—Quiero dejarlo —dijo Corbeau—. No lo soporto más.
Miles lo intentó otra vez.
—Si retira su petición de asilo político en la Unión antes de que los cuadrúmanos la rechacen, todavía podríamos aprovechar su ambigüedad legal y hacerla desaparecer, sin más consecuencias para su carrera. Si no la retira, el cargo por deserción seguirá adelante y le hará un daño enorme.
Corbeau alzó la cabeza.
—¿Esa pelea que la patrulla de Brun tuvo con la seguridad cuadri no es suficiente? El médico de la Príncipe Xav dijo que probablemente sí.
La deserción ante el enemigo se castigaba con la muerte en el código militar barrayarés. La deserción en tiempo de paz se castigaba con largos periodos de tiempo en puestos extremadamente desagradables. Ambas posibilidades parecían un desperdicio excesivo.
—Creo que haría falta retorcer legalmente las cosas para llamar batalla a ese episodio. Para empezar, definirlo así va directamente en contra del deseo manifiesto del Emperador de mantener relaciones pacíficas con este importante punto comercial. Con todo…, con un tribunal suficientemente hostil y una defensa entregada… Yo no diría que enfrentarse a un consejo de guerra sea una jugada inteligente, si se puede evitar. —Miles se frotó los labios—. ¿Estaba usted borracho, por casualidad, cuando el sargento Touchev fue a recogerlo?
—¡No!
—Hum. Lástima. Estar borracho es una defensa maravillosamente segura. No es política ni socialmente radical, ya ve. ¿Supongo que no…?
Los labios de Corbeau se tensaron, llenos de indignación. Miles advirtió que sugerirle que mintiera sobre su estado etílico no saldría bien. Lo cual le daba una buena opinión del joven oficial, cierto, pero no le facilitaba el trabajo.
—Sigo queriendo dejarlo —repitió Corbeau, testarudo.
—Me temo que los cuadris no sienten mucho afecto por los barrayareses esta semana. Confiar en que le garanticen asilo para resolver su dilema me parece un grave error. Tiene que haber media docena de formas mejores para solucionar sus problemas, si abre la mente a posibilidades tácticas más amplias. De hecho, casi cualquier otra opción sería mejor que ésta.
Corbeau negó con la cabeza, mudo.
—Bien, piénselo, alférez. Sospecho que la situación seguirá siendo pantanosa hasta que descubra qué le pasó al teniente Solian. En ese punto, espero desenmarañar este lío rápidamente, y la posibilidad de que cambie usted de opinión podría acabarse entonces bruscamente.
Se puso en pie. Corbeau, tras un instante de incertidumbre, se incorporó y saludó. Miles le devolvió el saludo asintiendo brevemente y se acercó a Roic, que habló por el intercomunicador de la celda para que les abrieran la puerta.
Salió, el ceño fruncido y pensativo, para encontrarse con el flotante jefe Venn.
—¡Quiero a Solian, maldición! —le dijo Miles, enfurruñado—. Esta desaparición suya no deja en mejor posición su organización de seguridad que la nuestra, ¿sabe?
Venn se lo quedó mirando, pero no rebatió su comentario.
Miles suspiró y se llevó el comunicador de muñeca a los labios para llamar a Ekaterin.
Ella insistió en reunirse de nuevo con él a bordo de la Kestrel. Miles se alegró de tener la excusa de escapar de la deprimente atmósfera del Puesto de Seguridad Número Tres. No podía achacarlo a la ambigüedad moral, ¡ay! Peor, ni siquiera podía llamarlo ambigüedad moral. Estaba claro qué bando tenía razón, y no era el suyo, maldición.
La encontró en su pequeño camarote, colgando en una percha su uniforme marrón y plata de la Casa Vorkosigan. Ekaterin se dio la vuelta y lo abrazó, y él ladeó la cabeza para un beso largo y apasionado.
—Bien, ¿cómo fue tu aventura con Bel por el Cuadrispacio? —preguntó él, cuando pudo volver a respirar.
—Muy bien, creo. Si Bel alguna vez quiere cambiar de trabajo, creo que podría dedicarse a las relaciones públicas de la Unión. Me parece que he visto todas las partes interesantes de la Estación Graf en el poco tiempo que hemos tenido. Vistas espléndidas, buena comida, historia… Bel me ha llevado hasta el sector de caída libre más profundo para ver las partes que se conservan de la vieja nave de salto que trajo a los cuadris a este sistema. La tienen como si fuera una especie de museo… Cuando llegamos estaba llena de pequeños escolares cuadris rebotando en las paredes. Literalmente. Eran increíblemente monos. Casi me recordó un altar de antepasados de Barrayar.
Lo soltó, e indicó una gran caja decorada con brillantes y pintorescas imágenes y esquemas que ocupaba la mitad del camastro inferior.
—Encontré esto para Nikki en la tienda del museo. Es un modelo a escala del Supersaltador D-620, modificado con la configuración de hábitat orbital, la nave en la que escaparon los antepasados de los cuadrúmanos.
—¡Oh, demonios, le gustará!
Nikki, a los once años, todavía no había dejado atrás la pasión por todo tipo de naves espaciales, en especial las naves de salto. Todavía era demasiado pronto para averiguar si el entusiasmo se convertiría en una vocación adulta o caería por la borda, pero desde luego aún no había menguado. Miles miró con más atención la imagen. La vieja D-620 era una nave sorprendentemente extraña, una bestia, y en la versión de este artista parecía más bien un enorme calamar gigante agarrando un puñado de latas.
—Réplica a gran escala, supongo.
Ella la miró, vacilante.
—No mucho. Era una nave grande. Me pregunto si debería haber escogido el modelo más pequeño. Pero no se desmontaba como ésta. Ahora que la tengo aquí, no estoy segura de dónde ponerla.
Ekaterin, en su faceta maternal, era muy capaz de compartir la cama con todas las cosas que fueran encontrando por el camino, todo por el bien de Nikki.
—Al teniente Smolyani le encantará buscar un sitio donde guardarla.
—¿De verdad?
—Tienes mi garantía personal.
Miles le dedicó una breve reverencia con una mano sobre el corazón. Se preguntó si comprar un par de naves más para los pequeños Aral Alexander y Helen Natalia, ya que estaban allí, pero la conversación con Ekaterin sobre juguetes adecuados a la edad, repetida varias veces durante su estancia en la Tierra, probablemente no necesitaba otro ensayo.
—¿De qué hablasteis Bel y tú?
Ella sonrió.
—De ti, principalmente.
El pánico asomó como algo apenas más autoincriminador que una sonriente pregunta.
—¿Sí?
—Bel tenía mucha curiosidad por saber cómo nos habíamos conocido, y obviamente se estaba devanando los sesos para encontrar una manera de preguntármelo sin ser descortés. Me dio lástima y le conté un poco sobre cómo te conocí en Komarr, y sobre después. Dejando aparte todas las partes clasificadas, nuestro noviazgo parece rarísimo, ¿sabes?
Él lo reconoció encogiéndose tristemente de hombros.
—Me he dado cuenta. No se puede evitar.
—¿Es cierto que la primera vez que os visteis le disparaste a Bel con un aturdidor?
Evidentemente, la curiosidad no era sólo unidireccional.
—Bueno, sí. Es una larga historia. De eso hace mucho tiempo.
Los ojos azules de Ekaterin chispearon de diversión.
—Eso tengo entendido. Eras un absoluto lunático cuando eras más joven, según dicen todos. No estoy segura, si te hubiera conocido entonces, de si me habría sentido impresionada u horrorizada.
Miles reflexionó sobre esto.
—Yo tampoco estoy seguro.
Ella volvió a sonreír y lo rodeó para tomar una bolsa de ropa de la cama. Sacó una densa cascada de tela de un tono gris azulado que hacía juego con sus ojos. Se convirtió en un traje de salto de un oscilante material aterciopelado con puños largos abotonados en las muñecas y los tobillos, lo cual daba a las perneras un leve aspecto de mangas. Se lo colocó encima.