Miles atisbó unos ojos oscuros en un rostro lechoso bajo una mata de rizos rojizos, que lo observaba intensamente. Bel y él, a cada lado de Dubauer, reaccionaron espontánea y simultáneamente: agarraron al betano por los brazos y se abalanzaron hacia delante. Brillantes estallidos brotaron de la caja con un estampido ensordecedor. De la mejilla de Dubauer manó sangre mientras el herm caía: algo parecido a un enjambre de abejas furiosas pasó justo por encima de la cabeza de Miles. Luego los tres se arrastraron boca abajo para parapetarse tras las amplias columnas truncadas de mármol que sostenían las flores. Las abejas parecieron seguirlos; fragmentos del cristal de seguridad explotaron en todas direcciones, y trozos de mármol se desparramaron en una amplia fuente. Una rápida vibración llenó la sala, estremeció el aire, el atronador ruido se mezcló con gritos y lamentos.
Miles trató de alzar la cabeza para echar un rápido vistazo, pero Bel se arrojó sobre el otro betano y lo hizo aplastarse contra el suelo. Sólo pudo oír lo que pasó a continuación: más gritos, el súbito cese del zumbido, un fuerte golpe. Una voz de mujer gemía e hipaba en medio del sorprendente silencio, y luego se ahogó entre espasmódicos sollozos. Miles apartó la mano al sentir un beso suave y frío, pero eran sólo unas cuantas hojas y pétalos de flores desgajadas que revoloteaban lentamente por el aire para posarse alrededor de todos ellos.
8
—Bel, ¿quieres quitarte de encima de mi cabeza? —dijo Miles con voz ahogada.
Hubo una breve pausa. Luego Bel rodó y, cautelosamente, se sentó en el suelo, la cabeza encogida entre los hombros.
—Lo siento —dijo Bel a regañadientes—. Por un momento pensé que iba a perderte. Otra vez.
—No te disculpes.
Miles, con el corazón acelerado todavía y la boca muy seca, se incorporó y se sentó, la espalda contra una columna de mármol ahora más truncada que antes. Extendió los dedos para tocar la fría piedra sintética del suelo. Un poco más allá del estrecho e irregular arco de espacio protegido por las columnas de la mesa, una docena de profundas grietas marcaban el pavimento. Algo pequeño y brillante y metálico pasó rodando; Miles intentó sujetarlo pero apartó la mano al notar su ardiente calor.
El hermafrodita maduro, Dubauer, también se sentó en el suelo, y se tocó la cara allá donde manaba sangre. Miles hizo un rápido inventario con la mirada: no había habido otros impactos, aparentemente. Se dio la vuelta, se sacó del bolsillo el pañuelo con el monograma Vorkosigan y se lo tendió en silencio al sangrante betano. Dubauer tragó saliva, lo aceptó y se frotó la pequeña herida. Contempló su propia sangre en el pañuelo un instante, como sorprendido, y luego volvió a colocarlo en su mejilla lampiña.
En cierto modo, pensó Miles, tembloroso, era bastante halagador. Al menos alguien pensaba que era lo bastante competente y efectivo como para resultar peligroso. «O tal vez estoy sobre la pista de algo. Me pregunto qué demonios será.»
Bel apoyó las manos en la columna destrozada, se asomó con cautela y, luego, muy despacio, se puso en pie. Un planetario vestido con el uniforme del hotel llegó corriendo, un poco encorvado, tras sortear la ex pieza central, y preguntó con voz ahogada:
—¿Están ustedes bien?
—Eso creo —dijo Bel, mirando alrededor—. ¿Qué ha sido eso?
—Llegó desde el balcón, señor. La… la persona que había arriba lo dejó caer y huyó. El guardia de la puerta fue tras él.
Bel no se molestó en corregirlo respecto a su género, un claro signo de distracción. Miles se levantó también, y casi se desmayó. Todavía hiperventilando, se abrió paso entre los fragmentos de cristal roto, lascas de mármol, piezas de metal medio derretidas y ensalada de flores. Bel lo siguió. Al otro lado del vestíbulo, la caja oblonga yacía abierta de lado, notablemente abollada. Los dos se arrodillaron para observarla.
—Un remachador automático —dijo Bel al cabo de un instante—. Tiene que haber desconectado… un montón de mecanismos de seguridad para conseguir esto.
Miles consideró que esa explicación era quedarse un poco corto. Pero explicaba la falta de puntería del atacante. El aparato había sido diseñado para lanzar sus clavos con enorme precisión en un radio de milímetros, no de metros. Con todo…, si el asesino hubiera conseguido apuntar a la cabeza de Miles aunque fuera para una andanada corta… Miró de nuevo el mármol destrozado: ninguna criorresurrección podría haberlo recuperado esta vez.
Dioses, ¿y si no hubiera fallado? ¿Qué habría hecho Ekaterin, tan lejos de casa y sin ayuda, con un marido decapitado en las manos antes de que su luna de miel hubiera terminado siquiera, sin ningún apoyo inmediato más que el del inexperto Roic…? «Si me dispararon a mí, ¿cuánto peligro corre ella?»
Lleno de tardío pánico, conectó su comunicador de muñeca.
—¡Roic! ¡Roic, respóndeme!
Pasaron al menos tres agónicos segundos antes de que Roic respondiera:
—¿Milord?
—Dónde estás… no importa. Deja lo que estés haciendo y ve de inmediato con lady Vorkosigan, y quédate con ella. Llévala a bordo de…
¿La Kestrel? ¿Estaría a salvo allí? A esas alturas, un montón de gente sabía dónde tenía que buscar a los Vorkosigan. Tal vez a bordo de la Príncipe Xav, a buena distancia de la Estación, rodeada de soldados… «Los mejores de Barrayar, Dios nos ayude a todos.»
—Quédate con ella hasta que yo vuelva a llamar.
—Milord, ¿qué está pasando?
—Alguien ha intentado clavarme a la pared. No, no vengas aquí —cortó la incipiente protesta de Roic—. El tipo se escapó y, de todas formas, la seguridad cuadri empieza a llegar.
Dos cuadrúmanos uniformados entraron en el vestíbulo con sus flotadores mientras Miles hablaba. Siguiendo los gestos de un empleado del hotel, uno subió hasta el balcón. El otro se acercó a Miles y su grupo.
—Tengo que tratar con esta gente ahora —dijo Miles—. Estoy bien. No alarmes a Ekaterin. Y no la pierdas de vista. Cierro.
Miles vio cómo Dubauer se incorporaba tras examinar la columna masacrada por los remaches, el rostro muy pálido. El herm, con la mano todavía en la mejilla, estaba visiblemente conmocionado cuando se acercó a mirar el aparato remachador. Miles se levantó.
—Mis disculpas, honorable herm. Tendría que haberle advertido que no permanezca nunca demasiado cerca de mí.
Dubauer miró a Miles. Abrió los labios con asombro y luego dibujó con ellos un pequeño círculo, «Oh».
—Creo que me han salvado ustedes la vida. Yo… me temo que no vi nada. Hasta que esa cosa me alcanzó… ¿Qué era?
Miles se agachó y recogió un remache suelto, uno de cientos, ahora ya frío.
—Uno de éstos. ¿Ha dejado de sangrar?
El herm se quitó el pañuelo de la cara.
—Sí, creo que sí.
—Quédeselo de recuerdo —Miles le tendió el trozo de metal reluciente—. Se lo cambio por mi pañuelo.
Ekaterin lo había bordado a mano, como regalo.
—Oh… —Dubauer dobló el pañuelo sobre la mancha de sangre—. Oh, vaya. ¿Es de valor? Lo haré limpiar y se lo devolveré.
—No es necesario, honorable herm. Mi lacayo se encarga de esas cosas.
El betano parecía apurado.
—Oh, no…
Miles acabó la discusión extendiendo la mano, recuperando la fina tela de entre sus dedos y guardándosela en el bolsillo. La mano del herm intentó seguir el pañuelo, y luego cayó. Miles había conocido a gente amabilísima, pero nunca a nadie que pidiera disculpas por sangrar. Dubauer, desacostumbrado a la violencia física dados los pocos crímenes que se cometían en la Colonia Beta, estaba al borde del colapso.