—Gracias, jefe Venn —dijo Miles—. Seguiré a partir de aquí, si no le importa.
Venn entendió la indirecta y se marchó. Roic ocupó su silencioso puesto de guardia junto a la puerta de la celda, que siseó al cerrarse.
Miles indicó el camastro.
—Siéntese, alférez.
Él también se sentó en el otro camastro, frente al joven, y ladeó la cabeza estudiándolo brevemente mientras Corbeau volvía a ocupar su sitio.
—Deje de hiperventilar —añadió.
Corbeau tragó saliva.
—Milord —consiguió decir.
Miles entrelazó los dedos.
—Es usted sergyarano, ¿no?
Corbeau se miró los brazos, e hizo un amago de bajarse las mangas.
—No nací allí, milord. Mis padres emigraron cuando yo tenía cinco años. —Miró al silencioso Roic con su uniforme marrón y plata, y añadió—: ¿Es usted…? —Se tragó la pregunta.
Miles prosiguió por éclass="underline"
—Soy hijo del virrey y la virreina Vorkosigan, sí. Uno de ellos.
Corbeau esbozó un mudo «Oh». Su expresión de terror reprimido no disminuyó.
—Acabo de entrevistar a los dos patrulleros de la flota que fueron enviados a recuperarlo tras su permiso en la Estación. Dentro de un momento, me gustaría escuchar su versión de esos hechos. Pero antes… ¿Conocía usted al teniente Solian, el oficial de seguridad de la flota komarresa a bordo de la Idris?
Los pensamientos del piloto estaban tan claramente concentrados en sus propios asuntos que tardó un instante en comprender la pregunta.
—Lo vi una o dos veces en algunas de nuestras paradas anteriores, milord. No puedo decir que lo conociera. Nunca subí a bordo de la Idris.
—¿Tiene alguna idea o teoría sobre su desaparición?
—No…, en realidad no.
—El capitán Brun piensa que puede haber desertado.
Corbeau hizo una mueca.
—Típico de Brun.
—¿Por qué de Brun especialmente?
Corbeau intentó hablar, se detuvo; parecía aún más desgraciado.
—No sería adecuado que criticara a mis superiores, milord, ni comentara sus opiniones personales.
—Brun tiene prejuicios contra los komarreses.
—¡Yo no he dicho eso!
—Eso ha sido un comentario mío, alférez.
—Oh.
—Bueno, dejémoslo por el momento. Volvamos a sus problemas. ¿Por qué no respondió a la orden de regreso de su comunicador de muñeca?
Corbeau se tocó las muñecas desnudas; sus captores cuadrúmanos le habían confiscado los comunicadores.
—Me lo había quitado, y lo dejé en otra habitación. Debí de quedarme dormido y no lo oí sonar. Lo primero que supe de la orden de regreso fue cuando esos dos… —Se debatió un instante, y luego continuó amargamente—: Esos dos matones vinieron a aporrear la puerta de Garnet Cinco. La hicieron a un lado…
—¿Se identificaron adecuadamente y le entregaron sus órdenes con claridad?
Corbeau hizo una pausa, su mirada se volvió penetrante.
—Admito, milord —dijo lentamente—, que oír al sargento Touchev anunciando: «Muy bien, amante de mutis, se acabó el espectáculo», no me pareció exactamente: «El almirante Vorpatril ha ordenado que todo el personal de Barrayar vuelva a sus naves.» No de entrada, al menos. Acababa de despertarme, ya sabe.
—¿Se identificaron?
—No…, no verbalmente.
—¿Mostraron algún documento?
—Bueno…, iban de uniforme, con sus bandas en el brazo.
—¿Los reconoció usted como miembros de seguridad de la flota, o pensó que era una visita privada…, un par de camaradas llevando a cabo una venganza racial por su cuenta?
—Yo… hum. Bueno…, ambas cosas no son mutuamente excluyentes, milord, según mi experiencia.
«En eso el chico tiene razón, por desgracia.» Miles tomó aire.
—Ah.
—Fui lento, estaba todavía medio dormido. Cuando me empujaron, Garnet Cinco pensó que me estaban atacando. Ojalá no hubiera intentado… No le pegué a Touchev hasta que la tiró de su silla flotante. Llegados a ese punto… todo se fue al garete.
Corbeau se miró los pies, calzados con zapatillas de fricción penitenciarias.
Miles se echó hacia atrás. «Lanza un cabo a este chaval. Se está ahogando.»
—Sabe, su carrera no está necesariamente acabada todavía —dijo con suavidad—. No está, técnicamente, ausente sin permiso mientras esté involuntariamente confinado por las autoridades de la Estación Graf, al igual que la patrulla de Brun. Por el momento, se encuentra en un limbo legal. Su formación como piloto de salto y la cirugía a la que ha sido sometido harían de usted una pérdida costosa, desde el punto de vista del mando. Si hace los movimientos adecuados, podría salir limpio de ésta.
Corbeau torció el gesto.
—Yo no… —Se calló. Miles hizo un ruidito para animarlo—. Ya no quiero mi maldita carrera —estalló Corbeau—. No quiero ser parte de… —hizo un gesto inarticulado para señalar a su alrededor— esto. Esta… idiotez.
Reprimiendo cierta compasión, Miles preguntó:
—¿Cuál es su posición actual…, cuánto tiempo lleva alistado?
—Me alisté para un periodo de cinco años, con la opción de reengancharme o pasar a la reserva para los siguientes cinco. Llevo tres años, me faltan todavía dos.
A los veintitrés años, se recordó Miles, dos años todavía parecían mucho tiempo. Corbeau apenas podía ser más que un aprendiz de piloto en esa etapa de su carrera, aunque su destino en la Príncipe Xav implicara unas cualificaciones superiores.
Corbeau sacudió la cabeza.
—Veo las cosas de modo distinto, últimamente. Actitudes que antes daba por hechas, chistes, observaciones, la manera en que se hacen las cosas… ahora me molestan. Rechinan. Gente como el sargento Touchev, el capitán Brun… ¡Dios! ¿Siempre fue así de horrible?
—No —respondió Miles—. Éramos mucho peores. Puedo asegurárselo personalmente.
Corbeau lo miró de arriba abajo.
—Pero si todos los hombres de mente progresista se hubieran largado entonces, como piensa usted ahora, ninguno de los cambios que he visto en mi vida habrían tenido lugar. Hemos cambiado. Podemos cambiar aún más. No instantáneamente, no. Pero si todos los tipos decentes dimiten y sólo quedan los idiotas para dirigir el espectáculo, no será bueno para el futuro de Barrayar. Cosa que sí me importa.
A Miles le sorprendió lo apasionadamente cierta que se había convertido esa afirmación últimamente. Pensó en los dos replicadores en aquella sala protegida de la Mansión Vorkosigan. «Siempre pensaba que mis padres podían arreglarlo todo. Ahora es mi turno. Santo Dios, ¿cómo ha sucedido esto?»
—Nunca imaginé un lugar como éste. —Corbeau señaló tembloroso a su alrededor, y Miles dedujo que ahora se refería al Cuadrispacio—. Nunca imaginé a una mujer como Garnet Cinco. Quiero quedarme aquí.
Miles tuvo la desagradable impresión de que estaba delante de un joven desesperado que tomaba decisiones definitivas basándose en estímulos pasajeros. La Estación Graf era atractiva a primera vista, cierto, pero Corbeau había crecido en un país a cielo abierto con gravedad real, con aire real… ¿Se adaptaría, o se apoderaría de él la tecno-claustrofobia? Y la joven por quien se proponía arrojar su vida por la borda, ¿merecía la pena, o Corbeau demostraría ser un pasatiempo divertido para ella? ¿O, con el tiempo, un grave error? Demonios, se conocían desde hacía apenas unas semanas… Nadie podía saberlo, menos que nadie Corbeau y Garnet Cinco.