– Pero el receptor no cambia nunca -dice Luke, aunque se pregunta si siempre es así.
– A veces, el que da tiene que renunciar, pero no siempre lo hace. No se puede. Yo no podía renunciar a Jonathan. Parecía que era capaz de perdonarle todo.
Luke ve el océano que aflora en los ojos de ella y procura distraerla.
– ¿Y Adair? Por lo que has dicho, parece posible que estuviera enamorado de ti…
– Su amor es como el amor del fuego por la madera. -Lanny ríe amargamente-. Durante algún tiempo, me tuvo confusa, eso lo reconozco. En un momento me hechizaba, y al siguiente me humillaba. Con él todo eran juegos y trucos. Creo que… que solo quería ver si podía hacer que yo lo amara. Porque creo que nadie le había amado nunca. -Se queda inmóvil, con las manos cruzadas sobre el regazo, y la superficie de cristal de sus ojos se desborda-. Mira lo que has hecho. Voy a empezar a llorar otra vez. No quiero llorar en público. No quiero avergonzarte. Volvamos a la habitación del hotel. Podemos fumar un poco de hierba. -A Luke se le ilumina la cara recordando la gran bolsa de plástico, el colocón resinoso.
– Estoy dispuesto a fumarme toda la bolsa contigo, si eso es lo que hace falta para animarte.
– Mi héroe -dice ella, metiendo el brazo bajo el suyo.
Caminan calle arriba hacia el hotel, con un viento cortante azotándoles el rostro. Luke piensa que ojalá pudiera darle a Lanny una dosis de morfina para mitigar su dolor. Si pudiera, le pondría una inyección tranquilizante para proporcionarle una dosis diaria de paz. Se aclara la mente sacudiendo la cabeza. Siente que haría cualquier cosa para que ella volviera a ser feliz, pero no quiere ser esclavo de su sufrimiento.
En la cama, ella aprieta sus labios salados contra los suyos.
– Es la pregunta que me he hecho infinidad de veces. ¿Por qué Jonathan no era capaz de amarme? -suelta en un susurro abatido, vacilante-. ¿Qué tenía yo? Dime la verdad. ¿Soy indigna de ser amada?
Su pregunta desconcierta a Luke.
– No puedo decirte por qué Jonathan no correspondía a tu amor, pero si sirve de algo, creo que cometió un gran error.
Jonathan era un idiota. Solo un tonto desecharía semejante devoción, piensa Luke.
Ella le mira con incredulidad, pero sonríe. Y después, se queda dormida. Él tira de ella, rodeando con sus brazos el cuerpo de sílfide, abarcando sus miembros elegantemente desplegados. No recuerda haberse sentido así nunca, excepto en aquella lamentable ocasión en la pizzería con sus hijas, cuando quería meterlas en su coche de alquiler y llevárselas a Maine. Sabe que hizo lo correcto no cediendo entonces a su tristeza -las niñas están mejor con su madre-, pero siempre le atormentará el haberse alejado de ellas. Solo un idiota desecha esa clase de amor.
Y Lanny. Está dispuesto a hacer lo que sea para proteger a esa mujer vulnerable, para confortarla. Ojalá pudiera extraerle el veneno, como hace una sanguijuela con la sangre. Se lo tragaría él mismo, si pudiera, pero sabe que lo único que puede hacer es estar con ella.
43
Boston, 1819
Una luz cenicienta tiró de mis párpados, despertándome de mi sueño una noche. Uzra apareció junto a mi cama con una lamparilla de aceite oscilando en su mano. Debía de ser muy tarde, porque la casa estaba silenciosa como una cripta. Sus ojos me imploraban que saliera de la cama, de modo que salí.
Se deslizó afuera de la habitación a su habitual manera silenciosa, dejando que yo la siguiera torpemente. El sonido de mis pies con zapatillas sobre las alfombras era apenas un susurro, pero en aquella casa tan silenciosa era un ruido que resonaba en los pasillos. Uzra tapó la lámpara cuando avanzábamos ante los dormitorios, para que proyectaran la mínima luz posible, y pasamos inadvertidas hasta llegar a la escalera que llevaba al ático.
El ático se había dividido en dos zonas; una estaba adaptada para alojar a los sirvientes y había otro espacio más pequeño, sin terminar, para guardar cosas. Era allí donde Uzra se escondía. Me guió a través de un laberinto de baúles que le servían de barrera contra el mundo, y después por un pasillo imposiblemente estrecho que terminaba en una puerta diminuta. Tuvimos que agacharnos y retorcernos para pasar por la puerta y entrar en lo que parecía el vientre de una ballena: vigas como costillas, una chimenea de ladrillo en lugar de tráquea. La luz entraba a raudales por las ventanas sin tapar, ofreciendo vistas al descuidado sendero que llevaba a la cochera. Ella había decidido vivir en aquel reducido espacio para estar lejos de Adair. Era un sitio triste para instalarse, demasiado caluroso en verano y demasiado frío en invierno, y tan solitario como la luna.
Pasamos por lo que yo supuse que era su nido, delimitado por las iridiscentes y ondulantes telas de organdí que utilizaba como sarong, colgadas de las vigas como ropa tendida en una cuerda. La cama estaba hecha con dos mantas del salón, retorcidas juntas en un diseño circular, no muy diferente del lecho que se haría un animal salvaje, apresurado e improvisado. Junto a la cama había un montón de chucherías, joyas -diamantes del tamaño de uvas- y un velo de fina gasa dorada para llevar con un chador. Y también cachivaches, cosas que podría coleccionar una niña: una daga fría y preciosa, recuerdo de su país de nacimiento, cuya hoja curvada parecía una serpiente en movimiento; un espejo de mano de bronce. Me hizo señas de que la siguiera y dejé de husmear en su humilde refugio, prueba de su resistencia contra Adair.
Me llevó hasta una pared, un callejón sin salida. Pero donde yo no veía nada, ella se arrodilló y quitó un par de tablas; entonces apareció un espacio donde se podía entrar a gatas. Cogiendo la lámpara de aceite, se introdujo sin miedo en la oscuridad, como una rata acostumbrada a desplazarse cutre las paredes. Yo respiré hondo y la seguí.
Después de avanzar a cuatro patas unos seis o siete metros, salimos a un cuarto sin ventanas. Uzra levantó la lámpara para que yo pudiera ver dónde estábamos: era un espacio reducido y terminado, parte de los alojamientos de los sirvientes, con una pequeña chimenea y una puerta. Me acerqué a la puerta y así el pomo: estaba bien cerrada por fuera. La habitación estaba dominada por una mesa grande cubierta de frascos y tarros, más un despliegue de diversos objetos. Había un arcón, también lleno de recipientes de todos los tamaños y formas, casi todos tapados con tela encerada o tapones de corcho. Bajo la mesa había muchas cestas llenas de toda clase de cosas, desde piñas y ramas hasta partes secas e irreconocibles de cuerpos de diversos animales. Metidos entre los tarros se encontraban unos cuantos libros, antiguos y polvorientos. En el borde de la mesa había velas colocadas sobre platillos.
Aspiré con fuerza: en la habitación se reunía una miríada de olores, a especias, bosque y polvo, y otros olores que no pude identificar. Plantada en el centro de la pequeña estancia, miré a mi alrededor despacio. Creo que supe de inmediato lo que era aquella habitación y qué significaba su existencia, pero no quería admitirlo.
Cogí uno de los libros que había en un estante. Las tapas eran de lino azul tensado, adornado con letras en caligrafía e intrincados símbolos dentro de otros símbolos. Pasando con cuidado las pesadas páginas, vi que no había ni una sola que estuviera impresa en todo el libro: todo había sido escrito a mano con letra cuidadosa, acompañada de fórmulas e ilustraciones -la parte de una planta que había que coger, por ejemplo, o una elaborada disección de los órganos internos del hombre-, pero todo en un idioma que no reconocí. Los dibujos eran más reveladores, y reconocí algunos de los símbolos de mi infancia y también de los libros de la biblioteca de Adair: estrellas de cinco puntas, el ojo que todo lo ve, ese tipo de cosas. El libro era una maravillosa obra de artesanía, producto de cientos de horas de trabajo, y olía como si hubiera estado años escondido, a secretos e intrigas, y seguro que otros hombres lo habrían codiciado, pero su contenido era un misterio para mí.