maridos tontearan por ahí. O que Jonathan era de esa clase de hombres y había que aceptarlo. Pero esa no es la verdadera razón… No sé cómo explicarlo. Siempre he querido que él me amara como yo lo amaba a él. Me quería, lo sé. Pero no como yo quería que me quisiera.
»Y las cosas son muy parecidas con mucha gente que he conocido. Un miembro de la pareja no quiere al otro lo suficiente para dejar de beber, o de jugar, o de ir por ahí con otras mujeres. Uno da y el otro recibe. El que da desea que el que recibe pare de una vez.