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– ¡Tenemos que subir! ¡Le está haciendo daño! -Agarré el pomo de la puerta, pero se negó a moverse. La había cerrado con llave-. ¡Traed un hacha, un martillo, lo que sea! ¡Tenemos que forzar esta puerta! -grité. Pero ellos se limitaron a mirarme como si hubiera perdido la cabeza-. No sabéis lo que es capaz de…

Entonces, los ruidos cesaron.

Al cabo de unos minutos, giró la llave en la cerradura y salió Adair, blanco como la leche. Llevaba en la mano la daga de hoja curvada de Uzra, y el puño de su camisa estaba manchado de rojo intenso. Dejó caer el puñal al suelo y con un empujón se abrió paso entre nosotros, retirándose a su habitación. Solo entonces fuimos a buscar el cadáver de Uzra.

– Tú has tenido algo que ver con esto, ¿verdad? -me dijo Tilde-. Se te ve la culpa en la cara.

No respondí. Al mirar el cuerpo de Uzra se me revolvió el estómago. La había apuñalado en el pecho y también le había cortado la garganta, y aquello debió de ser lo último que hizo, porque Uzra estaba en el suelo con la cabeza echada hacia atrás, y parte del cabello aún estaba retorcido donde él lo había agarrado. Las palabras «Por mi mano e intención» resonaron en mi cabeza. Las mismas palabras que le habían dado vida eterna se habían pronunciado de nuevo para quitársela. Al pensar en ellas, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, igual que cuando vi el tatuaje en su brazo, inerte, laxo al costado. A fin de cuentas, que llevara su marca grabada en el cuerpo no significaba nada. Adair podía retractarse de su palabra cuando quisiera.

La riña podía haberse debido a cualquier motivo, y yo nunca lo sabría con seguridad, pero el momento de la agresión hacía improbable que se debiera a otra cosa que no fuera la habitación secreta. De algún modo, Adair debía de haber descubierto que faltaban cosas, y le echó la culpa a Uzra. Y ella, o bien había querido protegerme, o bien -lo más probable- lo había aceptado de buena gana, como su mejor oportunidad de liberación por medio de la muerte.

Yo me había llevado aquellas cosas sabiendo cuál sería el castigo. Solo que no pensé que lo pagaría Uzra. Tampoco había imaginado que él mataría a alguno de nosotros, y menos aún a Uzra. Era mucho más propio de él infligir un brutal castigo físico y mantener a la víctima en sus garras, temblando de terror al pensar cuándo se le ocurriría a Adair volver a hacerlo. Ni en un millón de años yo habría imaginado que pudiera matarla, porque creía que, a su manera, la quería.

Me dejé caer al suelo junto a ella y le cogí la mano, pero ya estaba fría; puede que el alma abandonara el cuerpo con más rapidez en nuestro caso, ansiosa de quedar libre. Lo más terrible era que yo había estado planeando mi fuga, yo con Jonathan, pero ni se me había ocurrido llevar a Uzra con nosotros. Aunque sabía lo desesperada que estaba por huir, no se me había pasado por la cabeza ayudar a aquella pobre chica que había cargado con lo peor de las enfermizas obsesiones de Adair durante muchos años, que había sido tan amable conmigo y que había intentado ayudarme a subsistir en aquella guarida de lobos. Yo lo había aceptado como si tal cosa, y el frío reconocimiento de mi egoísmo hizo que me preguntara si no sería yo, después de todo, un alma gemela de Adair.

Jonathan había oído el alboroto y había subido a donde estábamos nosotros, y al ver el cuerpo de Uzra en el suelo, quiso irrumpir en la habitación de Adair y ajustar cuentas con él. Tuvimos que contenerlo entre Dona y yo.

– ¡¿De qué serviría?! -le grité a Jonathan-. Adair y tú podéis golpearos uno a otro de aquí al final de los tiempos, y nunca se resolvería. Por mucho que queráis mataros, ninguno de los dos tiene ese poder.

Cómo deseaba decirle la verdad -que Adair no era el que creíamos que era, que era mucho más poderoso, peligroso y despiadado de lo que nosotros habíamos imaginado-, pero no podía correr aquel riesgo. Tal como estaban las cosas, temía que Adair intuyera mi miedo.

Además, no podía contarle a Jonathan mis verdaderas sospechas. Ahora lo sabía todo. Aquellas miradas tiernas que Adair le dirigía a mi Jonathan, no eran porque Adair pensara llevárselo a la cama. La codicia que sentía por Jonathan era mucho más profunda. Adair quería tocar aquel cuerpo, sobarlo y acariciarlo, conocer todos y cada uno de sus recovecos, no porque quisiera fornicar con Jonathan, sino porque quería adueñarse de él. Poseer aquel cuerpo perfecto y ser conocido por aquella cara perfecta. Estaba preparándose para habitar un cuerpo que fuera verdaderamente irresistible.

Adair nos hizo llegar órdenes: debíamos despejar la chimenea de la cocina y preparar una pira. La cocinera y su ayudante huyeron cuando tomamos posesión de la cocina, y Dona, Alejandro y yo retiramos del enorme hogar todos los utensilios. Fregamos sus ennegrecidas paredes y barrimos las cenizas. Hicimos un soporte con caballetes de madera sobre los que pusimos tablones anchos, y en el espacio entre los caballetes preparamos la pira, con ramas y piñas secas untadas de sebo de vaca para azuzar el fuego, y paja compactada y leña vieja como combustible. Sobre los tablones colocamos el cadáver, envuelto en un sudario de lino blanco.

Acercamos una antorcha a la leña fina, que prendió enseguida. Los troncos tardaron algún tiempo en arder, y se necesitó casi una hora para que se formara una gran hoguera. En la cocina hacía un calor tremendo. Por fin, el cadáver se incendió, la mortaja se consumió rápidamente, el fuego danzaba a través del cuerpo en llamaradas, las telas se retorcían como si fueran piel, cenizas negras atrapadas en el tiro y elevándose por la chimenea. El olor, extraño e instintivamente aterrador, puso nerviosos a todos los habitantes de la casa. Solo Adair podía soportarlo. Estaba repantigado en una butaca colocada ante la chimenea, contemplando cómo el fuego devoraba a Uzra poco a poco: el cabello, la ropa, después la piel del velloso brazo, hasta lacerar la carne. Por fin, la humedad del cuerpo hizo que empezara a chisporrotear como un asado, y el olor a carne quemada invadió la casa.

– Imagina qué peste estará saliendo por la chimenea a la calle. ¿Es que piensa que los vecinos no van a olerlo? -dijo Tilde con amargura y con los ojos arrasados en lágrimas.

Nos apretujamos en la entrada de la cocina, mirando a Adair, pero al final Dona y Tilde se escabulleron a sus habitaciones, murmurando lúgubremente, mientras Alejandro y yo nos quedábamos fuera de la puerta de la cocina, sentados en el suelo, mirando a Adair.

Cuando el cielo del exterior empezó a aclararse, el fuego se había apagado. Para entonces, la casa estaba llena de fino humo gris que flotaba en el aire con el acre aroma de la ceniza de leña. Solo cuando el hogar empezó a enfriarse Adair se levantó de su butaca y, al salir, tocó a Alejandro en el hombro.

– Haz que barran las cenizas y las esparzan en el agua -ordenó con voz cavernosa.

Alejandro insistió en hacerlo él, agachándose en el interior de de la chimenea aún caliente con una escobilla de sauce y un recogedor.

– Cuánta ceniza -murmuró, olvidándose de mi presencia-. Toda esa leña, supongo. Lo de Uzra no puede ser más que un puñado.

En aquel momento, la escobilla tocó algo sólido y Alejandro metió la mano, buscando entre las cenizas. Encontró un objeto chamuscado, un fragmento de hueso.

– ¿Debería guardar esto? ¿Para Adair? Puede que algún día se alegre de tenerlo. Con estas cosas se hacen talismanes poderosos -musitó, mientras le daba vueltas como si fuera una rareza. Pero al final lo dejó caer en el cubo-. Creo que no, después de todo.

Después de aquello, Adair se distanció del resto de nosotros. Se quedó en su habitación todo el día y la única visita que quiso recibir fue la del abogado, el señor Pinnerly, quien acudió presuroso al día siguiente con un montón de papeles que se salían de su abarrotada cartera. Se marchó una hora después, con la cara tan roja como si hubiera corrido un par de kilómetros campo a través. Lo intercepté junto a la puerta, expresando preocupación por su rostro acalorado y ofreciéndome a llevarle alguna bebida fresca.