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A continuación, me puse a buscar a una comadrona.

Fue difícil encontrarla. Cada vez había menos en ciudades como Boston; los médicos se encargaban de casi todos los partos, al menos para las mujeres que podían pagarlos. Tampoco buscaba a una comadrona cualquiera. Necesitaba una como las que se encuentran en el campo, una que lo supiera todo sobre curaciones con plantas y cosas así. De las que cien años antes, en aquella misma ciudad, habrían sido consideradas brujas por sus vecinos y habrían muerto ahogadas o ahorcadas.

Las prostitutas de la calle me dijeron dónde encontrar a la comadrona, ya que era la única ayuda que ellas podían permitirse para curarse las purgaciones o encargarse de embarazos no deseados. Sentí un escalofrío en la espalda cuando crucé el umbral de la pequeña habitación de aquella mujer. Olía a polvo, polen y cosas viejas a punto de pudrirse, no muy diferente de la habitación secreta del ático de Adair.

– Siéntate, querida, y cuéntame por qué has venido -pidió, al tiempo que señalaba un taburete al otro lado de la chimenea en el que ardía un fuego medio apagado. Era una mujer mayor, con un acusado estrabismo que no disimulaba, pero con una expresión de comprensión en el rostro.

– Necesito saber qué es esto, señora. ¿Lo ha visto alguna vez?

Saqué un pañuelo de mi bolso y lo abrí para que lo viera. El ramillete vegetal que había robado se había chafado en el trayecto, separándose en pequeños tallos y fragmentos de hojas quebradizas y rotas. Ella se acercó una hoja a los ojos, y después la trituró con los dedos y olió.

– Esto es nim, querida. Se utiliza para una gran variedad de dolencias. No es precisamente común por estas latitudes, y en este estado natural es más raro aún. Normalmente se encuentra en tinturas y cosas parecidas, diluido al máximo en agua para aprovecharlo lo más posible. ¿Cómo lo has encontrado? -preguntó con naturalidad, como si pensara en ir al mercado a comprar un poco. Tal vez creyera que por eso había ido yo. Se sacudió las manos sobre el fuego, dejando que los fragmentos de hoja cayeran en las llamas.

– Me temo que no puedo decírselo -dije, y le puse una moneda en la mano. Ella se encogió de hombros, pero la aceptó y se la guardó en el bolsillo-. Y tengo una segunda petición. La necesito para elaborar… Preciso que prepare algo que provoque un sueño muy pesado. No necesariamente apacible. Tengo que dejar inconsciente a una persona de la manera más rápida posible.

La comadrona me dirigió una mirada larga y callada, tal vez preguntándose si lo que yo había querido decir en realidad era que quería envenenar a alguien, porque ¿de qué otro modo se podía interpretar semejante petición? Por fin dijo:

– Nadie debe relacionarme con esto… si por alguna razón las autoridades intervienen en el asunto.

– Tiene usted mi palabra. -Le puse cinco monedas más en la mano, una pequeña fortuna. Ella miró las monedas, después a mí, y por último cerró los dedos alrededor del oro.

Sentada en el carruaje que me llevó de vuelta a la mansión, abrí el pañuelo que envolvía el preparado que me había dado la comadrona. Era un terrón blanco y duro como una piedra, y aunque yo entonces no lo sabía, era mortífero fósforo blanco, probablemente comprado a un trabajador de una fábrica de cerillas, quien a su vez lo habría robado en su lugar de trabajo. La comadrona lo había manejado con cuidado, como si no le gustara tocarlo, y me había indicado que lo moliera en un mortero y lo mezclara con algún vino o licor, añadiendo láudano para rebajar la poción.

– Para usos medicinales, es muy importante diluirlo. Podrías usar el láudano solo, pero tarda bastante rato en hacer efecto. El fósforo actúa con rapidez. Claro que… si alguien se tragara esta cantidad de fósforo, las consecuencias serían catastróficas -dijo con una expresión inconfundible en la mirada.

Yo ya había tramado un plan, un plan muy peligroso, pero cuando me despedí de ella solo podía pensar en el verdadero Adair. Mi mente estaba llena de compasión por el desdichado muchacho campesino, que no tenía ni tumba porque no hubo cadáver que devolver a la tierra. Su atractiva figura era propiedad del hombre que se había apoderado de su cuerpo mediante la magia negra.

En cuanto a los últimos detalles de la historia del físico… bueno, era imposible saber cuánto de todo lo explicado era verdad. Es posible que visitara a la familia de Adair y les dejara una compensación movido por la culpa, o en agradecimiento por entregarle a su hijo, por regalarle un cuerpo tan excepcional. Pero también aquella parte podía ser una mentira contada para que la historia resultara más digerible y trágica, para influir a su favor en el corazón del oyente, para desviar las sospechas. ¿Y la pérdida de su feudo? Un riesgo calculado… Tal vez le había valido la pena, con tal de adquirir un nuevo y magnífico recipiente para su vieja y miserable alma. Pero si yo no acababa con aquel hombre terrible, él se apoderaría de lo que yo más quería en el mundo: Jonathan.

El cuerpo del muchacho campesino, atractivo, fuerte y capaz, con una virilidad impresionante, debió de parecerle al físico un regalo de Dios. Pero en el Nuevo Mundo, el cuerpo del campesino tenía sus limitaciones. O más bien, las limitaciones estaban en su cara: era desconcertantemente exótica, de tono aceitunado, enmarcada por cabellos rebeldes y ensortijados. Yo lo advertía en las expresiones de los bostonianos elegantes cuando conocían a Adair, en el fruncimiento de sus ceños, en la desconfianza que brillaba en sus ojos. En Boston, entre descendientes de británicos, holandeses y alemanes, que nunca habían visto a un turco o a un árabe, y para quienes el pelo de Adair no era muy diferente del de sus esclavos, el cuerpo del campesino era un inconveniente. Comprendía por fin la mirada fría y calculadora de Adair cuando escudriñaba al estudiante con un pie deforme que Tilde le había conseguido, y su anhelante apreciación de la belleza impecable de Jonathan. Había soltado por el mundo a sus infernales perros de caza, en busca del recipiente perfecto; incluso hizo que Jude buscara a un sustituto por las zonas rurales. Pero en Boston, a Adair se le acababa el tiempo y necesitaba un nuevo cuerpo, uno que respondiera a los gustos de los amos y señores de aquel nuevo entorno.

Quería a Jonathan. Quería meterse en Jonathan para usarlo de disfraz. La gente se sentía atraída por Jonathan como las moscas por la miel, hechizadas e impotentes ante su indescriptible atractivo. Los hombres querían ser sus amigos, orbitando a su alrededor como planetas alrededor del sol. Las mujeres se entregaban a él por completo, y eso nadie lo sabía mejor que yo. Siempre se agolparían en torno a él, le abrirían su corazón, sin darse cuenta de que el espíritu que había dentro era maligno y quería abusar de ellas.

Y como nadie conocía el secreto de Adair, no había nadie que pudiera detenerlo. Nadie más que yo.

44

Llegué a la mansión y me encontré a todos sus habitantes alborotados. Los sirvientes corrían escalera abajo como el agua que desciende por una ladera, dirigiéndose al sótano, escondiéndose en despensas, huyendo del estruendo que venía de arriba. Se oían puños que golpeaban puertas, el chasquido de cerrojos. Las voces lejanas de Tilde, de Dona y de Alejandro resonaban en el piso de arriba.

– Adair, ¿qué ocurre?

– ¡Déjanos entrar!

Corrí escalera arriba y encontré a los tres, apelotonados e impotentes al pie de la escalera del ático, sin atreverse a interrumpir lo que estaba pasando al otro lado de la puerta cerrada. Detrás de esta se oían ruidos terribles: Uzra chillaba, y Adair gritaba a modo de respuesta. Oíamos el sonido sordo de la carne golpeando carne.

– ¿Qué pasa? -pregunté a Alejandro tras acercarme a él, mientras lo miraba.

– Adair ha subido a buscar a Uzra, es lo único que sé.

Pensé en la historia de Adair. La cólera del físico cuando le habían robado cosas de su mesa.