Además de los habituales tubos de ascensión, una amplia escalera conducía desde el vestíbulo a la planta de conferencias. Bel guió a Miles hasta una sala de reuniones menos ostentosa de la planta inferior.
Encontraron la sala repleta. Unos ochenta individuos airados de lo que parecía ser cada raza, vestido, origen planetario y género del Nexo estaban allí reunidos. Comerciantes galácticos, con un agudo sentido del valor de su tiempo y ninguna inhibición cultural barrayaresa frente a los auditores imperiales, descargaron varios días de frustraciones acumuladas sobre Miles en el momento en que dio un paso al frente y se volvió hacia ellos. Catorce idiomas eran manejados por diecinueve marcas distintas de autotraductores, varios de los cuales, decidió Miles, debían de haber sido comprados a precio de saldo a unos fabricantes a punto de caer en la bancarrota. No es que sus respuestas a la andanada de preguntas fueran una tarea especialmente difícil para los traductores; el noventa por ciento de ellas fueron: «No lo sé todavía» o «Pregúntenle a la Selladora Greenlaw».
La cuarta vez que repitió esta letanía recibió por fin un gemido, a coro, desde el fondo de la sala.
—¡Pero Greenlaw dijo que se lo preguntáramos a usted! —Aunque el aparatito traductor soltó un segundo más tarde algo así como: «¡Césped legal cazador marino inquiriendo unidad de altitud!»
Miles consiguió que Bel le señalara con disimulo a los hombres que habían intentado sobornar al práctico para rescatar sus artículos. Luego pidió a todos los pasajeros de la Idris que habían llegado a conocer al teniente Solian que se quedaran y le contaran sus experiencias. Esto pareció provocar la ilusión de que las autoridades hacían algo, y los demás se marcharon rezongando simplemente.
La excepción fue un individuo a quien Miles catalogó, después de una pausa dubitativa, como hermafrodita betano. Alto para ser un herm, la edad que sugerían su pelo plateado y sus cejas se contradecía con su postura firme y la fluidez de sus movimientos. Si hubiera sido barrayarés, Miles habría supuesto que el individuo era un sano y atlético sesentón…, lo cual probablemente significaba que había alcanzado un siglo betano. Un largo sarong de color oscuro y conservador, una camisa de cuello alto y chaqueta de manga larga, para protegerse de lo que un betano sin duda interpretaría como el frío de la Estación, y bonitas sandalias de cuero completaban un atuendo de aspecto caro al estilo betano. Los hermosos rasgos eran aguileños, los ojos oscuros, líquidos y agudamente observadores. Tan extraordinaria elegancia era algo que Miles tendría que haber recordado, pero no consiguió ir más allá de una sensación de familiaridad. Maldita criocongelación… No podía decidir si era un recuerdo verdadero, revuelto como tantos otros recuerdos por los traumas neurales del proceso de resurrección, o uno falso, aún más distorsionado.
—¿Práctico Thorne? —dijo el herm con voz aguda y suave.
—Sí.
También Bel, como no era de extrañar, estudió al compatriota betano con especial interés. A pesar de la digna edad del herm, su belleza provocaba admiración. A Miles le divirtió ver que Bel dirigía la mirada al pendiente betano de la oreja izquierda del desconocido. Por desgracia, era de los que significaban: «comprometido sentimentalmente; no busco».
—Me temo que tengo un problema especial con mi cargamento.
La expresión de Bel volvió a ser neutra; se preparaba sin duda para oír otra triste historia, con o sin soborno.
—Soy pasajero de la Idris. Transporto varios cientos de fetos de animales modificados en replicadores uterinos, que requieren atenciones periódicas. Hay que atenderlos otra vez. No puedo posponerlo mucho más. Si no se las cuida, mis criaturas podrían resultar dañadas o incluso morir. —Una mano de largos dedos tiró de la otra, nerviosamente—. Peor, se les termina el plazo. No esperaba un retraso tan largo en mi viaje. Si sigo retenido aquí mucho tiempo, tendrán que ser destruidos, y yo perderé el valor de mi cargamento y de mi tiempo.
—¿Qué clase de animales son? —preguntó Miles con curiosidad.
El alto herm lo miró.
—Cabras y ovejas, principalmente, y algunos otros más especiales.
—Mm. Supongo que podría usted amenazar con soltarlos en la Estación para obligar a los cuadris a vérselas con ellos. Varios centenares de ovejitas correteando por las bodegas de carga… —Esto le valió una mirada extremadamente seca del práctico Thorne. Miles continuó más comedido—: Pero confío en que no haga falta llegar a ese extremo.
—Le trasladaré su petición al jefe Watts —dijo Bel—. ¿Su nombre, honorable herm?
—Ker Dubauer.
Bel hizo una leve reverencia.
—Espere aquí. Vuelvo en un instante.
Mientras Bel se apartaba para hacer una llamada vid en privado, Dubauer, sonriendo levemente, murmuró:
—Muchas gracias por ayudarme, lord Vorkosigan.
—No hay de qué. —Con el ceño fruncido, Miles añadió—: ¿Nos hemos visto antes?
—No, milord.
—Mm. Oh, bien. Cuando estuvo a bordo de la Idris, ¿llegó a conocer al teniente Solian?
—¿El pobre joven que todos pensaban que había desertado, pero que ahora parece que no? Lo vi una vez haciendo su trabajo. Nunca hablé con él, para mi pesar.
Miles pensó en hacer pública la noticia de la sangre sintética, pero luego decidió quedarse la información un poco más. Tal vez hubieran cosas mejores y más inteligentes que hacer con ella que mandarla a hacer compañía al resto de los rumores. Unos seis pasajeros de la Idris se habían acercado durante esta conversación; esperaban para contar sus propias experiencias con el teniente desaparecido.
Las breves entrevistas fueron de un valor dudoso. Un asesino atrevido sin duda mentiría, pero uno listo simplemente no se acercaría. Tres de los pasajeros se mostraron a la defensiva y cortantes, pero diligentemente precisos. Los otros estaban ansiosos y llenos de teorías que compartir, ninguna en consonancia con que la sangre de la bahía de carga hubiera sido un truco. Miles consideró las ventajas de practicar una entrevista con pentarrápida a todos los pasajeros y tripulantes de la Idris. Otra tarea de la que Venn, o Vorpatril, o ambos juntos deberían haberse ocupado ya, maldición. Lástima, los cuadris tenían tediosas reglas sobre esos métodos invasivos. La gente de paso en la Estación Graf estaba fuera del alcance de las más bruscas técnicas de interrogatorio de Barrayar, y los miembros del personal militar barrayarés, a quienes Miles podía tratar como quisiera, estaban muy abajo en su actual lista de sospechosos. La tripulación civil komarresa era un caso más ambiguo: súbditos de Barrayar ahora bajo custodia cuadri.
Mientras tanto, Bel regresó junto a Dubauer, esperó en silencio a un lado con los brazos cruzados y murmuró:
—Puedo escoltarlo personalmente a bordo de la Idris para atender su cargamento en cuanto el lord Auditor haya terminado aquí.
Miles cortó la entusiasta teoría criminal del último komarrés y lo despidió.
—He terminado —anunció. Miró el crono de su comunicador de muñeca. ¿Alcanzaría a Ekaterin para almorzar? Parecía dudoso, a esa hora; por otro lado, ella podía pasarse inimaginables cantidades de tiempo contemplando plantas, así que tal vez hubiera una esperanza.
Los tres salieron juntos de la sala de conferencias y subieron las amplias escaleras hasta el espacioso vestíbulo. Ni Miles ni, supuso, Bel entraban jamás en una habitación sin hacer un barrido visual de todos los posibles puntos de observación desde donde pudieran disparar, un legado de años de experiencias desagradablemente compartidas. Así que divisaron simultáneamente la figura situada en el balcón de enfrente, que sostenía una extraña caja oblonga sobre la balaustrada. Dubauer siguió su mirada, lleno de asombro.