—Bueno, eso depende de Dmitri en gran medida. —Los tiros, advirtió Miles de pronto, podían ir en ambas direcciones—. Podría oscilar cuando sea liberado y vuelva al servicio, entre un pequeño punto negro en su historial… puesto que no podía quitarse el comunicador de muñeca mientras estaba de permiso en la Estación, ¿sabe?, justo por el motivo que desgraciadamente se dio… y un cargo muy serio de intento de deserción, si no retira su solicitud de asilo político antes de que le sea denegada.
Ella apretó un poco la mandíbula.
—Tal vez no se la denieguen.
—Aunque se la concedan, las consecuencias a largo plazo podrían ser más complejas de lo que usted piensa. Llegado ese punto sería claramente culpable de deserción. Sería deportado permanentemente de su hogar y nunca podría regresar ni ver a su familia. Ahora Barrayar puede parecerle un lugar muy distante, en el primer arrebato de… emoción, pero pienso, estoy seguro, de que es algo que podría lamentar profundamente más tarde.
Pensó en el melancólico Baz Jesek, exiliado durante años por un conflicto aún peor llevado.
—Hay otras maneras, quizá menos rápidas, de que el alférez Corbeau pueda acabar aquí, si su deseo de hacerlo es auténtico y no un capricho temporal. Requeriría un poco más de tiempo, pero sería infinitamente menos lesivo… Después de todo, se está jugando con esto el resto de su vida.
Ella frunció el ceño.
—¿No lo harán fusilar los militares de Barrayar, ni lo mutilarán horriblemente, ni lo… asesinarán?
—No estamos en guerra con la Unión.
«Todavía, al menos.» Harían falta más meteduras de pata heroicas para que eso sucediera, pero Miles no debía subestimar a sus compatriotas.
Y no creía que Corbeau fuera lo suficientemente importante desde un punto de vista político para asesinarlo. «Así que vamos a intentar asegurarnos de que no acabe siéndolo, ¿eh?»
—No sería ejecutado. Pero veinte años de cárcel no es mucho mejor, desde nuestro punto de vista. No le hace ningún favor a él, ni se lo hace a usted misma, animándolo a que deserte. Déjele regresar al servicio, cumplir su misión, volver. Si los dos siguen pensando igual entonces, continúen con su relación sin que la no resolución de su estatus legal envenene su futuro juntos.
La expresión de ella se había vuelto aún más sombríamente testaruda. Miles se sintió fatal, como un padre severo reprimiendo a una adolescente llena de angustia, pero ella no era ninguna niña. Tendría que preguntarle a Bel por su edad. Su gracia y el aplomo de sus movimientos podían ser el resultado de su formación como bailarina. Recordó que se suponía que debían parecer cordiales, así que trató de suavizar sus palabras con una sonrisa tardía.
—Queremos ser compañeros. Permanentemente —dijo ella.
«Sólo dos semanas después de conocerse, ¿está segura?» Miles ahogó el comentario en su garganta cuando la mirada de reojo de Ekaterin le recordó cuántos días (¿o fueron horas?) tardó él en enamorarse de ella. Cierto, lo de permanentemente había tardado más.
—Desde luego, comprendo por qué lo desea Corbeau.
Lo contrario era más sorprendente, por supuesto. En ambos casos. Él mismo no encontraba a Corbeau particularmente encantador (su emoción más fuerte hasta ahora era un profundo deseo de darle un golpe al alférez en la cabeza), pero era evidente que aquella mujer no lo veía de la misma manera.
—¿Permanentemente? —dijo Ekaterin, vacilante—. Pero… ¿no cree que podría desear tener hijos algún día? ¿O él?
La expresión de Garnet Cinco se volvió esperanzada.
—Hemos hablado de tener hijos juntos. Los dos estamos interesados.
—Hum, er… —dijo Miles—. ¿Los cuadrúmanos no son infértiles con los planetarios?
—Bueno, hay que tomar algunas decisiones antes de usar los replicadores, igual que un herm que se cruza con un monosexual tiene que elegir si quiere que ajusten su genética para producir un niño o una niña o un herm. Algunas parejas cuadriplanetarias tienen hijos cuadrúmanos, algunas tienen planetarios, otras tienen ambos… ¡Bel, enséñale a lord Vorkosigan las fotos de tus bebés!
Miles giró la cabeza.
—¿Qué?
Bel se sonrojó y rebuscó en el bolsillo de su pantalón.
—Nicol y yo… Cuando fuimos al genetista en busca de consejo, nos pasaron una proyección de todas las combinaciones posibles, para ayudarnos a escoger.
El herm sacó un holocubo y lo conectó. Seis fotos de niños de cuerpo entero cobraron vida sobre su mano, todos en la preadolescencia, cuando los rasgos adultos empiezan a emerger de las redondeces infantiles. Tenían los ojos de Bel, la barbilla de Nicol, el pelo moreno y los rizos familiares. Un niño, una niña y un hermafrodita con piernas; un niño, una niña y un hermafrodita cuadri.
—¡Oh! —dijo Ekaterin, extendiendo la mano—. ¡Qué interesante!
—Los rasgos faciales son sólo una mezcla electrónica de los de Nicol y los míos, no una auténtica proyección genética —explicó Bel, ofreciendo el cubo—. Para eso se necesitaría una célula real de una concepción real, cosa de la que, por supuesto, no dispondrán hasta que se haya producido una para aplicarle las modificaciones genéticas.
Ekaterin giró el cubo a un lado y a otro, examinando los retratos desde diversos ángulos. Miles, mirando por encima de su hombro, se dijo firmemente que, probablemente, no importaba que su holovid de los blastocitos Aral Alexander y Helen Natalia estuviera todavía en su equipaje a bordo de la Kestrel. Tal vez más tarde tuviera una oportunidad de enseñarle a Bel…
—¿Habéis decidido por fin qué queréis? —preguntó Garnet Cinco.
—Una niñita cuadri, para empezar. Como Nicol. —El rostro de Bel se suavizó, y luego, bruscamente, recuperó su habitual sonrisa irónica—. Suponiendo que yo dé el paso y solicite la ciudadanía de la Unión.
Miles imaginó a Garnet Cinco y Dmitri Corbeau con un puñado de guapos y atléticos niños cuadrúmanos. O a Bel y Nicol con una tribu de pequeños músicos. La cabeza le dio vueltas. Roic, que parecía silenciosamente bloqueado, negó con la cabeza cuando Ekaterin le ofreció examinar de cerca los holovids.
—¡Ah! —dijo Bel—. El espectáculo está a punto de comenzar.
El herm recuperó el holocubo, lo apagó, volvió a guardarlo en las profundidades del bolsillo de sus pantalones azules y cerró cuidadosamente la solapa.
El auditorio se había llenado por completo mientras hablaban, y el panal de celdas ahora albergaba a una atenta multitud, incluido un buen puñado de otros planetarios, aunque Miles no habría sabido decir si eran ciudadanos de la Unión o visitantes galácticos. En cualquier caso, no se veía esa noche ningún uniforme verde de Barrayar. Las luces disminuyeron, el murmullo se apaciguó y unos últimos cuadris corrieron hacia sus palcos y los ocuparon. Un par de planetarios que habían calculado mal su impulso y quedaron aislados en el centro fueron rescatados por los acomodadores y conducidos hacia sus palcos, lo que les valió el silencioso desdén de los cuadris que se dieron cuenta. El aire estaba lleno de tensión eléctrica, la extraña mezcla de esperanza y temor típica de toda actuación en directo, con su riesgo de imperfección y su posibilidad de grandeza. Las luces disminuyeron aún más, hasta que sólo el brillo estelar blanquiazul iluminó las celdas ahora abarrotadas de la cámara.
Las luces destellaron, una profusión de rojo y anaranjado y dorado, y los actores aparecieron por todas partes. Entrando al asalto. Cuadrúmanos varones, atléticos y llenos de entusiasmo, con ajustadas mallas que resplandecían. Tambores.
«No me esperaba tambores manuales.» Las otras actuaciones en caída libre que Miles había visto, ya fueran de baile o de gimnasia, habían sido extrañamente silenciosas a excepción de la música y los efectos de sonido. Los cuadris hacían su propio ruido y todavía les quedaban manos de sobra para actuar; los tamborileros se reunieron en el centro, se agarraron, chocaron, intercambiaron impulso, giraron y doblaron siguiendo una pauta siempre cambiante. Dos docenas de hombres en caída libre ocuparon perfectamente su puesto en el centro del auditorio esférico, su movimiento tan controlado como para permitir que nadie vagara hacia un lado mientras la energía de sus giros, piruetas, quiebros y volteretas fluía a través de sus cuerpos, de uno a otro, para empezar de nuevo. El aire latía con el ritmo de sus tambores: tambores de todos los tamaños, redondos, oblongos, dobles; no sólo los tocaba cada tamborilero, pues algunos se los pasaban de unos a otros en un rápido cruce entre música y juego malabar, sin fallar nunca una nota ni un golpe. Las luces danzaron. Los reflejos se esparcieron por las paredes, mostrando en los palcos destellos de manos alzadas, brazos, ropas brillantes, joyas, rostros asombrados.